Sucede con la juventud lo mismo que con ciertas mujeres: cuando uno quiere definirlas es porque ya no las tiene. En seguida la nostalgia enturbia las ideas y se termina por añorar hasta las desventuras.
Se entra en la juventud un poco fatalmente y a desgano, cargado de presagios y recomendaciones. En 1956 yo tenía quince años, había caído Perón; criado en un hogar peronista yo vivía el éxtasis de la clase media como una catástrofe; en el rostro torvo de mi padre aprendía a conocer las primeras desdichas sociales. Son tantos los encargos, que cuando uno entra por fin en este puente incierto no puede menos que sufrir un desengaño: la juventud parece ser algo que los demás viven en uno, ciertas sonrisas, una mezcla de conmiseración y envidia. A cada rato se nos recuerda que somos jóvenes, que en esta edad nada es definitivo, que somos felices. Se nos permite todo: en el fondo se nos niega todo, pero uno tarda en darse cuenta y para muchos esta irresponsabilidad más que una trampa es una fiesta. Mientras tanto, día tras día, se nos repite que tenemos “la vida por delante”, es decir, que nuestros actos son relativos, están “preñados” de futuro, siempre a tiempo de ser rectificados porque nada es definitivo en este aprendizaje, todas las elecciones, contingentes; los errores, trampolines hacia un futuro inevitable. Se tiene a ratos la sensación de estar viviendo en borrador, o en una de esas pruebas absurdas que les toman a los aspirantes a actores a los que se filma con una cámara vacía: uno se mueve y habla pero es una ficción.
Como se tiene veinte años, y a esa edad no parece posible elegir otra vida, se acaba por aceptar que ser joven es una delicia; después, hay que cumplir todo los ritos: se entra en la Universidad, se abandona la casa de los padres. Todos los meses se recibe un cheque que relativiza este “abandono”, pero, tarde o temprano, se aprende a soslayarlo y al final parece un hecho natural como la lluvia, como la primavera; una vez cada tanto llega una cartulina color rosa y hay que llegarse al Banco, allí (mágicamente) se recibe dinero, a cambio del futuro. Para hablar con palabras un poco duras: se acepta ser un mantenido a cambio del futuro. En definitiva se acepta oficializar las prórrogas, se acepta vivir entre paréntesis, todo es provisorio, los actos siguen catapultados hacia el porvenir, se flota en el vacío y nadie es responsable.
El ejemplo más claro de este vacío que ahoga todos los actos y los convierte en comedias huecas es la política universitaria. Como se nos ha dicho que la juventud es la edad de los buenos sentimientos y ya que (como decía Paul Nizam) uno no se “siente acicateado por la deprimente necesidad de ganarse el pan inmediatamente” se puede hacer, también de la política, un juego: se elige estar de un lado o de otro, no por necesidad, sino por generosidad, esa otra dulce máscara de la juventud.
Como no se arriesga nada, las elecciones son casuales y se puede estar de un lado o de otro; inevitablemente se termina por no estar en ningún lado. Mejor dicho por estar donde siempre se ha estado, sin moverse un centímetro, sin haber cambiado, como si la política fuera, no una práctica que nos transforma y modifica el mundo, sino un espejo en el que se reconocen los rostros y los gestos. No es casual que el movimiento estudiantil haya enfrentado a la clase obrera en todas las circunstancias históricas en las que tuvo que definirse concretamente, en las que fue necesario elegir en el interior de una situación histórica concreta, más allá de las buenas intenciones: en 1930, contra Irigoyen; en 1945, con la Unión Democrática; en 1955, con la Libertadora. Desde 1918 venían augurando la “unidad obrero-estudiantil”, una idílica manifestación jubilosa, conducida por los estu- diantes, en la que, tomados de la mano, obreros educados y respetuosos, marchan junto a los ilustrados entonando la “Internacional” y el “Himno”. Desde las ventanas llueven flores, el viento agita las banderas. Cuando la clase obrera real aparece en la calle cantando “Los muchachos peronistas”, las imágenes se distorsionan, la realidad es una trampa, el proletario al que habían estado educando durante años se ha esfumado, en su lugar encuentran una clase obrera concreta, que extrae valores y símbolos de sí mismo.
Siempre se puede recriminar la realidad e interpretar la política con las mismas categorías que se usan en las relaciones personales hemos sido “engañados”, “traicionados”, “desilusionados”. Para tranquilizarnos nos queda el camino de la vida interior: cambiarnos a nosotros mismos, dejar el mundo como está.
Se me dirá que he ido demasiado lejos, que detrás de todo esto hay algo más que errores juveniles. Estoy de acuerdo, pero he llegado hasta estos límites voluntariamente. Parece estéril “juzgar” a la juventud porque no se “elige” ser joven, pero es necesario cuestionar a la juventud en tanto disfraz que soslaya el origen de clase. Porque la “juventud” es una prórroga a la que únicamente tenemos acceso los hijos de la burguesía. “Los obreros –ha escrito J. P. Sartre– pasan directamente de la adolescencia a ser hombres”. Por eso, hoy y aquí, “definir” a la juventud supone negarla aunque se tengan 20 años, porque aceptar esa máscara es colaborar con la mistificación y postergar las decisiones. Por eso, en la Argentina, en 1967 ser joven supone repudiar esa edad irresponsable en la que se aprenden (delicadamente) las reglas del juego.