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El fluir de la vida

Prisión perpetua (cuentos), Buenos Aires, Sudamericana, 1988.

Published onOct 15, 2020
El fluir de la vida

En el bar, hablo con Artigas.

Mejor: En el bar, el Pájaro Artigas cuenta su histo­ria de amor con Lucía Nietzsche.

Conozco parte de esa historia porque el Pájaro me la ha contado varias veces y ahora se ríe cuando vuel­ve a empezar porque el Pájaro dice que siempre lo asom­bran las variantes inesperadas.

Todos los domingos va a visitar a Lucía Nietzsche que desde hace años está recluida en una prisión psi­quiátrica. Se pasean por el jardín y conversan y la mujer envejece sin estridencia. Parece que el tiempo resbala por su cuerpo y no la toca. Lo mismo se pue­de decir del Pájaro que sigue fiel al pasado y a las versiones del pasado en su memoria. Un hombre prisio­nero de una historia, empecinado en contarla hasta demostrar que es imposible agotar una experiencia.

Pasó un verano con Lucía Nietzsche en 1956 y des­de entonces ha reconstruido los hechos en sus detalles mínimos como quien pule una lente hasta disolverla invisible en el aire.

Un narrador, dice el Pájaro, debe ser fiel al estado de un tema. Busca sorprender en un espejo los reflejos de una escena que sucede en otro lado. El relato está li­gado a las artes adivinatorias, dice el Pájaro. Narrar es transmitir al lenguaje la pasión de lo que está por venir.

El Pájaro es un narrador tradicional, por eso intercala reflexiones y máximas en medio de sus historias. En el fondo es una forma de retardar la acción. Pensar es un modo de crear suspenso, dice. Construir un espa­cio entre un acontecimiento y otro acontecimiento, eso es pensar.

Piensa que con ella, al perderla, empezó su manía de fijar el fluir de la vida. Lo que Artigas llama: “el arte de narrar”. Fijar, dice el Pájaro, el lento fluir de la vida, detener ese movimiento impreciso.

Lucía era nieta de la hermana de Nietzsche. Su pa­dre había elegido el apellido materno para borrar los rastros de su propio padre, el paranoico doctor Forster, antisemita y nazi avant-la-lettre,plagiario, criminal, utó­pico, falsificador. Según el Pájaro, Forster se instaló en el Paraguay cuando todavía vivía Federico Nietzsche, con la intención de fundar un falansterio de la nobleza alemana.

Lucía Nietzsche pasó la infancia en lo que quedaba en pie de la construcción erigida por su abuelo. Un castillo de piedra en la selva, con un laboratorio de in­vestigaciones biológicas en el sótano y un potrero amu­rallado.

Después de una serie ridícula de litigios y trámites destinados a probar la legitimidad de su origen, el padre de Lucía pudo malvender lo que no había sido confisca­do por la policía paraguaya y con los restos de la heren­cia familiar se mudó a la Argentina y se instaló en Adro­gué y empezó a ganarse la vida como fotógrafo y retra­tista.

La mudanza se precipitó porque la madre de Lucía Nietzsche apareció muerta en condiciones extrañas. Desnuda, envenenada, en un hotel de los barrios malos de Asunción. Guardaba dos mil dólares y un pasaje a Nueva York en un secretaire de cuero. Los signos dema­siado irrefutables de su suicidio hicieron sospechar a todo el mundo. ¿Crimen pasional? se preguntaban los diarios paraguayos que Lucía Nietzsche le iba a mostrar con fotografías increíbles de su madre reproducidas a cuatro columnas. Porque el padre de Lucía casi no había hecho otra cosa que fotografiar a su mujer en la cama y los diarios se ocuparon de ventilar los retratos más escandalosos.

No hay nada tan abyecto, dijo Lucía, como la convi­vencia de un hombre y una mujer. En teoría podemos comprender a una persona, pero en la práctica no la soportamos. El matrimonio es una institución criminal. Con los lazos matrimoniales siempre termina ahorcado alguno de los cónyuges. En eso reside el sentido de la fórmula: Hasta que la muerte nos separe.

Su padre había fotografiado a su madre en todas las posturas posibles, de espaldas, al sesgo, con disfraces, en cueros, con vestidos alemanes o paraguayos. Era un artista óptico y estaba obsesionado. Se encerraban días enteros en los altos de la casa y abandonaban a la hija que se moría de tedio y subía descalza la escalera para espiarlos.

Hasta que al fin supongo que mi madre se hartó y qui­so escapar, dijo Lucía.

El suicidio de la mujer terminó caratulado como muer­te dudosa y el padre fue sobreseído; la causa quedó abierta pero él pudo viajar a la Argentina con su hija, Los protegieron los miembros de la vieja colectividad de alemanes expatriados en tiempos de la Segunda Gue­rra Mundial, todos antifascistas probados, antinazis y aristócratas liberales que se habían acomodado con la Libertadora (porque .también habían sido antiperonis­tas). Estos alemanes, todos filósofos y músicos y crimi­nales, financiaban la Asociación de Alemania Libre que fue la que se ocupó de expatriar al padre de Lucía.

Expatriar es mucho decir, decía Lucía Nietzsche, en realidad nos prestaron unos pesos y nos sacaron del Paraguay medio a la fuerza porque no les gustaba ver a los nobles alemanes (a los descendientes de nobles alemanes y polacos, como decía mi tío abuelo) mezcla­dos en historias turbias.

Se instalaron en una casa que les alquiló la Asocia­ción, a la que hubo que refaccionar porque hasta setiembre del 55 había funcionado ahí la Unidad Básica de la zona y estaba llena de retratos rotos de Perón y de Eva, consignas escritas en las paredes, escuditos peronistas pisoteados, listas de afiliados y boletas electorales tira­dos en el piso. Varios meses después Lucía iba a descu­brir una especie de bohardilla donde habían escondido una caja llena de discos de la Marcha Peronista cantada por Hugo del Carril y dos pistolas 45 Ballester Molina, con las guardas del Ejército Argentino, envueltas en trapos y medias disimuladas en un parante del techo. Y en el cajón de un armario empotrado a la pared encontró una bolsa de lona llena de cartas que la gente del barrio le había escrito a Eva Perón en los días previos a su muer­te.

Pintaron el frente y el padre instaló su estudio foto­gráfico y pronto fue bastante habitual verlo sacar fotos en las fiestas del Club Adrogué.

A mí decía Lucía, no me importa que mi padre sea un fracasado y tampoco me importa la historia insensata de mi abuelo Forster. Lo único que me interesa es poder irme de acá y volver a Europa de donde nunca debí salir aunque jamás haya estado. Yo soy una europea alemana falsamente nacida en el Paraguay, y no me interesa vi­vir en estas provincias.

La contrataron como bibliotecaria en la Asociación de Amigos de Alemania Libre y su función consistía en atender a los viejos expatriados y a los imbéciles que se decidían a estudiar la lengua alemana, como si esa len­gua donde todo se declina pudiera ser aprendida. Si de hecho es casi imposible aprender la propia lengua ma­terna y llegar a hablarla con cierta elegancia. ¿O no había dicho su tío abuelo que los grandes artistas eran fieles a su lengua natal y no querían conocer otra y por eso eran grandes artistas y grandes estilistas? No hay que dejarse corromper por los brillos extranjeros y las chafalonías muertas de otros idiomas.

Y el Pájaro aceptó eso y dijo que sí y hubiera dicho que sí a cualquier cosa que ella dijera. Artigas tenía en ese entonces diecisiete años y se enamoró de la mujer no bien la vio. Incluso ahora, casi treinta años después, recuerda con nitidez la imagen de Lucía Nietzsche en el espejo del ropero, el pelo colorado y la carita malvada y los ojos que ardían como si estuviera encandilada por la luz del aire.

Se paseaban por los fondos de la casa, que eran linde­ros con los fondos de la casa del Pájaro, de modo que podía ver a su madre tender la ropa mientras oía a la muchacha decir que nunca iba a creer que una madre fuera algo en lo que se pudiera pensar con decoro. Mi madre, por ejemplo, dijo Lucía Nietzsche-Forster, era loca y yo soy loca y todas las mujeres de mi familia eran locas, empezando por mi abuela Elizabeth. ¿O no es una propiedad de la lengua alemana volver locas a las mujeres y asesinos a los hombres? De noche, a ve­ces, le parecía oír la voz de su abuela, a la que nunca había conocido. Estaba allí, en el Paraguay; su abuela Elizabeth, leyendo una carta de su hermano. El odio es lo único que nos mantiene con vida. Quien carece de maldad no vive serenamente. ¿O no es así? Claro que es así. La piedad es un sentimiento abyecto. Mira mi padre: saca fotografías para capturar la realidad porque vive fuera de ella.

La historia del viaje y de la Asociación de Alemanes antinazis que los habían ayudado y la historia de Su abuelo Forster se la empezó a contar al Pájaro a los pocos días de conocerlo, sentada en un sillón de mimbre y revisando papeles, y entró por esa historia como podía haber entrado por cualquier otra.

De todos modos en ese tiempo ya estaba fascinada con las cartas escritas a Eva Perón encontradas en el bolso de lona, en el mueble empotrado de la bohardilla, y en especial con una (realmente extraordinaria) enviada por un tipo que estaba en la cárcel. Este hombre se lla­maba Aldo Reyes y trataba de construir el Santa Marta, buque escolta de la Escuadra Invencible, una fragata de tres arboladuras y doble puente que reprodujo en escala de 6 x 2 a partir de una lámina que encontró en una re­vista de náutica que había ido a parar vaya a saber cómo al baño de la cárcel. Tenía la intención de regalarle el barco a la Fundación Evita para que lo remataran y usaran el dinero para ayudar a los hijos de los presos y por eso se puso a escribirle la carta a Eva Perón.

El hombre contaba una historia de desdichas e injusti­cia, que Lucía le empezó a leer al Pájaro sentados en la galería que daba al patio. Reyes había matado a su mu­jer y a su hija menor y había enterrado los cuerpos en los fondos del club donde trabajaba de sereno. y jardine­ro y había sido condenado a prisión perpetua. La criatu­ra había tardado en morir, según Reyes, porque se le trabó el seguro del arma que había tapado con un trapo (el puño envuelto en un poncho) para no verle la cara a su hija y ahogar el ruido. Creí que estaba muerta pero sólo estaba herida. Y tuve que volver a entrar a las casas para rematarla, dijo Reyes, en el juicio, como quien ha­ce un descargo. Lo descubrieron casi dos años después en el Uruguay cuando trataba de vender un caballo roba­do.

“iEl azar, Señora, me trajo aquí! Llevo veinte años preso. En Caseros. Cuando entré tenía veintidós años recién cumplidos. Estuve primero en Ushuaia. Compartí el cuarto con Mateo Banks, que envenenó a sus seis her­manas en Trenque Lauquen para cobrar una herencia. He estado usando estos años en varias cosas. Leyendo Historia Argentina. Leyendo un poco de Filosofía. Construyendo la réplica del Santa Marta. Cuando uno (como yo) se encuentra encerrado, con el porvenir defi­nido de por vida, puede, creo, reflexionar, por fin, sobre el futuro y su sentido. Por ejemplo: Claudio Cuenca, un poeta, lo mataron en Caseros. Era médico del Ejército Federal (ya verá lo que es la suerte) y lo sorprendió una avanzada del Ejército Grande (una patrulla brasile­ña) cuando trataba de encontrar el sitio para vadear un cauce. Lo fusilaron (los mandingas) ahí nomás, al lado del arroyito, al gran poeta. No me interesan las novelas históricas, conozco la trama de la ficción y los rasgueos de la guitarra argentina. Cubrían con bolsas las patas de los caballos para andar en la noche como fantasmas: la caballería entrerriana. Soy un penado. Lleno de aflic­ciones. ¿Cómo decir? La rigurosa verdad. Cuenca escri­bía versos y los llevaba en un bolsillo secreto de su levi­ta. ¡Era unitario! iEl único poeta unitario que no se exilió! Y lo mataron los mismos que venían a libertarlo. De noche escribía sus versos; en la alta oscuridad. La luz perpetua de su cuarto servía para guiar a los contraban­distas que cruzaban el río. En la noche, una luz. Hay que saber mirar. Por mi parte sé mirar lo que vendrá, ver en la rutina idéntica de los días el devenir de la pa­tria. ¡Van a sembrar el terror! Le anuncio lo siguiente: ellos son despiadados (parientes bastardos del general Urquiza, hijos ilegítimos). Capaces de todo: bombar­dear, por ejemplo, un asilo de ancianos ¡si son peronis­tas los viejos! Hace falta, Señora, armar al paisanaje. En cada casa: un máuser. De locontrario nos van a fusilar en vado, contra la barranca, abajo del sauce, cerca del arroyito, en las aguadas. Son asesinos. Dentro de diga­mos veinticinco años seguirán corriendo ríos de sangre en este país. Cualquiera que se dedique a reflexionar puede ver, sin duda, lo que se viene. ¡Crímenes y críme­nes y crímenes! Los días aquí son todos iguales (en Ca­seros). No construimos el mundo a partir de la experien­cia, las penas no enseñan nada. Lo que hemos aprendido del pasado, Señora, es conocimiento sólo porque el futu­ro confirma que era verdad. iNunca trate de vender un caballo robado en el departamento de Durazno, de la República Oriental del Uruguay porque si lo agarran le aplican cien años de rigurosa cárcel! La experiencia tie­ne una estructura compleja, opuesta en todo a la posible forma de la verdad. iNo se aprende nada de la experien­cia! Sólo se puede conocer lo que aún no se ha vivido.”

Lucía me leía esa carta (cuenta el Pájaro) porque veía en ese criminal encerrado en esa celda al verdadero here­dero de la filosofía (el verdadero heredero y represen­tante del espíritu filosófico de su tío abuelo). El Penado que le escribe a la Señora que ya se ha muerto sin que él lo sepa (en la cárcel todo se conoce tres días después) es una encarnación actual de lo que hoy debe ser considerado un filósofo: el asesino de su mujer y de su hija, ladrón de caballos, que reproduce con paciencia infini­ta una fragata española sobre la mesa de chapa de su celda en Caseros, provincia de Buenos Aires. y que escri­be en esas cartas algunas cosas que Lucía quería que yo comparara con una carta (inédita) de su tío abuelo, una carta escrita por Nietzsche a su hermana Elizabeth y enviada a Asunción del Paraguay en esa fatídica semana de enero de 1889, desde Turín, en la pensión de la Piaz­za Carlo Alberto cuando sufrió lo que se llamó un colap­so nervioso, escrita después del ataque y mientras espe­raba que llegara su fiel amigo Overbeck. La carta llegó tres meses tarde, cuando ya mi abuela convivía, como se sabe, con el loco en una casa que era también el Archivo Nietzsche y donde iban a permanecer juntos (el filósofo y su hermana) durante diez años. Y esta carta la recibió su cuñado el doctor Forster, que se quedó en el Para­guay para tratar de salvar su imperio y con él se quedó mi padre que tenía tres años y medio y a quien su ma­dre (Elizabeth Nietzsche) abandonó como si fuera un bastardo, un hijo suyo pero falso (como si una mujer pudiera tener un hijo ilegítimo) para volver con su her­mano y encerrarse con él en esa casa alemana.

“El futuro es el único enigma. Y allí se encierran to­dos los secretos de la filosofía: lo que llamamos la ver­dad tiene la forma de ese enigma. Leo el futuro como quien ve signos en la arena (las patas de las gaviotas) por­que soy el único que ha sido capaz de atravesar el desier­to. Soy un aristócrata polaco pur sang y en un bolsillo secreto de mi traje guardo algunas revelaciones que el mundo aún no está en condiciones de recibir. Seré fusi­lado por error en la primera batalla en que me digne in­tervenir. (yo soy un médico polaco). Apresado por una patrulla inglesa y fusilado en Waterloo. Yo, el gran poeta polaco (conde polaco y aristócrata polaco) al que nin­guna gota de sangre mala se le ha mezclado nunca y me­nos que nada sangre alemana. En el Paraguay vivió Vol­taire que es mi verdadera antítesis. Mi otro yo aristocrá­tico francés, el reverso de mí mismo. Pero cuando busco mi antítesis la encuentro siempre. a usted y a mi madre (a mi hermana Elizabeth y a mi madre). Creer que estoy emparentado con esa canaille sería una blasfemia contra mi divinidad. Con quien menos se está emparentado es con los propios parientes: estar emparentado con los propios parientes (de sangre) constituiría un signo de extrema vulgaridad.”

La carta era una especie de respuesta elíptica al libro del doctor Forster, Colonias alemanas en el territorio superior del Plata, con especial atención en Buenos Aires y el Paraguay, que se publicó en otoño de 1888 y que Nietzsche leyó en diciembre. En enero le escribe a su hermana (y no al doctor Forster) un comentario del li­bro ya en condiciones de extrema tensión, enterrado en su pieza de pensión en Turín, corrigiendo sus escritos y enviando cartas a los emperadores y reyes y gobernan­tes europeos para prevenirlos de la catástrofe que él había profetizado en su obra. A Lucía (contaba el Pája­ro) le interesaba sobre todo comparar la carta de Nietzs­che con la carta de Reyes, el asesino y ladrón de caba­llos. Y habíamos empezado a conversar sobre los ele­mentos que se repetían (con variantes) en las dos cartas cuando desde el fondo de la casa, desde el laboratorio de fotografías, en realidad, desde el cuarto iluminado con luz roja que daba a la calle la llamó su padre (el fo­tógrafo y retratista). Y Lucía se levantó y me hizo un gesto como para que no me impacientara y entró en la casa. y yo me quedé en la galería que daba al patio del fondo (y a los fondos de mi propia casa), bajo la lámpa­ra, en la noche, y los insectos atraídos por la luz se estre­llaban contra el foco, como si se ahogaran en un círculo de agua clara, y caían sobre la mesa y sobre los papeles y quise limpiar las hojas que Lucía había dejado ahí y me levanté para acomodarlas y las páginas que me había estado leyendo eran, en realidad, notas que ella misma había escrito con letra nítida. No había ninguna carta ahí, me dice el Pájaro. ¿No es extraordinario? Es extra­ordinario, dice el Pájaro y se larga a reír. Una lección. ¿No era una lección refinadísima? Esa mujer me enseñó todo lo que sé. Me enseñó a no confundir la realidad con la verdad, me enseñó a concebir la ficción y a distinguir sus matices. Me leyó cartas apócrifas o verdaderas y me contó historias, las historia que yo quería oír, todo un verano, hasta la noche, dice el Pájaro, en que otra vez estábamos sentados en ese mismo lugar, en la galería que daba al patio y los bichos se estrellaban contra la lámpara y ella me leía o me contaba alguna otra histo­ria de sí misma o de su tío abuelo o del doctor Forster, cuando el fotógrafo la llamó desde adentro y yo me quedé ahí, solo otra vez. Una situación simétrica. Una repetición exacta (en mi recuerdo). Lucía me hizo un gesto para que no me impacientara y entró en la casa, y yo me quedé en la galería que daba al patio del fondo (y a los fondos de mi propia casa) y de golpe escuché un ruido extraño, una especie de canto ¿no? que me lle­nó de alegría (yo tenía diecisiete años) y me asomé a la ventana y por una rarísima combinación de ángulos y de perspectivas vi la luna del espejo del ropero que reflejaba la luz del laboratorio, como un brillo de agua en la oscu­ridad, y en medio del círculo, al fondo, se veía a Lucía abrazada y besándose, en fin, con el que ella me había dicho que era su padre. Y desde la mujer subía una espe­cie de quejido, en otra lengua, un murmullo, como un canto, una música alemana, se podría decir, que resalta­ba más al aire dócil del cuerpo, recortado y bellísimo, en la claridad del espejo. Como si lo viera a través de una lente pulida hasta la transparencia, un objeto de cristal, invisible de tan puro, parecido al que puede usar un na­rrador cuando quiere fijar en el recuerdo un detalle y detiene por un instante el fluir de la vida para apresar en ese instante fugaz, toda la verdad.

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