LARRE BORGES, Ana Inés y BAJTER, Ignacio. “En el origen de un diario siempre hay una pérdida”. Diálogo inacabado con Ricardo Piglia. Revista de la Biblioteca Nacional, Montevideo, Época 3 Año 3 NO 4-5, 2011
En agosto de 2010, cuando empezábamos a preparar esta revista, Ricardo Piglia vino a Montevideo para dar la conferencia inaugural del Festival Eñe en su primera edición americana. En dos tardes generosas, en el café de una librería de la Ciudad Vieja, tuvimos este diálogo sobre las escrituras autobiográficas, diarios y autoficciones, que Piglia ha practicado como escritor de un modo pionero y destacado, formas sobre las que también ha reflexionado. Varios meses después –en enero de 2011– comenzaron a publicarse en dos suplementos culturales, de uno y otro lado del Atlántico, “Notas en un diario”, series salidas del diario que Ricardo Piglia lleva desde su adolescencia.
—La propuesta es hablar de algunas formas de escrituras del yo que has practicado y que hoy parecen ocupar el centro de la escena. La Revista Ñ, que da nombre a este festival que te trajo a Montevideo, tiene una sección fija que es un diario de escritor. En cada número publica un diario a pedido. Alain Girard, un teórico del género, habla de la posibilidad de un encuentro no ya con la obra de un escritor “sino con el limo de donde salió”. ¿Cómo se explica esa avidez por la lectura de diarios de escritores y esa tendencia a mostrar instantáneamente los diarios que antes eran secretos?
—Habría que hacer una distinción entre lo que uno puede imaginar que justifica el diario para quien lo escribe, y qué lo justifica para quien lo lee, ¿no? Por qué se leen los diarios es una pregunta distinta a por qué se escriben. No necesaria- mente quien escribe un diario quiere mostrar ese limo del que surgirían los textos. Tampoco escribe necesariamente porque quiere mostrar elementos de su vida que considera más interesantes que la vida de quienes no escriben diarios. En un punto, la distinción entre las razones para escribir o leer diarios es meramente formal, pero es importante. Por un lado existe una tradición de la escritura de diarios, y cabría preguntarse qué sucede con eso ahora. En esa tradición el sujeto al cual se refiere lo que se escribe es un sujeto que se muestra, y eso ha encontrado un espacio de expansión, no sabría decir por qué. Uno tiene ciertas hipótesis... Quizá sea la propia expansión de los medios actuales, que permite una relación inmediata con la escritura. O tal vez tenga que ver con la cuestión de que cada uno imagina que su vida merece estar en algún escenario determinado, o tal vez porque su vida es lo que la gente tiene a mano cuando se pone a escribir, ¿no?
—¿Es posible que esta atención a las escrituras privadas se relacione con un estado actual de la cultura? ¿Que frente a las proclamas del fin de las ideologías, del arte, de la historia, el impulso sea el de refugiarse en lo íntimo y subjetivo?
—Es una hipótesis. Tratar de ver si, con un diario, uno puede encontrar un lugar de apoyo en medio de una situación fluida y de difícil percepción. Después hay que ver por qué hay interés en los diarios. Un interés, que no quisiera llamar excesivo ni perverso, es ver si alguien cuenta cosas que pueden ser sorprenden- tes o atractivas. Muchos están haciendo eso, contando historias estrafalarias de sí mismos. Por qué hay tanto interés en esto que se llama escrituras íntimas es una historia que habría que pensar. Yo no tengo una respuesta inmediata. Se podría tomar esta idea de que cuanta más despersonalización social, más interés habrá en captar elementos de las vidas interiores. En relación con la situación actual, de circulación generalizada, veo que eso va acompañado con lo que llamaría el “relato que aspira a ser interpretado”. Pareciera que se está esperando que alguien diga algo sobre lo que se está haciendo, dándole una interpretación inmediata. Lo veía en Estados Unidos, con la serie Lost: aparecía un capítulo y todo el mundo lo interpretaba, y cuando ibas a ver el segundo, ya tenías una especie de información, de hipótesis y análisis. Me da la sensación de que hay una demanda de sentido, de interpretación, que tiene que ver con el movimiento actual de los medios, donde uno publica algo y en el blog de inmediato empieza la interpretación. No son textos que se lean en sí mismos, que estén allí solos.
—Dedicamos la revista a dos formas de escritura que has practicado –diario y autoficción–, incluso también la del diario como autoficción. ¿Cuál es, más allá de lo evidente, la diferencia entre ambas?
—Tengo la impresión de que la autoficción está ligada a una intención de que el relato sea leído como real y verdadero. El diario sería un pacto que parte de eso. Estás leyendo algo que debés aceptar como que realmente sucede, que le sucede a un sujeto. Me parece que la autoficción se ha convertido también en una suerte de género, sobre la base de una tendencia a borrar la ficcionalidad de la narrativa. Es algo que está muy presente ahora y que hace que el relato tienda a parecer un documento, algo conectado con una realidad. Puede ser la realidad de un individuo o de una experiencia que alguien vivió y de la que es responsable. Entonces, un punto que comparten el diario y la autoficción es cierta posición respecto a la ficción, una relación de distancia respecto a lo que podríamos considerar la ficción como tal.
—Y ¿cómo juega eso en tu literatura? Recordaba algo que habías dicho en cuanto a que la verdad está en la ficción.
—Tiendo a ver la operación de la ficción como un modo de tematizar algo
que habitualmente no se tematiza, que es la relación verdad-ficción. Uno de los campos que la literatura tiene como propio, Onetti es un ejemplo clarísimo, es que juega todo el tiempo a encontrar el punto de cruce. Eso no quiere decir que la literatura sea escéptica como tal, sencillamente es una práctica que juega muchísimo con ese mecanismo, mientras que en los otros ámbitos sociales, uno acepta. Yo acepto que hay una revista de la Biblioteca Nacional, y que la biblioteca efectivamente existe. No puedo pensar que se trata de una ficción. Partimos de un acuerdo. Es muy difícil vivir socialmente sin que ese acuerdo implícito funcione. Es como si la literatura se ocupara de hacernos pensar sobre qué pasaría si no funciona, cómo es si no funciona y qué tipo de efectos tiene. En la experiencia cotidiana, en las relaciones sentimentales, de trabajo, hay un acuerdo, después uno en ese acuerdo muchas veces falsifica, pero no está bien visto que falsifique, ya lo sabemos, ¿no? Un punto importante de la literatura es justamente la capacidad de hacer de esto una cuestión, un tema. Yo veo en esto que se llama “autoficción” una manera de dar lugar a un sujeto que está escribiendo, frente al cual el lector tiene confianza, pues se supone que es el sujeto real el que está escribiendo el texto, o tiende a parecer así. No sabemos si es Sebald realmente quien se va de paseo y hace todas esas cosas que él dice, pero uno tiende a pensar que es el señor Sebald que sale por ahí.
—Al mismo tiempo, en la lectura, ocurre que ante un diario o una autobiografía el lector desconfía. Sospecha de las intenciones y la veracidad del autor como sospecha frente a un artículo periodístico o un libro de historia. Solo en la ficción acepta. Solo frente al discurso que nos dice que va a mentir, aceptamos sin cuestionamientos.
—Es cierto, es verdad, está muy bien eso. Quiere decir que la ficción sería un lugar donde no se pone en juego el hecho de que sea una ficción. Yo no sé si uno podría considerar que ese cuestionamiento, esa sospecha sobre las otras maneras, es algo que tiene hoy un espacio nuevo, es muy difícil percibirlo. ¿Será una actitud actual, para llamarla de algún modo?
—¿Un cambio histórico? Antes existía una mitificación de la letra impresa, a la que se le atribuía valor de verdad. Ahora se sospecha hasta de las biografías.
—Sí, demasiado.
—Alguna vez dijiste que se escribían las memorias no para expresar algo sino para ocultar algo...
—Bueno, sí, tantas palabras, escritas a lo largo de la vida, hacen desconfiar. En las vidas clandestinas el que habla pierde. En boca cerrada no entran moscas, ¿se dice también así en el Uruguay? En todo caso lo que uno considera sus secretos no son los secretos que los amigos –o los desconocidos o la policía– intentan descubrir.
—Pensando en los diarios y el tema de la verdad, ¿creés que el anotar día a día asegura una mayor sinceridad?
—Llevar un diario no quiere decir que uno no invente situaciones. En mi caso el diario no es un registro absolutamente fiel de todo lo que ha sucedido; tiende a serlo, pero está también cruzado por situaciones imaginadas a partir de hechos reales, por hipótesis, posibles situaciones o interpretaciones: de personas, de amigos, yo no diría que todo lo que está escrito ahí es tal cual sucedió. Cuando lo releo siempre tengo la misma sensación: cosas muy importantes no están ahí. Cosas que he vivido y recuerdo con mucha nitidez pero no anoté. No me di cuenta de que eran importantes como para escribirlas en ese momento. Y cuestiones que en el diario parecen importantísimas, momentos y situaciones que dramatizo, ya no me los acuerdo. Es difícil que haya una coincidencia, salvo en hechos históricos. El día que murió Perón, de eso me acuerdo. Cuando voy al diario encuentro elementos que no recordaba con claridad. Allí hay un punto de referencia. Pero en situaciones más fluidas el registro es un registro de los sentimientos, diría yo, de los sentimientos que uno tenía con relación a un hecho. Son los sentimientos los que nos llevan a escribir de tal manera, a registrar y olvidar en el momento ciertos datos. Qué registro de verdad tienen los sentimientos, esa es una pregunta que hay que hacer. Cuál es el punto donde un sentimiento puede ser adscripto a ese movimiento de indecisión sobre si es verdadero. Uno lo vive como verdadero, aunque después diga pero qué equivocado estaba.
—Ahora, la pregunta sería si eso mismo no pasa con nuestros recuerdos. También recordamos arbitrariamente. ¿El diario sustituye a los recuerdos?
—Las emociones registradas en el presente no siempre se recuerdan. Eso para mí tiene que ver con algo..., a ver si lo puedo expresar... Es difícil expresarlo sin escribirlo, sin narrarlo. Las pasiones verdaderas están siempre en presente, cuando uno las recuerda es porque no las tiene más. La intensidad de la pasión –amorosa, política– tiene que ver con una intensidad donde por un lado las consecuencias no importan mucho, uno no piensa en el futuro diciendo a ver qué va a pasar con esto, porque si no se queda quieto. Tampoco funcionan después, cuando uno trata de recordarlas, porque lo que recuerda son los hechos, y es muy difícil recordar la intensidad, ¿no? Todo esto busca acercar al mundo del diario esta cuestión de los sentimientos y las emociones, no solo los hechos. Los diarios son importantes porque nos hacen ver el cruce entre las emociones y la política, las emociones y la cultura, que muchas veces uno no percibe con claridad. Escribir un diario sería un tipo de trabajo con la emoción. En el origen de un diario siempre hay una pérdida, algo que se trata de entender o de restituir.
—¿Fue así en tu caso?
—En mi caso lo veo clarísimo. Cuando mi familia decide que nos tenemos que mudar a Mar del Plata y yo veo que la casa está desmantelada, siento que nos vamos a ir, que está la chica de La peste, y que la pierdo ¿no? Ahí empiezo a escribir el diario. No soy demasiado consciente de la relación, pero creo que ahí aparece algo que define. Hay un sentimiento y la escritura reacciona. Un mapa de los sentimientos en el sentido más incierto.
—Habrá que aclarar esa historia de “la chica de La peste” que una vez retiraste de una antigua entrevista, y que entonces también relacionabas con tu iniciación como lector.1 La repregunta formal es: Piglia, ¿recuerda la experiencia del primer libro que leyó?
—Ese fue el primer libro que leí con conciencia, digamos, literaria. Tengo muy clara la escena. Porque íbamos caminando por la calle y enfrente había un muro, y tengo esa imagen muy nítida porque entonces ella me hace la pregunta. Teníamos quince, dieciséis años. Yo cursaba el secundario y no estaba interesado mayormente en la cultura, jugaba al billar, qué sé yo, pero estaba esta chica que venía de una familia anarquista y era abanderada y tenía esa tradición cultural de los anarquistas. Íbamos caminando por esa calle cuando ella me preguntó qué estaba leyendo. Yo no estaba leyendo nada, pero recordé un libro que había visto expuesto en una librería y dije su título. Era La peste, de Camus. Pero entonces ella me lo pide prestado. Ese día lo compré, lo leí esa noche, lo arruiné un poco para que pareciese usado y se lo presté. Los libros importantes de mi vida están conectados con escenas, situaciones. Si uno recuerda la situación (dónde lo compró, dónde lo leyó), aunque no recuerde bien el contenido, quiere decir que ese libro fue muy importante, no en general sino para uno. El recuerdo de los libros está acompañado de la situación en que fueron leídos.
—Decías, creo recordar, que en esa escena está concentrado lo que vendría después. El libro que leíste y no leíste, la falsa erudición que atraviesa tu obra.
—Sí.
—Ahora, sabiendo que es ahí cuando empezás a escribir el diario, ¿hasta dónde el diario no es un ejercicio para entender a las mujeres? ¿O “las mujeres eran el pretexto”, como se lee en el relato que dedicaste a Pavese?
—No había pensado en eso, es muy buena idea, de hecho en los cuadernos cito mucho más a las mujeres que a los hombres, piensan más rápido y con más precisión y siempre me sorprende lo que dicen. Así que un diario podría ser visto como una experiencia destinada a comprender el lenguaje privado y los modos de ser del otro sexo. Pavese, en este asunto, sería el maestro, aunque no aprendió nada, claro (a veces conviene dejar de escribir).
—Idea Vilariño pasó sus diarios, y saberlo problematiza la lectura. ¿Corregir el diario es traicionarlo?
—Es difícil corregir. Lo único que se puede hacer es cortarlos un poco. ¿Cómo quedó el de Idea? Ella es muy extraordinaria. Yo estoy pensando en pasarlo a máquina, desde hace mucho tiempo. Lo he intentado varias veces, pero tengo principios difíciles. Sé que lo he intentado, porque me encuentro con las páginas escritas a máquina, pero no he avanzado. Debería encerrarme seis meses, porque no se lo puedo dar a otro, la letra es todo un problema. Entonces eso de transcribirlo es una experiencia extrañísima.
—Entonces estás pensando publicarlo.
—Sí. Me gustaría mucho.
—Has dicho que a veces tomás notas, ¿por qué esas notas no se pasan al diario? ¿Cuál es el límite de la escritura que entra en el diario?
—Ah, entra todo. Muchas veces un diario acompaña la escritura de un libro. Hay notas que están hechas porque en ese momento estaba trabajando en un rela- to, y aparecen fragmentos de cuentos o diálogos, o situaciones ligadas, podríamos llamar a eso “notas”. Notas de trabajo. También hay notas que no son notas de lec- tura sino anotaciones que hacemos para tratar de sintetizar algo. Habitualmente el libro produce algo que me parece es parte de este ámbito del diario y no de un ámbito distinto de reflexión. Después hay otra situación, y es que cuando termino los cuadernos, muchas veces quedan cartas o cuentas o números de teléfono que fui guardando o anotando en el cuaderno que está todo el tiempo sobre la mesa. El diario en ese sentido es una especie de archivo raro, como un corte geológico de lo que estaba sucediendo en ese momento. Ahí también aparecen notas de lectura, las notas que uno toma cuando está escribiendo y que yo siempre pienso que es mejor guardarlas en el diario para no perderlas. El diario es como un cajón, un lugar donde se guardan algunas cosas.
—En Prisión perpetua se dice que todos tus libros fueron escritos para justificar la lectura de esos cuadernos.
—Sí, bueno, en un sentido puede entenderse de ese modo. Uno empieza a escribir un diario, uno nunca es nadie, pero menos en ese momento, cuando está escribiendo ese diario. Entonces se puede imaginar a un escritor que publica libros para que por fin tenga sentido que alguien lea su diario. Esa es un poco la vuelta que yo le daba al asunto. Algo de eso hay. Hoy leemos el diario de Idea porque es el diario de Idea Vilariño. Por ahí hay mujeres extraordinarias que han escrito diarios, que son anónimas y que, en general, se leen por motivos históricos.
—Anónima, la de Berlín.2
—Claro, por ejemplo.
—Que finalmente no era tan anónima. Blanchot dice sobre Kafka que la lectura del diario nos hace leer de otra manera la obra. Tú estabas proponiendo algo inverso, que la obra haga leer el diario como obra última. ¿Cuál es el lugar del diario?
—Es un lugar de mediación, aunque no me gusta la palabra mediación. Pero si es que hay un lugar de mediación, sería ése. El diario es un objeto hecho de esas dos experiencias, que son experiencias fuertes, lo que llamamos vida, que tiene muchas ramificaciones, y la literatura, que también las tiene. Las anécdotas que uno escribe, lo que piensa, los libros que uno escribe, eso es mucho, no solamente los li- bros que se leen. Y las experiencias, como tales, también están llenas de fracasos y de ilusiones, en fin, son lugares. En un sentido el diario es el lugar donde están registradas esas conexiones, el lugar del cruce.
—Alguna vez dijiste que se escribe porque en la vida no se puede corregir, y en la literatura sí. ¿El diario puede ser un atajo, una escritura que más directamente corrige la vida?
—Yo no tengo el recuerdo de haber sido alguien que concientemente corrige. Alguien que dice bueno, ahora voy a contar esto mejor de lo que fue. No tengo ese recuerdo y me parece equívoco, idiota, que uno escribiera un diario para mentir deliberadamente, pero es muy probable que lo haga. Habría que verificar situaciones que he vivido con alguien más. Les voy a hacer una confesión: en mis diarios muchas veces hay presencias. He tenido varias convivencias de pareja que aparecen en el diario con intervenciones: “no fue así”, por ejemplo.
—¡Parece Ada o el ardor!
—Claro. Yo nunca escondía los cuadernos. Decía mirá, te voy a pedir que no los leas. Esconder me parecía horrible y además lo que se esconde se encuentra. Bajo llave nunca. También mis amigas eran capaces de abrirlo con lo que fuera, ¡de romperlo con un martillo!
—¿Pero no es un poco sádico poner por allí un diario y decir “no lo leas”?
—Bueno, yo no decía tengo un diario. Sino que se sabe que llevo un diario; y yo decía, sobre los diarios y los borradores: es mejor que dejes que esto sea un mundo cerrado, yo te voy a mostrar las cosas que me parece que hay que mostrar. Pero a veces, en situaciones de conflicto... Ahí es muy interesante ver las intervenciones sobre la verdad, básicamente. En el sentido “no es así”. A veces en el momento no me daba cuenta de que alguien había escrito algo en el diario, y encontraba eso después. Hay una que dice: “No fue así, ni fue”.
—Al parecer, Tolstói, por ese motivo, llevaba tres diarios: uno en público, otro para que la mujer lo encontrase y otro que guardaba en la bota, y era el verdadero.
—El que es muy bueno es el diario de la mujer de Tolstói. Está editado en francés, no sé si hay versión en español, yo lo leí en francés.3
—Los de Tolstói decepcionan un poco. Uno va a buscar qué puso el famoso día en que quiso liberar a los siervos y los siervos no quieren...
—Piensan que se volvió loco... sí, qué genial.
—Pero el diario resulta un poco frustrante. Solo dice: fui a hablar con los siervos, no quisieron. Punto, nada más.4
—Bueno, ahí hay otro problema que tiene el diario. Es un problema que también tiene la literatura, pero la literatura lo resuelve. Lo que vos sabés, ¿lo escribís? Si lo hacés, parecés un poco ridículo: “¡hoy liberé a los siervos!”, “hoy es un día histórico”. No podés hablar como un político. Tampoco los acontecimientos que para uno son importantes se pueden contar desde afuera, como lo haríamos en un relato. Ese es el punto hermético de un diario: hay un momento en que la carga que tiene para el que lo escribe es difícil de transmitir. Si no, uno se pone en un estilo que no se puede asumir, ¿viste las obras malas de teatro donde aparece un personaje y avisa “nosotros somos soldados de la guerra de los 30 años”? “Nosotros acá, que estamos en Montevideo.” Si uno ya sabe que está en Montevideo. Entonces, en un momento a mí se me había ocurrido hacer series. Supongamos, ordenar la serie de encuentros con amigos, la cantidad de veces que se registra eso, hacer ver la repetición. Es algo que tiene que ver con la manera de cómo se lee un diario y que está un poco en “Encuentro en Saint-Nazaire”.
—¿Es el diario, en tu caso, un modelo de “máquina de narrar”?
—Sí, claro, retrospectivamente siempre ha funcionado así, no es que en el momento que lo escribía lo haya imaginado de esa manera, pero un diario es un lugar donde todo parece susceptible de ser narrado.
—Hablabas de clasificar los diarios para su edición.
—Sí, y ahí uno vería, entonces, que la vida es una continuidad de repeticiones de pequeños acontecimientos. Por ejemplo, las veces que estuve en Montevideo, poner eso en relación, el paso del tiempo. Poner al final un sistema de clasificación que le permitiera al lector hacer ese recorrido. Hacerlo como el libro de Georges Perec,5 con un índice que dijera, supongamos, “bares”. Sería el modo de hacer ver algo que va más allá de la vida personal.
—Sería un diario atípico.
—Claro. En un momento pensé hacer capítulos, o series o momentos, que siguieran cuestiones. En un sentido le daré a los diarios un toque de repetición un poco ficcional. Por ahí hay una serie de situaciones que se repiten, en fin, eso me gusta mucho. Se trata de pensar formas de diarios que no solamente respondan al orden de los días, ¿no?
—Parecería que la datación constriñe y ata la escritura del diario. ¿Cuáles son las posibilidades que vos le ves cuando decís que te interesa como forma?
—Cualquier diario es muy aburrido si está puesto ahí tal cual, por eso creo que tiene que ser editado. Me interesa por el lado del fragmento y la brevedad como experiencia de la forma. Eso y la idea de una combinación muy fluida, no deliberada. Lo importante es que uno no dice: voy a escribir sobre esto. Y también me gusta la idea de que es capaz de incorporar registros múltiples de la escritura. La literatura tiende a poner al sujeto en un estilo, en una fórmula, mientras que los diarios no. Pongamos el caso de Macedonio: he visto los archivos, sus cuadernos. Tiene reflexiones sobre Kant seguidas de cómo hacer gimnasia, cómo hacer la sopa, ¿no? Una relación, digamos, entre el cuidado del cuerpo, la dieta y la filosofía que se dan juntos. Porque para él seguramente eso se daba junto.
—Hablamos de la relación diario-vida, pero la relación diario-muerte parece ahora borrada con lo que estamos hablando del diario como forma. ¿El diario ha dejado de ser un testamento?
—Me seduce mucho pensar el género póstumo. ¿Qué textos deliberadamente se piensa que pueden ser póstumos? Hay muchos escritores que trabajaron con esa idea, Macedonio es uno. Cuando estaba escribiendo el relato “Un pez en el hielo”, sobre Pavese, en La invasión, me di cuenta de algo espeluznante, que Pavese escribe “Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”, que para mí era como el modo, y pasa una semana hasta que se mata, algo terrible.
—También es poco una semana. ¿Te parece mucho?
—Se mató ahí, eso pensé. Puso eso y se mató, ¿qué más iba a hacer?
—El fin del diario como la muerte.
—Yo pensaba, ¿qué pasó en esa semana? Bueno, traté de reconstruirlo... Pavese estaba solo en Turín en verano, se encontró con una amiga. Ella es quien lo cuenta en un testimonio. Ese verano como de posescritura, porque desde el punto de vista de la vida no tenía mucha importancia esa frase. Ahí empecé a pensar una idea que, como todas las hipótesis éstas, es ficcional y delirante. Pensé: los que no dejan de escribir el diario no se suicidan. Pensé en Kafka, a quien jamás se le ocurría dejar de escribir, aunque siempre pensaba en que se iba a matar. Nunca dejó de escribir y nunca se mató. Ahí pensé que el que dice “esta es la última palabra de mi diario”, se suicida. Hay una relación entre escritura y muerte en ese punto. También la hipótesis es divertida, pensar que el ejemplo de Pavese, tan importante para muchos de nosotros, es el de alguien que cuando terminó de escribir su diario, cuando lo dio por terminado –y el gesto, desde luego, refería al suicidio–, después que escribió la última línea, le puso una tapa, le hizo una portada, un título, “El oficio de vivir”, y lo cerró en la fecha de muerte. Kafka, en cambio, que dice: esta vida es insoportable, no se puede vivir así, siguió escribiendo hasta el final. Yo no puedo tampoco sacar una conclusión, sencillamente pongo la anécdota para pensar, ¿no? ¿Quiénes han terminado el diario el día que se mataron?, ¿qué pasó con los suicidas, por ejemplo con Alejandra Pizarnik, con la gente que se ha matado escribiendo diarios? Yo no me refiero tanto a la muerte sino a la decisión de matarse. La idea de una escritura que pasa de un registro a otro.
—¿El diario es la experiencia más pura del escritor como lector? Lo has dicho por el caso de Gombrowicz. ¿Un diarista escribe para después leerse?
—Uno se lee a sí mismo, lee su propia prosa y su propia vida y sus lecturas, sí...
—Así como se dice que la gente empieza a soñar para el psicoanalista, ¿se empieza a vivir para escribirlo?
—Sí, sí... en un momento dado el diario empieza a ser mucho más deliberado. Yo empiezo a filtrar, no por un problema de censura, sino para lograr que aquellos elementos que voy a escribir tengan un grado de intensidad. Intento siempre que no sean largas las entradas, es una especie de criterio que tengo. Entonces también tienen que ser ciertos elementos los
que permitan la condensación.
—Y si lo publicases, eso incidiría en el diario que vas a seguir escribiendo.
—¿Saben lo que me gustaría hacer? Publicar el diario con el nombre de Emilio Renzi. Es decir, publicar el diario de Renzi.
—¿No lo hizo ya Stendhal?
—Admiro muchísimo la Vida de Henry Brulard. No me molestaría tener ese antecedente, pero él usa su nombre ¿no?
—Bueno, claro, Stendhal usa su nombre verdadero, Henry Brulard, se- ría un caso inverso pero análogo al de Renzi.
—A mí lo que me gusta es la idea de darle toda mi vida a un persona- je de ficción. Y sería exactamente mi vida, yo no cambiaría nada.
—Eso es un testamento.
—Es lo que me gustaría. Publicarlo bajo la autoría de Renzi me sacaría ese gesto un poco, no sé... de publicar el diario en vida. Pensé qué efecto produciría eso y encontré que era una manera de que se juntara con la obra sin traicionar al diario.
—Crearías un estatuto singular que tampoco es exactamente el diario como autoficción, como ocurre por ejemplo con Levrero en La novela luminosa. Aunque posiblemente él realmente llevó un diario, y es el gesto de la publicación como obra lo que es decisivo.
—Yo estoy escribiendo unos cuen- tos ahora, y tengo ganas de poner como cuento el diario de mi viaje a China. Porque no me parece que tenga sentido ponerlo en el diario. Fue un viaje tan extraño para mí, estaba muy solo siempre, no hablaba chino... Ahí uno puede tomar fragmentos y usarlos, eso es bastante vulgar. Pero acá lo que estamos discutiendo es cómo se hace con el diario cuando se lo está escribiendo, cuando se pasa del diario escrito automáticamente a un editing del propio autor, y luego aparece la cuestión de la atribución, posible o no.
—Tiene que ver con para quién se escribe el diario, ¿no? Gombrowicz lo pone en el suyo: “Escribo este diario con desgana. ¿Para quién escribo? –dice–. Si es para mí mismo, ¿por qué lo mando a la imprenta? Y si es para el lector, ¿por qué hago como si hablara conmigo mismo? ¿Hablas contigo mismo de tal manera que te oigan los demás?”.6
—Él encontró una solución notable con ese diario, lo que hizo fue escribir lo que quería escribir pero darle una forma de diario. Le permitió mantener una forma personal con momentos que son formato puro de un diario, pero otros son parte de otras formas, como crónicas que pudo haber escrito para los periódicos, y es siempre Gombrowicz, desde luego.
—Son cada vez más significativas las primeras líneas. “Lunes: Yo. Martes: Yo. Miércoles: Yo.” Fuera de las relaciones con la lengua que analizaste en algún momento...
—¡Esa es la conferencia que voy a leer dentro de un rato!7
—En algún momento los narradores aspiraban escribir la novela total, ahora pa- rece que naturalmente van hacia los diarios y la autoficción.
—Siempre es difícil detectar lo que está pasando en una literatura, por qué está pasando. Uno se mueve con criterios intuitivos, en el sentido de que también puede haber líneas que nosotros todavía no percibimos y que sin embargo son tan dominantes como esa, pero esa nos parece que está más presente, lo que se llama autoficción.
—¿Te parece que en principio la autoficción no ha sido hasta ahora una gran tradición en Hispanoamérica, o quizá ha sido simplemente que no la veíamos, no la detectábamos como tal?
—Hay algo de eso, desde luego. Está en Borges, ¿no?, en los momentos iniciales de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. Borges está con Bioy Casares y lo que se construye a partir del diálogo que sostienen es una especie de mundo. Y está en Felisberto, en una situación en la cual el mundo se construye a partir de la percepción de quien narra, como el descubrimiento de algo. En un punto esto está conectado con cierta lógica de la literatura fantástica en el Río de la Plata. Construir una realidad que tiene una entidad propia y está justificada por el hecho de que quien cuenta la historia la ha vivido, aunque sea una historia absolutamente fantástica, inesperada. Habría que decir que la autoficción no sería igual en todos lados, sino que se localiza según las tradiciones en las que funciona.
—Sería una forma bastante distinta de otros autores hispanoamericanos que son adscriptos a la autoficción, como por ejemplo Pedro Juan Gutiérrez y Fernando Vallejo, que se asumen como personajes.
—En sus casos está ligado a un tono. En Vallejo es un personaje enojado. Estuve por ir a verlo, tenemos amigos en común en México, pero preferí no ir porque si voy y él está puesto en esa escena me voy a pelear con él y no quiero. Me cae simpático, alguien que por lo menos se queja y protesta, aunque proteste contra cosas ridículas, a mi modo de ver.
—Vallejo dijo que no conocía a Thomas Bernhard.
—Miente. Y es una prueba de que lo ha leído, porque ese es el tono de Bernhard.
—¿De dónde creés que lo sacó Bernhard?
—Un poco de Faulkner, como el “dice”, “dijo”... ¿no? Y de Céline, esa cosa negra. La idea de que el sujeto que escribe, que narra, es el centro de la historia. Y el tono te lleva a ver el mundo de determinada manera, ¿no? Es muy fácil escribir eso: este té horrible que seguramente tiene que ver con alguno que asesinó para hacerse de una compañía de té, y este lugar en Montevideo, qué espantoso Montevideo, y a quién se le ocurre venir aquí, hace mucho frío, fui a Montevideo y me enfermé... Con eso podés escribir una novela sin parar. Uno los admira porque sostienen eso. También es verdad que hay una fascinación de la cultura moderna por quienes putean, siempre hay alguien que habla mal.
—Y ¿cómo te inscribirías tú dentro de la autoficción?
—El libro de autoficción, en mi caso, sería Prisión perpetua.
—¿Y Nombre falso? ¿No funciona como un inicio, de la autoficción y la “trama paranoica”?
—Sí, también. En el texto que se llama “Nombre falso”, en Prisión perpetua y en algunos otros, la adscripción estaría en que el que narra soy yo. Digamos que trato de que el lector piense que soy yo mismo. Ese es un punto de partida de la autoficción. Uno debe aceptar que quien está contando esas historias es el mismo sujeto que las ha vivido. Pero está bien establecer una diferencia con la autobiografía, porque luego de esa construcción donde el sujeto está contando una experiencia propia, lo que sigue, por ejemplo en “Tlön...”, no es su propia vida sino la existencia de mundos alternativos. Es autoficción porque no es autobiografía. Se trata de un mundo imaginario aunque aparezca como real.
—En tu caso, personajes como Steve Ratliff, tu propio viaje a Saint-Nazaire..., la ambigüedad es fuerte.
—Es el punto, creo; construir un tipo de relato que se apoye en una experiencia personal y que esa experiencia garantice la verdad de lo que se va a leer, más allá de para dónde vaya ese relato, más allá de los encuentros azarosos. Creo que es un camino importante en la narrativa actual, en relación con esa cierta, no quiero decir crisis, sino desagrado respecto a la ficción como tal. Me gustó mucho lo que dijiste ayer, que la ficción es lo único que no se discute, me pareció muy inteligente... De los otros relatos se puede decir: ¿será verdad?
—Al incorporar el nombre propio del narrador, creo, se genera la mayor ambigüedad. Borges lo hizo, y Onetti, en La vida breve, se asomó describiéndose a sí mismo. “Nombre falso” lleva ese recurso al extremo.
—Yo jugaba... Digamos que la novedad que tiene ese texto, aunque nunca hay novedad, pero si hubiese una, está en la elección de Roberto Arlt. Borges ha trabajado construyendo experiencias personales, autobiográficas con relación a un escritor imaginario como Pierre Menard, lo que yo hice ahí fue una inversión, escribir a partir de un escritor real, Arlt. No construir una imagen o un relato sobre un escritor imaginario, sino lo que me parece que produce un efecto es que estoy escribiendo sobre un escritor que todos conocemos y que no es Herbert Quain o tantos escritores imaginarios que hay en la historia.
—Sobre ese protagonismo de escritores, ¿creés que la autoficción corre paralela a la tendencia a hacer literatura sobre la literatura?
—Sí. Y en los cuentos que estoy escribiendo ahora siempre hay algo de eso. Me interesa el mundo donde los personajes son escritores o críticos, como me interesa el mundo donde los personajes son criminales. Uno siempre define a los personajes por lo que hacen, y el personaje con su oficio te da un mundo a partir del cual podés construir la historia. Los escritores tienen un mundo que uno conoce espontáneamente, y pueden ser naturalmente un tema.
—Aparentemente, como llevan una vida quieta, no parecen proveer un interés previo. Y sin embargo ejercen cierta fascinación.
—También son personajes en la medida que imaginan mundos. Están ligados a ciertos personajes siempre muy intrigantes: inventores o falsificadores, tipos que hacen algo con la realidad y la construyen. Y tienen una cualidad de espejo respecto a lo que se está leyendo, me parece. Ahora, creo que si se termina de constituir ese universo, si se vuelve absolutamente hegemónico como tendencia, va a ser difícil seguir.
—El gran modelo de Bolaño es ese: tomar poetas, críticos, narradores, como si se hubieran acabado, y desde allí escribir sus ficciones.
—Bolaño es un ejemplo que admiro, también a Vila-Matas. Nos han ayudado a todos a crear con eso un espacio, algo que antes se lo agradecíamos a Borges, o a Onetti. No debemos olvidar que la gran metaficción y autoficción es La vida breve, ¿no? Un tipo que inventa un mundo y va a vivir ahí...
—Justo, en esa novela Onetti ingresa en una escena al oficinista Onetti, un personaje al pasar...
—Es extraordinario. Y es mucho más extraordinario que de esa novela salgan después los relatos que siguen, ¿no? Y, al mismo tiempo, es una cosa muy psicótica si vos lo pensás desde el mundo real, porque lo que hace Onetti es lo que hacen los locos.
—Hoy dijiste que no había nada nuevo. Ya no recuerdo bien dónde lo leí, pero se hablaba de Proust y cómo el tiempo afecta la lectura. Porque el tiempo borra el original, y tal vez el mundo de Proust que nos admira sea el mundo del chisme de gran sociedad que él vivió. También la Divina Comedia está llena de claves personales que hemos perdido.
—Son textos que se podrían incorporar en esa tradición que llamamos autoficción. La Divina Comedia también, digamos, pero en el caso de Proust es muy claro el asunto. En el último tomo se desprende de todo ese mundo social, como el personaje de Onetti en La vida breve, y decide que el sentido no está en la figuración social, ese mundo de condesas y demás, sino en escribir la novela que uno ha leído. Es un ejercicio, no visible, pero clarísimo, él en definitiva dice que todo lo que contó hasta ahí era un mundo donde él se sentía perdido y en verdad todo eso le sirvió para escribir la novela que uno lee.
—Desde que empezamos a hacer este número de la revista no hallamos cosa en qué poner los ojos que no fuera autoficción. Puede ser un efecto óptico, pero parece estar en todos lados. Y en otros lenguajes, como el cine, por ejemplo, en el documental autobiográfico.
—He hablado con Andrés di Tella, que lo hace muy bien. Ahí podríamos encontrar –es un punto, no una solución– una explicación en cierta declinación de la ficción, me parece. Tampoco podría explicar el motivo de por qué está sucediendo. Por lo general lo que dicen los libreros es que los lectores quieren que se les cuente historias verdaderas.
—Los escritores también quieren historias verdaderas.
—Sí, claro, me parece que uno también lo hace y va y viene, pero la cuestión es escribir un género donde ese universo verdadero esté garantizado por una especie de acuerdo mínimo.
—Lo verdadero, o lo falso, ¿también tiene que ver con la forma de la obra, porque la obra de ficción parecía exigir una forma que ahora se disgrega?
—En eso estoy totalmente de acuerdo. Bah, digo, me parece que es un paso, al cuestionar la idea muy establecida de lo que era una novela, estas formas recuperaron tradiciones que ya existían. No se inventa nada nuevo, en un punto estamos en Robinson Crusoe.
—Recordaba ahora una cita curiosa de Virginia Woolf que se queja de que se escriben muchos diarios, y dice que falta quizá la paciencia y el trabajo para hacer una obra. Es raro que lo diga Virginia Woolf, de quien lo que más leemos ahora son los diarios. ¿Realmente no importa la forma, o en lo inacabado se esconde otra exigencia?
—Los textos que tendemos a valorar dentro de la autoficción son aquellos que han intentado crear una forma, trabajar con una forma, ver si se podía desarrollar una for- ma narrativa en la que pudieran entrar más cosas de las que habitualmente entran en un relato de ficción. Es cierto que esa tendencia a salirse de la ficción, incluso a salirse del arte, tiene como primera consecuencia la idea de la crítica al estilo, en el sentido de que el estilo no importa, que la cuestión es la sinceridad del sujeto, la capacidad del sujeto de establecer una conexión. Y se prescinde de la forma entendida como cierre, como la entendimos desde siempre –el problema de la forma es siempre cómo cierra una historia, cómo termina–. Estos son textos en marcha, que no se plantean este problema. Entonces: crisis de la ficción, pérdida de la noción superyoica del estilo como la aspiración a la que tiene que tender un escritor, y el tercero sería la percepción de que la forma, entendida como arte, no es tan importante. Y eso supone que como la vida no tiene forma, es la vida. Pero yo rescato la respuesta de Hitchcock, que decía: a mí no me interesa une tranche de vie (un pedazo de vida), a mí me gusta más un pedazo de torta. Es la respuesta del formalista, ¿no? Podría ser la respuesta de Borges. En el sentido de denme algo que esté bien hecho, no algo que se parezca a lo que estoy viviendo todo el tiempo. Entonces ahí también la relación literatura-vida pasa por devolver esa noción que le da a la vida una forma, una armonía, eso que la vida no tiene. Por suerte ¿no?, porque en la vida nunca sabemos bien cuándo terminan las cosas, todo se da al mismo tiempo, no hay una unidad. Pero yo, como soy un arcaico y ya envejecí muchísimo, pienso sin embargo que ese es el sentido de la literatura: nos hace hacer la experiencia del final, la experiencia de la forma.
—Pavese, precisamente, habla mucho de eso, de la forma.
—Pavese encuentra una solución. Como muchos otros, Joyce, Mann, que encuentran la forma en el mito. Joyce elige ubicar los sucesos de Ulises en un solo día, o sea que la forma es externa. Y cuanto más sencilla la forma, más complejo el libro, ¿no? No dijo la forma va a surgir del material, sino que hizo esa elección, frecuente en la literatura de los cincuenta. Un mito es un modo de darle forma a un material que se debe adaptar a esa forma. La tradición más firme de la literatura dice que el material tiene que decidir la forma que tiene, que no es el caso del diario, que tiene la forma de un día detrás del otro. Estamos en pleno pensamiento dialéctico.
—Y tú tendrías la actitud de un resistente de la forma, a pesar de usar el diario y varias maneras de la autoficción.
—A pesar de que he hecho y dicho esas cosas, la autoficción más clara mía, que es la historia de Ratliff, es toda una reflexión sobre qué es una forma. Rattlif habla de eso todo el tiempo.
(Aquí terminaba nuestro diálogo montevideano. Ante la publicación de Notas en un diario, contactamos a Piglia nuevamente. Teníamos al menos dos preguntas y jugamos un breve alargue.)
—Después de nuestro diálogo en Montevideo, con tantas alusiones a la posibilidad de publicar tus diarios, estos reporters se han visto sorprendidos y gratamente traicionados cuando empezaron a aparecer tus “Notas en un diario” en los suplementos Babelia en España y Ñ en Buenos Aires. No son los diarios del adolescente de La Plata, ni del escritor en ciernes, ni del intelectual que escribe en dictadura Respiración artificial. Ya salieron tres, se anuncia su publicación en libro. ¿Qué son? ¿Son diarios o son otro proyecto narrativo de Piglia? Uno de ellos menciona a Tolstói, ¿estás como el ruso escribiendo más de un diario al mismo tiempo? ¿Uno para publicar y otro paralelo?
—No, son los cuadernos de siempre. Y no los he dividido en partes o en temas, porque me gustó la mezcla. En Babelia, el suplemento del El País de Madrid, me ofrecieron publicar una columna y les propuse las “Notas en un diario”. Básica- mente porque es una forma flexible y permite la continuidad, y también porque no quiero que se piense que este diario es un misterio o que esconde un secreto. No hay secretos, en todo caso, pequeños encubrimientos o distracciones. Están escritos en el presente y situados en Princeton.
—A la luz de estos nuevos fragmentos recordamos unas palabras de Prisión perpetua: “Todo lo que soy está ahí pero no hay más que palabras”. Eso nos sugería la idea nada nueva de que la biografía del escritor es su obra, que todo lo que te pudimos preguntar sobre escrituras del yo estaba ya escrito. Pero también se nos planteaba otra pregunta: ¿Cómo recibís esa idea de una vida hecha de literatura?, ¿con alegría o resig- nación? Porque vemos en estos fragmentos –en las alusiones a Adorno, a Tolstoi– una actitud ambigua respecto a la literatura y el silencio. Te pedimos tal vez un balance de lo que es un destino literario.
—No me gusta nada la retórica del silencio como verdad del lenguaje que suele circular en los medios. En cambio Tolstói dejó de escribir por razones inversas: que- ría pasar a otra cosa, participar en la lucha social. Consideraba que la literatura era un medio demasiado cerrado en sí mismo. Desde luego siguió escribiendo, medio a escondidas, pero su postura de despojamiento fue muy heroica y está implícita en muchos escritores que han repetido su decisión, como Rodolfo Walsh, para poner un ejemplo argentino. Por mi parte nunca distinguí entre la literatura y la vida.
1. “La literatura y la vida”, entrevista de Ana Inés Larre Borges que se publicó en Brecha el 28 de julio de 1989. Recogida en Crítica y ficción, Buenos Aires: Siglo Veinte, 1990, pp. 185-197. Para frustración de la entrevistadora, Piglia solicitó retirar esa historia. Nunca volvió a ver a “la muchacha de La peste” que hoy es historiadora y vive en México.
Anónima: Una mujer en Berlín, Barcelona: Anagrama, 2010. Con introducción de Hans Magnus Enzensberger.
Al parecer sí existe una edición en español. Diarios (1862-1919) de Sofía Tolstói, Barcelona: Editorial Alba, 2010. Traducción, selección y notas de Fernando Otero Macías y José Ignacio López Fernández.
En la entrada del 4 de junio de 1856 escribe Tolstói: “Desayuné, dormí, comí, me di un baño en el Voronka, leí a Pushkin y fui a ver a los campesinos. No quieren la libertad”. Diarios (1847-1894), Barcelona: Acantilado, 2008, p. 151. Traducción de Selma Ancira.
Penser / Classer, de Georges Perec. París: Hachette, 1985. En traducción al español de Carlos Gardini: Pensar / Clasificar. Barcelona: Gedisa, 2001.
Witold Gombrowicz. Diario, 1. 1953-1956. Traducción de Bozena zaboklicka y Francesc Mira- vitlles. Madrid: Alianza Editorial, 1988, p. 69.
7. “El escritor como lector”, conferencia en el Centro Cultural de España de Montevideo. Festival Eñe, 4 de agosto de 2010.