SPERANZA, Graciela. “Entrevista”, en Primera persona. Conversaciones con quince narradores argentinos, Editorial Norma, Buenos Aires, 1995, pp. 115-132.
Cuando me vine a vivir a Buenos Aires, en marzo de 1965, alquilé una pieza en el Hotel Almagro, en Rivadavia y Castro Barros. Estaba terminando de escribir mi primer libro y Jorge Álvarez me dio un trabajo. Le preparé una antología de literatura norteamericana para la serie de las Crónicas y con lo que me pagó y con lo que yo ganaba en la Universidad me alcanzó para mudarme y vivir en la ciudad. En ese tiempo trabajaba en la cátedra de Introducción a la Historia en la Facultad de Humanidades y viajaba todas las semanas a La Plata. Había alquilado una pieza en una pensión y me quedaba tres días. Tenía la vida dividida, vivía dos vidas en dos ciudades como si fuera dos tipos diferentes, con otros amigos y otras circulaciones en cada lugar. Lo que era igual, sin embargo, era la vida en la pieza de hotel. Los pasillos vacíos, los cuartos provisorios, el clima anónimo, la sensación de estar siempre de viaje. Vivir en un hotel es el mejor modo de no caer en la ilusión de “tener” una vida personal, de no tener quiero decir nada personal para contar salvo los rastros que dejan los otros. La pensión en La Plata era una casona interminable convertida en una especie de hotel berreta manejado por un estudiante crónico que vivía de subalquilar los cuartos. La dueña de la casa estaba internada y el tipo le giraba todos los meses un poco de plata a una casilla de correo en el hospicio de Las Mercedes. La pieza que yo alquilaba era cómoda, con un balcón que se abría sobre la calle y un techo altísimo. También la pieza del Hotel Almagro tenía un techo altísimo que daba sobre los fondos de la Federación de Box. Las dos piezas tenían un ropero muy parecido, con dos puertas y estantes estantes forrados con papel de de diario. Una tarde, en La Plata. encontre en un rincón del ropero las cartas de una mujer. Siempre se encuentran rastros de los que han estado antes cuando se vive en pieza de hotel. Las cartas estaban disimuladas en un hueco romo si alguien hubiera escondido un paquete con drogas. Estaban escritas con letra nerviosa y no se entendía casi nada; como siempre sucede cuando se lee la carta de un desconocido, las alusiones y los sobreentendidos son tantos que se descifran las palabras pero no el sentido o la emoción de lo que esta pasando. La mujer se llamaba Angelita y no estaba dispuesta a que la llevaran a vivir a Trenque Lauquen, Se había escapado de la casa y parecía desesperada y me dio la sensación de que se estaba despidiendo. En la última página, en otra letra, alguien había escrito un número de teléfono. Guando llamé me atendieron en la guardia del hospital de City Bell. Por supuesto me olvidé del asunto pero un tiempo después, en Buenos Aires, tendido en la cama de la pieza del hotel se me ocurrió levantarme a inspeccionar el ropero. Sobre un costado, en un hueco, había dos cartas: eran la respuesta de un hombre a las cartas de Angelita. Explicaciones no tengo. La única explicación que tengo es que yo estaba metido en un mundo escindido y que había otros dos que también estaban metidos en un mundo escindido y pasaban de un lado a otro igual que yo y por esas extrañas combinaciones que produce el azar, las cartas habían coincidido conmigo. No es raro encontrarse con un desconocido dos veces en dos ciudades, parece más raro encontrar, en dos lugares distintos, dos cartas de dos personas que están conectadas y a las que uno no conoce. La casa de pensión en La Plata todavía está y todavía sigue ahí el estudiante crónico que ahora es un viejo tranquilo que sigue subalquilando las piezas a estudiantes y a viajantes de comercio que pasan por La Plata siguiendo la ruta del sur de la provincia de Buenos Aires. También el Hotel Almagro sigue igual, y cuando voy por Rivadavia hacia la Facultad de Filosofía y Letras de la calle Puán, paso siempre por la puerta y me acuerdo de aquel tiempo. Enfrente está la confitería Las Violetas. Por supuesto hay que tener un bar tranquilo y bien iluminado cerca si uno vive en una pieza de hotel.
* * *
Sentado frente a una mesa de escritorio vacía a no ser por una Macintosh al alcance de la mano, Ricardo Piglia habla un Poco fatigado. “Me dicen que son los efectos de haber dejado de fumar” co- menta enseguida. “Si es así, tal vez sería preferible volver a empezar. En cuanto comienza a hablar de su última novela, sin embargo, la fatiga desaparece y recupera un tono apasionado que acelera el ritmo de la conversación. Apenas se detiene a pensar pero las respuestas van construyendo una trama invisible que se articula con extrema precisión. En algún momento hace una pequeña pausa. Sonríe y formula una especie de máxima que condensa el pensamiento en una mezcla seductora de certeza y desafío. Barthes diría que se entrevé el goce y la sensualidad de una idea. Aunque la venta- na del escritorio apenas recorta un aire y luz, el tono de la voz delata la ciudad, raramente ausente.
—Respiración artificial, su primera novela, es de 1980, ¿por qué ese largo silencio hasta La ciudad ausente, interrumpido apenas por Prisión perpetua en 1988?
—Por un lado está la cuestión concreta de cómo fue escrita La ciudad ausente (con todo el tiempo disponible) y por otro lado eso que yo llamo en broma “estrategia con el mercado”, ya que carezco de estrategia con el mercado. Porque si hay una estrategia es justa- mente ésa: no estar. Cualquier marxista sabe que no se debe confundir la producción y la circulación. Son dos formas incompatibles y en esa diferencia se asienta toda la paradoja del valor. La sociedad por supuesto hace de cuenta que esa diferencia no existe y mira todo desde la superficie del mercado. En literatura esa distorsión es todavía más nítida. Son dos mundos antagónicos y la distancia se agrava cada vez más. Me parece que hay tener clara la diferencia y no confundir lo que pasa en un lugar con lo que pasa en el otro porque si no uno corre el riesgo de “creerse” lo que la sociedad dice sobre la literatura y sus “valores”. Macedonio es un ejemplo de lucidez frente a este asunto: tenía claro los dos campos y habló muy bien de esa división y construyó toda una teoría del pasaje (que es en realidad una teoría de la novela). Escribió toda su vida y sus libros están llenos de prólogos y de avisos al lector y de anuncios y opiniones sobre sus libros pero en vida podríamos decir que se negó a publicar. Me gusta ese ejemplo de escritor, el tipo que se pone fuera de circulación y trabaja tranquilo y sigue sus propios ritmos. El escritor que no piensa sus libros según el modelo del cliente al que hay que satisfacerle una demanda, sino según el modelo del lector que está buscando siempre un texto perdido en la maraña de las libre- rías.
-¿Esa gran condensación de tramas presente ya en Respiración artificial pero mucho más en La ciudad ausente, se vincula a una serie de relatos que se escriben y se retoman en todo ese tiempo?
—Efectivamente, el tipo de libros que escribo condensan varias tramas y necesitan un tiempo que no se puede forzar. Empiezo con una historia y la dejo que se desarrolle y se transforme todo lo que puedo. Siempre me han gustado las novelas que tienen varias tramas superpuestas. Es una imagen que yo tengo muy fuerte en la realidad, el cruce de las intrigas y en ese sentido ésta es una novela muy vivida, es decir, tengo la sensación a veces de un modo físico, de que uno entra y sale de las historias, que a lo largo de un día y en la circulación, con amigos, con la gente que uno quiere, incluso con los desconocidos, se intercambian las historias, hay un sistema corno de puertas que uno abre y entra en otra trama, que hay corno una red verbal en la que se vive. Y que la cualidad central de la narración es ese fluir, ese movimiento como de fuga hacia otra intriga. He tratado de narrar ese sentimiento y yo creo que ése es el origen del libro.
—La ciudad ausente, podría pensarse, desarrolla también esa idea narrativa que Ud. ha señalado en la literatura argentina (Macedonio, Marechal, Cortázar): la ausencia de una mujer como disparador metafísico.
—Algo así. El héroe no soporta el mundo sin esa mujer y quiere construir otra realidad. Digamos que he tratado de poner en relación cosas que a menudo parecen antagónicas como puede ser cierta política conspirativa, cierta violencia clandestina y la obsesión por una mujer. En ese sentido el núcleo básico de la historia es muy sencillo: un hombre ha perdido a una mujer y en su lugar arma un complot.
—La ciudad ausente tal como sus otras ficciones dialogan con la tradición argentina —la ficcionalizan a veces— pero al mismo tiempo construyen una trama mucho más amplia que excede la tradición nacional. ¿ Cómo definiría esa tradición?
—Creo que la primera vez que yo pensé en eso fue hace muchísimos años, cuando empecé a entender qué tenían en común Borges y Arlt, porque en un momento dado me di cuenta de que en el fondo los dos están narrando realidades ausentes, trabajando la contra-realidad. Ya sea la realidad de los conspiradores, de los inventores, o de los hermeneutas, los teólogos o los detectives, los dos están construyendo realidades virtuales, vidas alternativas. Ése es un elemento que a mí me interesa muchísimo como autonomía de la ficción y como politización de la ficción. Frente a la manipulación estatal de las realidades posibles (la política define lo que no se puede hacer), la novela ha estado siempre en guerra contra ese pragmatismo imbécil. Es por eso que la gente lee novelas, por la idea de que es posible otra vida y otra realidad. Ésa me parece a mí la tradición de la novela contemporánea, es decir, la tradición donde a mí me gustaría estar incluido.
—¿Cómo describiría al lector ideal de su literatura?
—Un lector que sabe más que el narrador, así se puede narrar más rápido. Por supuesto que existen muchos lectores y la gente lee novelas desde lugares distintos y por motivos múltiples, pero si tuviera que contestar a la pregunta sobre el lector ideal diría eso; narrar es jugar al póker con un rival que puede mirarte las cartas.
—En algún momento estableció una especie de juego en esta relación respecto de la competencia del lector. Estoy pensando en “Homenaje a Roberto Arlt” que atribuye a Arlt un texto de Andréiev. ¿Cómo leer ese gesto?
—Como un desvío. La clave del relato no es ésa. ¡La clave está en Kostia antes que en Arlt! Pero ése es un secreto que no pienso revelar. Sólo digo que hay un secreto, porque me gustan las historias que tiene un punto ciego, no sólo que cuentan un secreto sino que tienen algo oculto que un único lector va a descubrir en el futuro.
—¿ Cómo se escribe la literatura, en el sentido más pragmático del término? ¿Cuáles son las condiciones ideales de trabajo?
—Creo que las condiciones ideales son las que se han convertido en mitos generalmente denostados, como son “la torre de marfil” y “la isla desierta” que expresan bien el hecho de que es necesario un corte con lo real, si es posible un corte espacial, para que se pueda producir ese paso por el que cuando uno escribe es siempre otro. Hay quienes hacen el corte instantáneo, se sientan a escribir y ya están del otro lado. En otros casos hay un ritual que está destinado a lo mismo: a producir el olvido de lo real y el paso a ese lugar donde es- cribe con una voz que es mucho mejor que la voz que tiene, con una experiencia mucho más amplia, con una relación con el lenguaje que es mucho más abierta o perceptiva en el sentido de que la lengua deja de ser el instrumento que uno usa cotidianamente y se convierte en otra cosa. En mi caso, lo mejor es que esté solo, que me levante a la mañana, si es posible temprano y me siente a escribir. Trato de tener un espacio libre como si fuera “la isla” o “la torre” entre las nueve y las dos de la tarde digamos, aislado de la realidad. No necesito otra cosa.
—¿Ese tiempo destinado a la escritura produce placer o angustia?
—Lo que puede aparecer como una amenaza está siempre antes de empezar a escribir, la posibilidad de no entrar, de no concentrarse. Quedarse de este lado, escribir mecánica- mente, sin inspiración. Siempre se pueden redactar cinco páginas por día, el problema no es ése, el problema es conseguir que el texto tenga vida. Por eso a menudo se habla de ciertos espacios o de ciertos rituales donde la entrada es posible. Kafka era el más maniático porque era el mejor, quería estar encerrado en un sótano y que un desconocido le dejara la comida todos los días en la entrada del pasillo. Bernhard ha convertido la preparación, el paso, el aislamiento y el encierro en la torre en el tema de sus novelas, por eso le gusta tanto a los escritores. No cuenta otra cosa. Hay tradiciones y otras formas de garantizar la entrada, la droga, la anfetamina, el alcohol o formas más románticas como cuando Hemingway dice que sólo puede escribir cuando está enamorado.
—¿Qué leé mientras está escribiendo?
—La sensación es que mientras estoy escribiendo no leo (no leo por supuesto del mismo modo que cuando no escribo). De todas maneras siempre estoy leyendo biografías, pero eso pertenece a otro orden, es como las novelas policiales que también leo todo el tiempo, un poco por necesidades profesionales y otro poco por adicción, me interesan porque siempre se cierran con la muerte, porque una vida tiene una forma muy secreta, porque siempre tienen un enigma, porque lo previsible es contado para ocultar la verdad, porque las relaciones entre los acontecimientos son inesperadas y los hechos son contados como si obedecieran a un destino. Acabo de terminar la biografía de Wilde que escribió Richard Ellman, gran historia sobre las leyes inglesas y sobre el heroísmo privado.
—Si tal como usted plantea uno de los debates centrales de la literatura contemporánea es la relación de la novela con la cultura de masas, o el debate sobre cómo recuperar a los lectores que ha perdido el género, ¿qué respuestas encuentra en esa investigación que es la ficción?
—No es que a mí me interese especialmente ese debate, digo que eso es lo que se está de- batiendo hoy en la novela. Cuando se habla de volver al relato, de abandonar la tradición de la vanguardia, de mirar más cínicamente el mercado y el éxito, en realidad se está hablando del lector perdido. Hay una tensión que está cifrada en el debate actual de las poéticas. Por un lado creo que esa tensión es una tensión entre modos de narrar. Hay una narración social muy fuerte, que es una narración que viene del Estado, de la cultura de masas, y después una especie de ejército en retirada que sería la narración literaria, con un
pelotón de vanguardia que realiza acciones de hostigamiento. La gente busca la narración en otro lugar, no porque la narración vaya a desaparecer, sino porque —y esto Benjamin ya lo ha dicho— la novela ha perdido el lugar que tuvo en el siglo XIX, donde la gente leía libros de Dickens como hoy mira televisión. Por otro lado creo que hoy como entonces a todo el mundo le interesa la narración y que todos son expertos en la narración, y que por lo tanto el concepto de público inexperto que se suele manejar se asocia con el de cliente inexperto que no sabe elegir un libro en la librería, que es otro tema para el cual hay un conjunto de “especialistas”, desde el técnico en marketing, el publicitario, hasta el critico, que le dicen hacia qué lado el cliente tiene que dirigir su gusto por la literatura. Pero lo que uno puede llamar lector, o al menos el que yo tengo presente, es un experto en la narración, porque la narración es un saber generalizado. Basta escuchar a la gente narrar historias, basta mirar cómo circulan los relatos en la sociedad, basta ver el grado de sofisticación formal que tienen las historias del Estado, para darse cuenta de que la idea de que existiría un plano de inocencia o ingenuidad en un supuesto público al cuál habría que ponerse a tono, es equivocada.
—¿ Cómo explicar su paso de la literatura al cine, en el caso más reciente, a un guión para un film de Héctor Babenco?
—El primer significado del paso de la literatura al cine es el dinero, literalmente y en todos los sentidos. No sólo el dinero que se puede ganar escribiendo un guión, sino el dinero que sale narrar una historia en el cine. ¡Una película barata cuesta un millón de dólares! Dicho esto digo que me interesa mucho la narración en el cine, me interesa mucho el trabajo de ciertos guionistas, como Paul Schrader, que consiguen narrar historias que en literatura ya es muy difícil. Taxi Driver, por ejemplo, parece una versión de Memorias del subsuelo, ese tipo que anda por la ciudad como un fantasma y de golpe empieza a matar. El cine tiene la posibilidad de hacer entrar la tradición literaria, la literatura, de un modo desviado, en el sentido, por ejemplo, en que Hitchcock remite a Kafka. Creo que eso es lo que me interesa en la propuesta de Babenco: trabajar en un guión que tenga presente la tradición literaria en la construcción de la historia. Pienso de The Hustler de Robert Ros- sen que vi anoche, una historia extraordinaria en la gran tradición de la novela filosófica, de la novela de aprendizaje, el héroe es una especie de Quentin Tompson enfrentado con el destino y el carácter y la decisión existencial. Ése es el modo en que para mí la literatura entra en el cine.
—La historia de Hollywood, sin embargo, está llena de imágenes dramáticas de ese duelo entre literatura y cine: el escritor generalmente victimizado por el director.
—Por supuesto que hay una historia dramática que podría ser el tema de un film. Basta recordar la relación de Chandler con Hitchcock. O a Fitzgerald que fue con una gran ilusión y le fue como le fue. Sin embargo, percibió bien
la tensión entre novela y cine: pensó que el cine iba a sustituir a la novela y por lo tanto él, que había sido un gran novelista, tenía que irse a narrar a Hollywood. Faulkner en cambio, que fue con una conciencia más aristocrática —fue pensando en las novelas que iba a escribir gracias a ese dinero que ganaba— escribió un par de guiones de primera calidad. Es una historia bastante desdichada porque aparece con más nitidez una relación que en la literatura está muy mediada, que es la relación entre escritura y dinero, las relaciones de propiedad, que son un tema desplazado del mundo de la narración y de la literatura: de quién es una historia, cuándo una historia deja de ser de uno. En este caso voy satisfecho porque el cine de Babenco me interesa mucho, pero tengo claro que no voy a tener con esa historia la misma relación que tengo con un texto propio.
—¿Su interés en proyectos cinematográficos está vinculado a esa tensión entre nove- la-cine que podría apuntar hacia la sustitución?
—Yo he pensado esa relación como creo que toda la gente de mi generación, porque en un punto se puede decir que el cine ha sustituido a la novela como el lugar de la narración social. Los novelistas se han quejado mucho de esta sustitución, pero no es que los novelistas individuales hayan perdido público sino que el género como tal lo perdió.
—Es curioso que ya en los comienzos del cine se tiene conciencia de una posible sustitución. Griffith piensa que el cine descubrirá a un nuevo Shakespeare.
—En un punto, el tipo de producción del cine podría asimilarse al teatro isabelino. El mismo Shakespeare era una especie de guionista genial que trabajaba sobre un público y una demanda. Pienso que en el arte, cuanto mayor es la restricción formal, mayor es la posibilidad de creación. El cine, en este sentido, plantea una demanda formal muy clara: hay que contar una historia que tiene que tener unas características y un control que no necesariamente aparecen cuando uno escribe una novela. En el cine hay que trabajar con un relato que no se puede releer, que sucede ahí, en el borde del olvido, como un sueño, esa inmediatez obliga a marcar los conflictos con mayor resolución, con más definición digamos, que en cualquier otro relato. En este sentido, paradójicamente, el cine se parece a la narración oral. Esa especie de restricción, para llamarla así, es una condición formal.
En realidad habría que discutir con qué tipo de criterio o de norma artística se juzga la narración cinematográfica. y ahí entramos en ese debate que arrastra la historia del cine: ¿Quién es el gran artista? ¿Bresson o Bergman? ¿Es aquel que explota la forma hasta donde puede dar y trabaja con un criterio que depende de las normas del cine o aquel que hace obras cinematográficas que son obras de teatro? Por-que uno podría decir que Bergman es un gran dramaturgo que en otra época hubiera escrito teatro. Creo que hay que pensar en las posibilidades que tiene la narración en el cine desde una óptica más cercana a la narración oral que a la literatura.
—Alguna vez dijo a propósito de la obra de Manuel Puig que la renovación técnica y la experimentación no son contradictorias cán, las formas populares. ¿Cómo plantear esta cuestión en el cine que de hecho está inscrito en la recepción de masas?
—Efectivamente, la recepción de masas del cine se opone en forma tajante a la recepción individual que supone la lectura de un libro. Ahora, si pensamos en la tradición del relato de masas, que no sólo tiene que ver con la mass-media actual, sino también con la tradición de los relatos populares, y si pensamos que lo que opone esta tradición a lo que llamamos “alta cultura”, es el uso del estereotipo, podríamos decir que el gran cine es aquel que ha conseguido mantener esa relación con el estereotipo, pero innovar allí, que es lo que hace Puig. Y es lo que hace El ciudadano, que tiene mucho que ver con un juego de estereotipos, disimulados y perdidos en toda la innovación formal a la cual él somete esa especie de tradición. Welles decía que para hacer un film de éxito había que poner un malvado y trabajó ese estereotipo de la fascinación del mal encarnado en la figura al mismo tiempo seductora del protagonista. El cine norteamericano es básicamente un cine de género, porque el género produce un elemento aparentemente contrario al arte, a la obra única, como es la serie, pero que garantiza el éxito en su repetición. Se quiere volver a ver a un tipo que entra en el saloon y se enfrenta con un canalla que tiene a todo el mundo aterrorizado. En literatura hay otro tipo de problemas, es un trabajo demasiado privado, demasiado arcaico, para que la repetición de un éxito pueda ser programada y eso sucede hasta con los best-sellers más degradados y con las obras de género: la serie de las novelas de Stephen King o de Ross Mac Donald o incluso las novelitas de Corín Tellado tienen siempre algo de imprevisible y de imperfecto desde la óptica de un mercado super manipulado. El cine en cambio es una industria despótica que expone con claridad y sin ningún tipo de ilusión humanista, el funcionamiento de esta conexión entre dinero y arte. Pero a la vez, tiene como resquicios que permiten un margen de experimentación que permite romper con la tendencia dominante a la repetición estereotipada de los mismos productos.
—Hay otra cuestión que queda clara en esta relación y es que el tiempo de la escritura es otro cuando la producción está mediada por el dinero.
—Ésa es una relación interesantísima porque el tiempo de la literatura es un tiempo que no se puede medir con los criterios de circulación con los que la sociedad organiza la productividad. Cuando se trasladan esos criterios los efectos son raros: uno se puede encontrar con un tipo como Anthony Burgess que produce muy buenos libros a gran velocidad o con Joyce que se tomó diecisiete años para escribir una novela. En el caso del cine, como la industria y el dinero tienen mucho peso, la media de producción social y la media de circulación artística se empiezan a superponer. El guión es una forma intermedia, a la vez artesanal y ligada can la industria. En este sentido el guión está entre la literatura y el cine, se escribe más rápido que una novela, pero se puede usar muchísimo más tiempo que en la filmación propiamente dicha, porque los costos no se comparan. Ahora, en un guión se narra más rápido porque se escribe sin estilo buscando otro tipo de efectos con el len- guaje. Además hay otra cuestión que yo formulo un poco en broma diciendo que elimine es más rápido que la vida y que la literatura es un poco más lenta. Es decir, que hay una velocidad que no es sólo de producción, sino que también está en la representación de los conflictos y en el tempo interno del cine. El cine acelera la relación con la experiencia.
—¿Es consciente del lugar que los demás escritores y la crítica le otorgan en la literatura argentina?
—Supongo que sí. De todos modos creo que la buena literatura divide a los lectores, crea antagonismos, produce enfrentamientos y pasiones. Por lo tanto no aspiro al reconocimiento generalizado. En el fondo me pasa lo mismo que a todos los escritores, a algunos les parece bien lo que yo escribo y otros quieren que escriba de otra manera.
-¿ Cómo describiría su propia colocación respecto de los debates estéticos actuales de la literatura argentina?
—Hay debates más superficiales en el sentido espacial del término y debates más profundos, de más larga duración. El debate que está en la superficie y que también me atraviesa, es un debate en el espacio del mercado. Se ha terminado esa época heroica en la que publicábamos nuestros libros en ediciones de autor y se confiaba en la expansión lenta de los libros. Hoy los escritores que pueden defender una poética aparentemente más contraria a la lógica del mercado se desesperan por publicar en los sellos que tienen respaldos
comerciales y distribución más firmes. Es allí donde se da una polémica que hace que algunos aparezcan como más cínicos y otros más indiferentes, pero todos en el mismo espacio. Al mismo tiempo, hay debates más profundos que están presentes en las discusiones actuales. Existe una tendencia hegemónica que por comodidad e ironía llamo una posición esteticista que tiende a valorar a las obras a partir de un ca-non establecido y seguro: un cierto estilo literario semiculto. El “buen gusto” estético se ha convertido en una categoría social importante que ha venido a sustituir otras más fuertes que existieron en otro momento. El buen gusto y cierta displicencia respecto del conflicto social se han convertido en un elemento de identidad fuerte. Esa posición que en la Argentina tiene una larga tradición a la que se enfrentaron, grandes escrituras —Arlt, Macedonio, o Borg- es mismo— insiste porque está ligada a la cualidad incierta del valor literario. Pareciera que la categoría más segura es un cierto estándar estilístico que un sector acepta como “buenas escrituras” y por tanto garantiza el valor. El problema es que esos textos se parecen todos entre sí y son intercambiables. Frente a esto me parece que hay dos poéticas que tradicionalmente se han enfrentado que son las que me interesan más. Por una parte el populismo, una poética que busca un modelo de estilo más crispado, más ligado con la oralidad, que ha producido grandísimos textos, Guimaraes Rosa, Rulfo. Por otro lado, la vanguardia, con la idea de que el estilo no es único. Un escritor tiene más de un estilo, trabaja con muchos registros; el modelo de Joyce, Puig. Me siento más cerca de estas poéticas y de sus cruces. ~
Centro, noviembre 1991 — noviembre 1992