TOGNONATO, Claudio. El sujeto en cuestión: Ricardo Piglia. Latinoamerica Nro 60, enero-abril, Roma, 1996, publicado en El Perseguidor - Revista de Letras, Año II Nro 3, Primavera-Verano, Buenos Aires, 1996
La historia de este reportaje o, mejor dicho, la historia de cómo este reportaje llegó a publicarse en El Perseguidor, podría reconstruirse como un relato del género que Ricardo Piglia llama “ficción paranoica”. El argumento de ese relato seria, en síntesis, el que sigue: un gran escritor, que además es un gran crítico, dicta un seminario en la universidad sobre otro gran escritor, que admite ser solamente un gran lector.
Un alumno de ese seminario, que quiere ser escritor y es fervoroso lector de ambos escritores, persigue al primero a lo largo de varias clases para hacerle unas preguntas acerca del segundo. Después de una aburrida sucesión de desencuentros, el profesor le da a leer al alumno, en lugar de la entrevista, un reportaje realizado por otro y en el que habla de otra cosa. Finalmente, el alumno descubre que esa “otra cosa” es en realidad la misma que él quería averiguar: la relación entre ficción y política.
En un plano menos “ficcional” de la realidad, se trata de la respuesta de Ricardo Piglia a un cuestionario de Claudio Tognonato, inédito en la Argentina, publicado en Roma en la revista Latinoamérica Nro 60, enero-abril, 1996.
-¿Cómo se refleja la crisis económica, la falta de paradigmas, el debilitamiento de las ideologías, es decir, cómo se refleja la sociedad en las letras?
—Me parece que la literatura actúa sobre un estado del lenguaje, que es de época. Quiero decir que para un escritor lo social empieza en el lenguaje. En definitiva la crisis actual que ustedes describen tiene en el lenguaje uno de sus escenarios centrales. Personalmente me preocupa mucho más lo que está pasando con la manipulación de las palabras que lo que sucede con la llamada cultura de la imagen. Es ahí donde percibo la crisis social. Me parece dramático el modo en que se impone una lengua técnica, demagógica, publicitaria (y son sinónimos) porque todo lo que no está en esa jerga queda fuera de la razón y del entendimiento. Se ha establecido una norma lingüística que impide nombrar amplias zonas de la experiencia social y que deja fuera de la inteligibilidad la reconstrucción de la memoria colectiva. En The Retoric on Hitler’s Battle, escrito en 1941, el crítico Kenneth Burke ya hacía ver que la gramática del habla autoritaria conjuga los verbos en un presente despersonalizado que tiende a borrar el pasado y la historia. El estado tiene una política con el lenguaje (busca destruirlo, neutralizarlo, despolitizarlo) y también la economía de mercado actúa sobre las palabras (no sólo porque impone una lengua mundial y una jerga tecnocrática y un repertorio de metáforas que han invadido la vida cotidiana sino también porque los economistas buscan controlar tanto la circulación de las palabras como el flujo del dinero. Habría que estudiar la relación entre los trascendidos, las medias palabras, las filtraciones, los desmentidos, las versiones por un lado y las fluctuaciones de los valores en el mercado y en la bolsa por el otro. Hay una relación muy fuerte entre lenguaje y economía). En ese contexto escribimos y por lo tanto la literatura lo que hace (en realidad lo que ha hecho siempre) es descontextualizar, borrar la presencia persistente del presente y construir una contra realidad. Cada vez más los mejores libros actuales (los libros de Don De Lillo, de Joseph Brodsky, de Andrea Zanzotto o de Juan Gelman) parecen escritos en una lengua inventada. Paradójicamente la lengua privada de la literatura es el rastro más vivo del lenguaje social. Quiero decir que la literatura está siempre fuera de contexto y siempre es inactual; dice lo que no es, lo que ha sido borrado; trabaja con lo que está por venir. Funciona como el reverso puro de la lógica del estado y de la realpolitik.
—¿En qué medida el texto ha influido en el contexto? ¿Cuál es la posición del intelectual, cuál es su compromiso?
—La intervención política de un escritor se define en la confrontación con estos usos oficiales del lenguaje de los que hablaba antes. Los escritores han sido los primeros que han llamado la atención sobre este asunto. Basta releer el notable trabajo de George Orwell, Politics and the English Language, que es del ‘46, para ver condensadas muchas de las operaciones que definen hoy el universo del poder. Pasolini ha percibido de un modo extraordinario este problema en sus análisis de los efectos del neocapitalismo en la lengua italiana. No me parece nada raro que el mayor crítico de la política actual (el único intelectual realmente crítico en la política actual) sea Chomsky: un lingüista es por supuesto el que mejor percibe el escenario básico de la tergiversación, la inversión, el cambio de sentido, la manipulación y la construcción de la realidad que definen el mundo moderno. (Hoy vemos que este uso del lenguaje era lo que realmente tenían en común los dos bloques. La caída del muro de Berlín no ha hecho otra cosa que unificar lo que antes parecía partido en dos.) La literatura (de Osip Mandelsta a William Burroughs) resiste esa tendencia a la homogeneidad y al vacío. Y ésa es por supuesto su principal función política.
—En Italia se piensa en la literatura latinoamericana en modo unitario, ¿cree que es correcta esta visión o considera que es más importante poner de relieve aquello que distingue, por ejemplo, a un autor como Borges de García Márquez?
—La literatura argentina se ha mantenido siempre aparte de las corrientes principales de la tradición latinoamericana. Esto por razones múltiples y bastante complejas que se remontan a la historia de la colonización española. Esa diferencia es a la vez un beneficio y un obstáculo: un beneficio porque ha permitido desarrollar en relativo aislamiento ciertas tradiciones propias que son incomparables y son únicas (la literatura gauchesca en el siglo XIX, la literatura fantástica en la mitad de este siglo). El defecto es que todo escritor argentino más o menos conocido (empezando por Sarmiento) ha sido catalogado de extranjerizante y de hiperintelectual (es decir, de carecer de la autenticidad “popular” y de la magia turística que los intelectuales de los países desarrollados habitualmente atribuyen a las regiones “primitivas”). Cortázar respondió a esa acusación implícita con una “latinoamericanización” de su figura política pero mantuvo sus libros aparte de esa oleada demagógica y siguió hasta el final fiel a la gran herencia excéntrica y “libresca” de Leopoldo Marechal, Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Bianco, Wilcock y tantos otros escritores argentinos que circulan por la vereda de enfrente de los sentimientos calculados y las efusiones obligatorias que definen cierta retórica “latinoamericana”. Por supuesto que la literatura de América Latina como un todo unitario sólo existe en la propuesta de marketing de los agentes literarios y en los planes de estudio de las universidades norteamericanas.
En América Latina, los escritores (igual que nuestros contemporáneos norteamericanos o europeos) pensamos en la tradición de los estilos y en las poéticas que se entreveran y se enfrentan, pensamos en herencias heterogéneas, en genealogías y en grandes obras aisladas. Por otro lado está claro que para hablar de América Latina es necesario hablar de regiones y de áreas culturales (el caribe, la zona andina, el Río de la Plata, los hispanos en Nueva York, los chicanos en Baja California, la extraordinaria cultura afro-brasileña) que definen contextos e historias diferentes (y también diferentes usos del español, del inglés, del francés y del portugués). Si García Márquez o Isabel Allende y la industria del realismo mágico (con sus sucursales en todo el mundo) son la sinécdoque de lo latinoamericano, entonces, yo prefiero, por supuesto, aprovechando mi apellido, definirme como un oscuro literato italiano (que escribe en una variante olvidada del español).
—En la Argentina ha disminuido mucho la venta de libros, seguramente la lectura ha seguido una tendencia similar. ¿Cómo cree que haya que enfrentar la crisis de la palabra escrita frente al mundo de la imagen y del espectáculo?
—Por supuesto ése es un debate planteado desde la cultura letrada hacia la cultura de masas (y nunca al revés). Más que un debate es una queja y el que se queja, corno decía Brecht, ya ha capitulado. Para mí la vanguardia ha sido la única respuesta efectiva de la literatura a esa cuestión. El resto son derrotas y lamentos. (De hecho la vanguardia surge corno un efecto de esa cuestión y en el fondo no es otra cosa que un intento de mediar en ese conflicto.) No hay que pensar el mercado literario como el único lugar donde se juega el futuro de la literatura: ésa es la primera lección de la vanguardia. Hay que discutir las formas en que la literatura se infiltra en otras redes y construye otras alianzas. El escritor es un espía que trabaja en territorio enemigo: manda mensajes en clave y nunca sabe si serán interceptados, nunca sabe tampoco si serán recibidos, descifrados y si producirán algún efecto del otro lado de la frontera o si serán de alguna utilidad en su patria perdida. El máximo escritor argentino de este siglo, Macedonio Fernández, veía, creo, las cosas de esa manera. Vivió toda la vida aislado, escribiendo, se encerraba en pobres piezas de hotel por Tribunales, por Congreso y se dedicaba a mandar mensajes al por venir. En su obra máxima, que empezó en 1904 y escribió hasta días antes de su muerte en 1952, en el Museo de la novela de la Eterna, puso 38 prólogos que son todos planes tácticos y estrategias múltiples para establecer un pacto con el futuro lector. Como se sabe el texto se publicó quince años después de la muerte de su autor. Ese libro extraño (hay que pensar en un cruce de Calvino y Gadda si se busca un símil italiano) ha encontrado desde su aparición en 1967 muchos más lectores que los sucesivos libros de éxito y los best sellers que entran y salen del mercado cada temporada veraniega. Por supuesto en el año 2096 se va a seguir leyendo a Macedonio Fernández yen esos días un futuro investigador norteamericano vendrá becado a Buenos Aires (si es que todavía existe Buenos Aires) a escribir una tesis tratando de averiguar quién era un desconocido novelista latinoamericano llamado por ejemplo Vargas Llosa (o Silvina Bullrich) que en el siglo anterior era festejado y muy popular y vendía inexplicablemente miles de ejemplares. Cuanto más literario es un escritor (si se me perdona el pleonasmo) mayores posibilidades tiene de sobrevivir en medio del caos de imágenes y de cultura visual en la que se supone que vivimos.