NACHT, Ricardo. Entre Literatura y Psicoanálisis. Entrevista Pública A Ricardo Piglia. Chuy. Revista de Estudios Literarios Latinoamericanos, Vol. 5 Núm. 5, 27 de noviembre de 2018.
Realizada en el marco de “Ensayo y Crítica del Psicoanálisis”. Museo Roca, Buenos Aires, 14 de abril del 2011.
Ricardo Nacht: Este año hemos decidido hacernos la pregunta acerca de cuáles son las relaciones entre acto y equívoco. En esta oportunidad lo haremos conversando nada menos que con Ricardo Piglia para poder entrar en ese “y”. Me di cuenta a medida que avanzaba en la lectura y elaboración de las preguntas, que de alguna manera todas estaban atravesadas por algunas cuestiones que nos ocupan: equívoco, acto, interpretación y lectura. Las preguntas, hechas todas sobre el planteo de un problema, se armaron en dos tiempos, cruzando primero la literatura con el psicoanálisis y, luego, Piglia con Lacan, el escritor con el psicoanalista. Estas figuras y estos campos se confunden a tal punto que Lacan, por ejemplo, llega a decir de Joyce que “con el equívoco que va de letter a litter, iba derechito a lo mejor que puede esperarse del psicoanálisis en su fin”. Para Piglia, por otro lado, la literatura le debe al psicoanálisis la obra de Joyce. Le debe que otras formas de narrar fueran posibles. El borde entre literatura y psicoanálisis estaría dado, para Lacan, por la letra, definida como lo que es, o hace, el borde de un agujero en el saber. Allí donde el psicoanálisis hace un agujero, dice Lacan, encuentra un método que justifica su inclusión en la crítica literaria. De este método dice, en “Lituraterre”, dos cosas: que la crítica literaria llegará a renovarse porque el psicoanálisis está allí y que Freud carecía de este método en su relación con la literatura. Dice ese día, en ese escrito, que está haciendo literatura, y que por eso está contento, alegre. La literatura, para el psicoanálisis, está entonces “al lado”, “acoté”, así de cerca. Piglia ha escrito y pensado tanto el borde que hay entre literatura y psicoanálisis como ese borde que hace agujero en el saber. Aplicándose al concepto de función, piensa tanto la función social de la literatura como la función del escritor. Sabe que un agujero en el saber pasa por el lenguaje, pero también por la historia, o sea, por la economía y la política. Sabe que allí está jugada la historia de la literatura, “que plantea siempre y de un modo directo el problema del valor”. Y ese modo directo nos importa. Escribiste, Ricardo, que las relaciones entre psicoanálisis y literatura han sido siempre tensas. Hay un ejemplo que podría valer por esa tensión, donde psicoanalista y escritor hacen valer lo mismo: Lacan dice que la crítica literaria se renovará gracias a que el enigma va a quedar de su lado; y vos decís en 1975 (año en el que publicás “Nombre Falso”) que empezaste a encontrar una voz propia, cierto espacio, algo que podríamos llamar “un enigma, una intriga, en el sentido fuerte de la palabra”. Por otro lado, Freud debió haberse puesto algo tenso cuando escribió “los poetas se nos han adelantado, llegaron antes”. ¿Pero a dónde el escritor habría llegado antes? Decís que “la paranoia antes de volverse clínica es una salida a la crisis del sentido”. Convengamos que no nos viene mal que nos tensen un poco la palabra “clínica”. Hablás, por ejemplo, de “la clínica del arte de leer”. Dadas las relaciones equívocas entre sentido e interpretación, el arte como vanguardia, decís, busca alterar la circulación normalizada del sentido. El artista, el escritor, quedará definido, por vos, con Baudelaire y Benjamin: es un agente doble (misma expresión-figura que Lacan usa para el analista). Es un espía, decís, en territorio enemigo. Esta práctica, porque se ocupa del problema del valor y del sentido, quedará definida como antiliberal. Para seguir con aquella cercanía, la que hay entre psicoanálisis y literatura, con esas mismas palabras Lacan define lo que un analista practica: “lo que se trata de instituir, para nosotros, es una práctica sin valor”–. La interpretación no será lo que se oponga al sentido: en el límite, lo que se opone al sentido, decís, es la experiencia. Comencemos, entonces, con la primera pregunta. Bajo el volcán (1947) de Malcolm Lowry gira alrededor de unas cartas que, en el desenlace de la novela, más que producir un sentido, decís, producen una experiencia; y que será solo la experiencia y no la interpretación lo que permitirá descifrar esas cartas. Por la punta de la experiencia tocás al psicoanálisis, lo tensás. El psicoanálisis decís, “construye un relato secreto, una trama invisible y hermética hecha de pasiones y creencias, que modelan la experiencia”. Fuera de todo modelo para la experiencia, Malcolm Lowry te permite decir que no se trata de interpretar (cerca, quizá, de lo que Lacan llamó “formar el nudo de lo ininterpretable”), sino de “revivir”. Hablanos de esta batalla entre experiencia y sentido, abriendo a su vez un poco más ese “revivir” como experiencia. Ricardo Piglia: Gracias, Ricardo, por invitarme y a ustedes por estar aquí. Desde luego que solamente puedo hablar a partir de lo que hago, entonces mi relación con el psicoanálisis es una relación tangencial y las cuestiones que Ricardo acaba de plantear, las alusiones a problemas que sin duda están también discutidos en Lacan, para mí no están en el centro de mi preocupación. Quiero decir, he leído a Lacan y a Freud de modo también tangencial, pero me parece que algunas de las cuestiones que aparecían recién planteadas (sentido, experiencia, equívoco, narración) están al mismo tiempo en el psicoanálisis y en la literatura; y cada una de estas prácticas ha pensado del mismo modo ese tipo de cuestiones. En un punto, muchas veces he pensado que la teoría freudiana es también una teoría de la narración. Cómo construir una narración y cómo esa narración admite las fracturas y las interrupciones, los equívocos. Me parece que eso es lo que rápidamente aprendió Joyce. La posibilidad técnica que había para la escritura, para la literatura, en algunos de los descubrimientos y de las hipótesis que Freud estaba proponiendo. Es muy difícil imaginar el inicio de Joyce sin Psicopatología de la vida cotidiana (1901) y sin La interpretación de los sueños (1899). Por ahí podríamos acercarnos, de esa manera, al modo en que la literatura usa al psicoanálisis. La literatura no usa al psicoanálisis como una teoría del sujeto, una teoría del carácter o como una interpretación psicológica de cómo se puede conseguir mayor profundidad en los personajes, sino que más bien, me parece, que los que han trabajado de un modo más interesante esta relación han pensado en la práctica verbal que supone la escena analítica. Y es a partir de ahí que han encontrado elementos para renovar muchas veces las técnicas narrativas. Joyce utilizaba no solamente al psicoanálisis, trajo a la literatura la idea de que la narración no estaba simplemente en la literatura, y que se podían encontrar modos de narrar en distintos tipos de registros sociales y, por lo tanto, su novela era una manera de hacerse cargo de esos registros, entre ellos, desde luego, el del psicoanálisis. De modo que si nosotros tuviéramos que pensar en lo que planteaba Ricardo como marco, la cuestión del equívoco, me parece que sería el equívoco entre la literatura y el psicoanálisis lo que siempre habría que mantener antes que tratar de aclararlo. No tratar de resolver esa relación que me parece una relación tensa, porque el psicoanálisis ha tenido una posición que podríamos considerar inocente, o ingenua, con respecto a cómo leer la literatura en el origen, quiero decir en el propio Freud. En un primer momento el psicoanálisis leía las obras para interpretar a los autores; en un segundo momento un poco más elaborado, se utilizaba el psicoanálisis para interpretar a los personajes (hay una gran tradición de lecturas de Don Juan, de Hamlet); y recién en una tercera etapa podríamos decir que empezaron a funcionar en la crítica literaria y en la literatura elementos que el psicoanálisis estaba utilizando sin referirlos a la literatura directamente, lo que ustedes llamarían, seguramente, formaciones del inconsciente. Determinado tipo de procesos de transformación de los materiales, como puede ser el análisis de los sueños, el análisis de algunos momentos de Freud, como el caso Signorelli donde hay un análisis muy refinado, que serían un tipo de producción que debe ser analizada siempre teniendo presente la existencia de algo no dicho allí, que es necesario encontrar. Cuando la crítica literaria se hizo cargo de estos instrumentos empezó a producirse lo que hoy habitualmente suele llamarse deconstrucción. Me parece que la deconstrucción y las tradiciones que van desde Derrida a Paul de Man y demás son modos de utilizar un tipo de lectura que no se reivindica como psicoanalítica, pero que utiliza los mismos procedimientos. En el sentido de leer siempre esas formaciones primero en su forma, no sólo en su contenido, y luego leer los contenidos como el lastre de algo que remite a otro tipo de circuito, que en el caso de la literatura suele ser lo que llamamos, siempre, lectura de los contextos, lectura de la política. Pero el psicoanálisis le da a la literatura instrumentos para la lectura de las formas. Entendiendo formas como puede entenderse en el marco del análisis de sueños, de los lapsus, o en algún tipo de análisis específico que Lacan hace. De modo que podríamos entender la relación entre literatura y psicoanálisis desde los dos lugares: de qué manera los escritores han usado el psicoanálisis, el caso Freud, el caso Puig, para poner un ejemplo argentino, y vemos que ese tipo de uso no tiende a hacer más profundo el análisis de los personajes en una novela, sino a utilizar cierto tipo de técnica que el psicoanálisis pone en juego. Y lo mismo sucede con la crítica literaria, por otro lado, que en relación con el psicoanálisis tuvo distintos momentos, pero me parece que hoy está más cercana a un diálogo en términos más internos al psicoanálisis. Esa sería una primera aproximación.
RN: Para cruzar sentido y equívoco pasando por la relación, o borde, entre la literatura y el psicoanálisis: vos hablabas recién de uso, de la manera en que la literatura usaría al psicoanálisis y, de nuestro lado, la manera en que nosotros podríamos usar a la literatura. Tomás distancia de lo que llamás “la literatura de reportaje”, una literatura que tiende a narrar lo que está pasando. Al analista le pasa seguido caer en este género, toda vez que cree que puede ser él quien le cuente a un público lo que pasó o lo que está pasando en un análisis. Es un género, decís, en el que se trata de llevar al lenguaje a la inmediatez extrema. Este lenguaje se practica en libros que tienen un prólogo explicativo y que vienen con la interpretación y un saber ya dados. Es el relato, decís, que espera ser interpretado; es el artista que espera un crítico, un curador, un comentario en blog. Se trata, claro está, de una respuesta a la gente que, decís, “espera una relación casi sincrónica entre acontecimiento y experiencia”. ¿Implica esto que el narrador debe darse una necesaria posición inactual en relación con los hechos? ¿Cuáles son los alcances y consecuencias de esta posición?
RP: En principio, el punto de referencia crítico es algo que yo siempre, en broma, digo: los periodistas nos piden a los escritores que les hagamos el trabajo. Es decir, los periodistas nos piden que estemos muy atentos a lo que está pasando en la realidad, cuando en realidad tendrían que ser los periodistas los que tendrían que estar atentos para seguir los acontecimientos a medida que suceden, pero los escritores muchas veces estamos solicitados, exigidos, a dar cuenta de una realidad inmediata, y ahí es donde aparece, creo, esta superposición con el periodismo como una práctica que trabaja básicamente sobre el presente y sobre la sucesión que el presente supone. Me parece que la literatura trabaja más bien sobre ciertos núcleos que pueden ayudar a entender lo que pasa en el presente, pero que no sólo se agotan en la explicación del presente, o en el acercamiento al presente. Yo siempre digo que la literatura trabaja más con lo social que con la sociedad. Es decir, trabaja más con ciertos tipos de procedimientos de construcción de las relaciones de poder, que sobre un acontecimiento o una sociedad definida como tal. El ejemplo para mí puede ser Raymond Chandler. Leyendo las novelas de Raymond Chandler se aprende mucho sobre la relación entre poder, dinero, corrupción, delito, todo lo que puede circular en el mundo del género policial, pero uno no sabe quién era el gobernador de California en ese momento, ni quién era el presidente de la República. No se ocupa de ese tipo de problemas. Cuando trata de reconstruir el modo en el que está funcionando una sociedad, éste no depende del elemento más externo de esa sociedad, sino que me parece que la ficción y la literatura tienden a captar elementos que no son los más visibles. Entonces, una manera de entender esta relación, me parece, es pensar la noción de experiencia. Podríamos nosotros contraponer en ese punto la noción de experiencia a la noción de información. Esto que estoy tratando de señalar tiende a abrir el mundo de la información que es un mundo, como sabemos, cada vez más agobiante, y que nuestra relación con la información no tiene ningún tipo de efecto en el orden de la experiencia del sujeto. Nosotros podemos enterarnos de esa manera distante en que circula la información sin que nunca nos sintamos incorporados a esa situación. Los modos en que la gente suele incorporarse personalmente en el orden de un acontecimiento informado son muy interesantes de analizar. Por ejemplo, para poner un caso bastante triste en la Argentina, las mujeres que salían a tejer en la Plaza de Mayo. Las señoras que tenían a veces hijos luchando en Malvinas o que querían solidarizarse, iban y se sentaban en la plaza a tejer, trataban de hacer una experiencia de su propia relación con esa información que estaba circulando. La primera pregunta sería: ¿de qué manera uno convierte una información en experiencia? La segunda es ¿Cómo la literatura trabaja con la experiencia y no con la información, y hace de este última un elemento que podríamos considerar lateral al proceso de construcción de una experiencia? Por eso yo decía, me parece, que el psicoanálisis nos enseña también sobre esto: no se trata tanto de un saber, sino de experiencia, no se trata tanto de comprender algo, conocer algo, sino de hacer con eso una experiencia determinada. Creo que en general la experiencia de la ficción es una relación que cuando culmina no está tan conectada a qué es lo que uno entendió, sino a qué tipo de experiencia se realizó en ese momento. Me parece que la literatura empezó con eso. La novela al menos empezó con El Quijote contando cómo alguien había sido afectado por la lectura. No cómo alguien se había hecho más culto o había conocido mejor la tradición de las novelas de caballería, sino cómo alguien había sido afectado por esa experiencia de la lectura y cómo esa afectación había generado una experiencia y una práctica en ese sujeto. Y podríamos seguir en la tradición literaria encontrando experiencias parecidas, por ejemplo, Madame Bovary, otro caso clásico. Ella leía las novelas románticas porque quería vivir esa experiencia, e inmediatamente empezó a buscarse amantes que estuvieran a la altura de esa fantasía. No sé mucho de psicoanálisis, pero me parece que el psicoanálisis va en esa línea. No me parece que uno vaya al analista para aprender algo, quizás ustedes me pueden desmentir, sino que uno va a ver si puede cambiar una experiencia, o si puede entenderla, en el sentido de convertirla en otra cosa. Entonces, ahí estaríamos viendo la relación entre equívoco y acto, que hablábamos recién con Ricardo. El equívoco produce un acto, y la experiencia también. Cuando digo acto, quiero decir que algo sucede en lo real que lo saca al sujeto de ese espacio, y digo “lo real” en el sentido más literal, en la realidad si ustedes quieren. Entonces, es por ahí, creo, por donde podemos encontrar puntos comunes. Quizá, el elemento común en este punto sea la noción de ficción.
RN: Vayamos, entonces, hacia las relaciones entre acto y lectura. Decís que el género y el sujeto que Poe inventa plantean un régimen de interpretaciones distinto al de de la tragedia. Lacan, por su parte, habla de “La Carta Robada” como un cuento que no entra en la lista ordenada que puede hacerse de las situaciones dramáticas. En la tragedia, decís, el sujeto interpreta mal, y la tragedia será entonces el recorrido de esa interpretación. El detective, por otro lado, es un elemento extraño a toda institución y sus sistemas de interpretaciones. Para Lacan, Poe es quien construye un nuevo lector al que, como él mismo dice, “quisiéramos llevarlo a una consecuencia en la que le sea preciso poner su parte”. Vos, Ricardo, hablás de una clínica del arte de leer; entonces, ¿cómo hablar de esa parte que el escritor busca que el lector ponga? ¿Cómo plantear las relaciones entre acto y lectura, toda vez que entra en juego el poner de sí como consecuencia? RP: Yo estoy, por ejemplo, muy interesado en la noción de leer mal. ¿Qué quiere decir leer mal? Eso es algo que no tengo resuelto y sinceramente es una cuestión que me interesa mucho. Qué queremos decir cuando decimos que alguien lee mal. Habría que hacer un registro de qué entendemos por leer mal, porque eso nos acercaría, por un lado, a la noción de equívoco, y también nos plantearía una lectura literal de la noción de leer mal (en el sentido moral). También se puede entender leer mal en el sentido de leer algo que no está ahí, o que parece no estar ahí y que una lectura un poco tergiversada pone en juego. Entonces, me parece que lo más potente de la literatura surge cuando alguien lee mal. Por ejemplo, evidentemente, Alonso Quijano leía mal las novelas de caballería, dado que las leía como si fueran un libro de autoayuda, como si fueran una especie de procedimiento para que él pudiera vivir una vida más intensa que la vida que estaba viviendo. Sin embargo, ese procedimiento o esa forma equívoca, equivocada, errante, errada de leer, lo lleva a una serie de experiencias nuevas que lo renuevan y, como sabemos, en el final, se recompone y se muere en paz. Entonces, en relación con la tragedia me parece que habría que empezar a discutir la distinción entre tragedia y novela, que es el punto en el que yo he puesto la cuestión. En un punto, podríamos decir que el sujeto de la tragedia, como recordaba recién Ricardo, recibe el oráculo (el mensaje del otro lado, el mensaje del más allá, el del espectro del padre de Hamlet…). Se trata de una relación con los Dioses, vamos a llamarlo así, que proponen un mensaje, y donde hay un sujeto que lee mal ese mensaje. Entonces, su destino es esa lectura equivocada de un mensaje muy hermético, muchas veces enigmático, que le llega al sujeto. Podríamos decir que la experiencia de la tragedia está muy conectada con este modo en que algo que se ha recibido es entendido de un modo que lo lleva al sujeto en otra dirección. Me parece que, en el caso de la novela, el sujeto ya no confía en ningún Dios, ni confía en ningún valor trascendente que pueda guiar su propia experiencia, pero lo que sí mueve al sujeto de la novela es lo que hablábamos nosotros aquí al comienzo, es decir, el intento de encontrar el sentido. Y debemos entender el sentido al que nos referíamos recién con experiencia, no en una acepción filosófica, el sentido de la vida o el sentido de lo que Uds. quieran, sino un sentido: el sentido de la vida de un sujeto específico. No se trata de la noción de sentido en una hipótesis amplia, sino más bien de la pregunta que en algún lugar todos nos hacemos alguna vez sobre el sentido de lo que estamos viviendo, es decir, de qué manera eso se conecta con algo que puede ir, o no, en alguna dirección. Entonces, me parece que el héroe de la novela se constituye a partir de esa aspiración, de salir de la pura envidia, de escapar de la pura sucesión mortal de la cotidianeidad opaca y aspirar a una trascendencia para su vida personal y a una descendencia. Y la aventura del héroe de la novela es el intento de capturar ese sentido. Uno puede llamar a eso Moby Dick, uno puede leer al Ahab de Melville como aquel que persigue a la ballena blanca como una metáfora de lo que estoy diciendo. Es decir, está persiguiendo algo que le da a su vida un sentido, por lo cual él no es solamente un pescador de ballenas, como todos nosotros no somos solamente lo que hacemos, somos algo más que eso: un sentido mayor que le damos a nuestras acciones, tratando de que lo que hacemos se conecte con algo que personalmente nos parece que está ligado –o aspiramos a que esté ligado– a una significación, como la que sucede con Ahab o, para poner un ejemplo más cercano, con Erdosain en Los Siete Locos –el que cuenta es un astrólogo que de pronto se plantea esa relación que está teniendo ahí, que lo pone al borde del suicido, y que se liga por aspiraciones y complots. Uno podría encontrar muchísimos casos, muchísimos ejemplos en las novelas, desde Don Quijote hasta Beckett o Pynchon, donde tal situación está presente: la aspiración al sentido. Un sentido que no se alcanza, desde luego. Habitualmente lo que pasa en las novelas –y ustedes me dirán si pasa algo parecido en un análisis– es que el sujeto se convence y, por lo tanto, en cierto sentido podríamos decir que se resigna. Es el final de Don Quijote: Alonso Quijano, al final, se resigna al decir que todo eso que tenía, esa noción que él había construido al encontrar el mundo caballeresco no tenía significación ninguna, y termina. Muere bien, como un hombre que ha terminado por encontrar una vida que hoy podríamos llamar, más o menos, medio gris. Pero me parece una decisión importantísima la de Cervantes, porque nosotros lo imaginamos al personaje como si hubiera triunfado o hubiera muerto, y casi no nos acordamos del capítulo final donde él recupera el sentido de la realidad y termina melancólicamente como un viejito que hizo algo. Entonces, o es eso, o es el suicidio, que es la otra salida habitual que aparece muy habitualmente en las novelas como resultado. Entonces, ¿qué es lo que hace la ficción novelística? Bueno, nos propone ese problema. Las novelas cuentan siempre esa historia porque me parece que están tratando de decir que ese es el problema, que esa es la cuestión que habría que enfrentar en una sociedad donde Dios ha muerto, para usar la metáfora de Nietzsche. Como siempre, uso las preguntas como los músicos usan los standards de jazz, para empezar a improvisar sobre eso.
RN: Mencionabas recién el procedimiento. Vayamos hacia el chiste como procedimiento (o de lo que de manera más abierta Freud llama el Witz). Blanco nocturno (2010) es una novela que huye de la ciudad, que busca otro paisaje y otra oralidad. Hay un crimen y una investigación que atraviesan el conjunto de las relaciones políticas, sociales, económicas y familiares, y que en el límite muestran las transformaciones que ha sufrido la forma Estado. No faltan ni el amor ni el sexo, al contrario, despliega toda una erótica. La novela tiene como procedimiento y estrategia notas al pie que la recorren de punta a punta. Un relato acoté de otro relato. Incluso hay dos gemelas que arman toda la erótica. Conocerás y habrás escuchado hablar de lo que Lacan llama el S2 (“esedos”), el saber. Ese significante que debe valer como doble (registro del equívoco y del Witz); así como el equívoco, dice, produce “un lugar” que llama àcôté, “al lado del ser”. Me detengo en una nota al pie, la número 40. Ocurre en un contexto donde Renzi (que, como todos sabemos, es el alter ego de Ricardo), se pregunta qué es la vida, pregunta medida contra la literatura, porque “la literatura no cambia”, decís, “porque hace que siempre se pueda encontrar lo que se espera”. Lo que rompe lo ya dado, lo anticipado, son la sexualidad y el chiste, ruptura necesaria para encarar la pregunta “qué es la vida”. Los chistes son chistes nativistas, medio zafados, decís. La nota al pie es justamente uno de esos chistes. ¿Podrías abrir un poco este procedimiento? ¿Por qué esa estrategia acoté, doble y al pie, se hace necesaria? Ricardo ¿querés leerlo o…?
RP: No, mejor se los cuento. Es el chiste de un paisano, de un gaucho. Es un chiste conocido, pero me gusta tanto que lo puse en la novela. Ustedes imaginen la pampa al amanecer. Hay un gaucho tomando mate debajo del alero, en el rancho, y de pronto ve venir un jinete a la distancia, está amaneciendo. El jinete se acerca y cruza frente al que está tomando mate bajo el alero y le dice: “linda mañanita, ¿no?; y el otro le dice: “no, me la tejí yo mismo”. Hay una serie de chistes sobre gauchos trolos, como se diría, que circulan desde luego, pero este me parecía el más elegante. Y lo cuentan las chicas, las dos hermanas que se ríen un poco del mundo del campo, cuentan esas historias, se entretienen con estos chistes. Las notas al pie yo las empecé a escribir paralelamente al texto, sin saber al principio si las iba a incluir como notas. No sabía bien qué tratamiento darles, eran cuestiones que no entraban en la narración, pero me parecía que de pronto tenían una intuición: era bueno registrar algún tipo de elemento que surgía del relato, pero que no entraba directamente en él. Entonces, hice una serie de pequeñas intervenciones que a veces eran relatos y a veces otras cosas. Luego, al final, pensé que era bueno ponerlas como notas al pie, y eso fue entonces lo que hice. Ahora, hay una cuestión que sería interesante pensar en relación con el doble o lo doble. Si es que entendí bien esta idea del discurso del saber…
RN: Sí, del saber como doble…
RP: “Nosotros”. Este plural es muy singular –como se diría–, pero con este plural del nosotros podríamos considerar el plural de los escritores, para funcionar alegóricamente –digamos así. Aprendimos de Borges que el doble siempre marca la ficcionalización, que la aparición del doble es una marca de que hay ficción ahí. Entonces cuando ustedes busquen la marca de la ficción en un texto, lo van a encontrar cuando se duplican los elementos de un texto, o en los tipos de duplicación que se presentan. Porque la duplicación corta lo real –no estoy hablando siempre de lo real en el sentido de referente.
RN: Incluso, hablás de estas notas al pie como un relato dentro del relato….
RP: También, claro, como si hubiera otras voces en la novela y como si... Yo quería dar la sensación –esto sí fue algo que fue creciendo– de que había más cosas que las que se narraban –más allá de que siempre hay más cosas de las que se narran y uno siempre narra a medias las historias– tratando de que el relato funcione después en el lector, que compone lo que falta. Por ejemplo, los personajes siguen haciendo cosas cuando uno deja de contarlos.
RN: Pero no es común esto de poner notas al pie en las novelas…
RP: No, pero yo lo había hecho ya hace bastante en un relato de Nombre falso (1975).
RN: Justamente en un libro que se llama Nombre falso
RP: Puig lo usa muy bien en El beso de la mujer araña. Pone las notas sobre el psicoanálisis, justamente. Pone toda la discusión bajo la forma de la nota al pie. Yo siempre cuento una historia que me parece muy aleccionadora. Estudié historia y mi maestro en la universidad, Enrique Barba, un historiador notable que se había dedicado a estudiar cómo había llegado Rosas al poder (de modo que sabía cuatro años de historia argentina … no, sabía muy bien historia argentina), nos llevaba al archivo de la Provincia de Buenos Aires, un archivo extraordinario que está en La Plata. Y él nos decía que todo libro que no tenga cinco notas al pie por página es una novela. Es una muy buena definición de novela. Evidentemente, toda investigación histórica tiene que tener una base, cuya medida para él tenía que ser cinco libros leídos por cada página escrita. Todo eso, si no, le parecía que era un invento, es decir, una novela. Entonces, también en contra de esa hipótesis suya, de que sólo en lo que no son novelas se ponen notas al pie, yo dije “bueno, vamos a poner notas al pie también en una novela”. Entonces, por un lado, aquí también está la cuestión del doble. Yo no sólo estaba pensando en la cuestión de las notas como un espejo del texto, sino también en las mellizas o en la producción de duplicaciones como marca de que el relato se está alejando del referente y volviéndose cada vez más autónomo respecto a su propia construcción.
Porque el doble remite internamente al texto y no a algo afuera del mismo. Borges lo hace continuamente. Los cuentos pueden suceder acá, en San Telmo, en las calles que nosotros conocemos, pero Borges empieza a corroer esa sensación de realidad incorporando lentamente repeticiones, duplicaciones, identidades entre sujetos distintos. Entonces, en literatura, nosotros leemos el doble en ese sentido: como marca de ficción.
RN: De “lo doble” hacia el equívoco y lo abierto, el caso y el ejemplo. Con Rodolfo Walsh hacés algunas precisiones sobre lo que es un caso que, me parece, alumbran un poco lo que para nosotros a veces queda en una zona oscura. Decís que el estilo de Walsh es una gran lección política que todavía no se ha escuchado. El estilo en Walsh, decís, es el caso, la figura del caso, del ejemplo particular y específico. Para Lacan, “más allá de nuestros asideros autoconceptuales, lo que nos queda son ejemplos”. Operación masacre (1957) es un libro extraordinario, decís, porque la forma no fue previa, sino que se encontró ahí, en el proceso de escritura. Lo que se dice se puede probar, hay una serie ahí, hay una poética, decís. El caso, a su vez, se vuelve inactual, excede su propio contexto. El caso es lo que queda abierto a poder ser leído de otra manera. Mostrás cómo desde su edición hasta el presente Operación Masacre ha sido leído de cuatro maneras diferentes. Entonces, ¿qué se juega de manera decisiva en la pregunta “qué es un caso”?
RP: Creo que en el modo tuyo de formular preguntas y de leer con atención ciertas cosas aparece la cuestión. Me parece que la noción de ejemplo, lo que se entiende, por ejemplo, es un elemento importante. En la literatura nosotros argumentamos con argumentos, que son argumentos narrativos, es decir, colocamos los argumentos como el elemento a partir del cual habría que discutir. No trabajamos con conceptos en el sentido pleno, trabajamos con narraciones y, por lo tanto, las narraciones se afirman en esta idea o en esta noción de que a partir del caso individual –la literatura trabaja con casos absolutamente individuales– se puede, luego, inferir cuestiones más generales. Sin embargo, creo que esa cuestión de la relación entre el caso individual como ejemplo y la narración que lo rodea podría permitirnos acercarnos a muchísimas experiencias de la literatura y a una de las razones por las cuales la literatura ha persistido a lo largo del tiempo. No tanto porque refleja la realidad, sino porque construye situaciones, argumentos y ejemplos que permiten entender mejor la realidad o permiten vivir mejor la realidad, sin que sea necesario que esos ejemplos estén allí de un modo directo conectados con casos reales o con situaciones específicas. Los grandes narradores consiguen construir casos o ejemplos que sirven como si fueran un imán donde se concentran, después, casos y ejemplos parecidos. Para mí un primer parecido con esto está conectado cuando cualquiera de nosotros que cuenta un relato. Es muy común que, en la experiencia social de cualquiera de nosotros, cuando uno cuenta un relato, alguien inmediatamente cuente otro relato. Estamos en un lugar, alguien cuenta un relato, y otro dice “a mí me pasó una cosa parecida”, y cuenta un relato. Es decir, el relato se replica con otro relato, es decir, se contesta con otra historia y no con la interpretación del relato. Ese me parece que es el fluir de la narración. En la narración, el caso que se está contando en sí mismo, supone ya un campo de significación que no es necesario explicitar, sino que es necesario comentar, o completar, con otra historia. En el caso de Walsh, quería decir que más allá de las formas de su vida política, y que lo ha convertido en un punto de referencia importante, me parece que todavía no ha sido tomado como referencia el modo en que él resolvía estilísticamente sus intervenciones políticas. Se han escrito muchas denuncias de la dictadura militar, pero la Carta de Walsh tiene la eficacia que tiene por el modo en que está escrita. No es que no haya habido denuncias de la situación de la represión mientras sucedía. Entonces me parece que es una llamada frente a la retórica del discurso político de izquierda. Bueno, el discurso de derecha creo que ni existe ya, pero el discurso político de izquierda suele ser muy retórico, suele trabajar con pocos ejemplos y con pocas evidencias reales y con muchas opiniones generalizadas, y sería bueno atender, no solamente a los ejemplos personales de Walsh, sino al modo en que con su estilo dio una lección de cómo tendrían que ser verdaderamente los discursos políticos: breves, lacónicos, eficaces, construidos sobre argumentos y pruebas. Esa es una cuestión al margen. Volviendo a lo primero que vos planteabas, porque me parece muy importante este asunto del ejemplo, del caso, y me parece que, por supuesto, Freud era un extraordinario narrador de casos. No nos olvidamos nunca de esos casos, más allá del uso múltiple que se les pueda dar, pero todos hemos hecho la experiencia de leer “El hombre de los lobos”, “El hombre de las ratas”, y realmente son construcciones extraordinarias desde el punto de vista narrativo. El otro ejemplo que podríamos usar son los ejemplos que usa la filosofía. Por ejemplo, el relato de la caverna de Platón o el relato de la construcción de las paredes de Wittgenstein, donde un hombre construye una pared con otro, pero ¿en qué lengua se entienden? y empieza a hacer todo un análisis a partir del ejemplo.
RN: Esto no es una pregunta, sino simplemente una acotación a lo que venías diciendo. Decís, pasando por Saer, que la literatura no trabaja con conceptos, porque hay una dificultad para poner en relación experiencia y concepto. Decís que, en Saer, por ejemplo, la política se narra desde el interior, como experiencia, sin un marco conceptual, que sólo la eliminaría o exaltaría. El equívoco, el valor y su caída: La novela moderna, decís, es una novela carcelaria. Narra el fin de la experiencia y cuando no hay experiencia el relato avanza hacia una perfección paranoica. “La cárcel es una fábrica de relatos. Todos cuentan una y otra vez las mismas historias”. Esto pega justo al lado de algo que dice Lacan, que el hombre gira en redondo, que no hay progreso, que todos llegan hablando de lo mismo. Hay allí algo que se plantea como eterno. Lacan se muestra anti-liberal en este punto. Se trata, dice, de que algo cese de escribirse, para que entonces el significado no tenga el mismo valor, el intercambio material, dice. ¿Cómo concebir las condiciones para que algo no se perpetúe, para que haya caída? Para Lacan se trata de sustituir, de hacer equivocar. El término que usa es “sistema del mundo”, y esta sustitución, dice, es una caída, y precisa esa caída, cito: “aunque en ese mundo no se pueda decir nada del hombre, sino que está caído de él”. Entonces, ¿cómo concebir las condiciones para que algo no se perpetúe, para que haya caída?
RP: Por supuesto supongo que eso estará también implícito en lo que leías de Lacan. Me parece que el equívoco, el malentendido, la incomprensión, el sentido equivocado, en fin, todo lo que uno puede construir alrededor de esa escena en la que se cuenta siempre lo mismo, es lo que hace que la variación actúe. Quiero decir, por ejemplo, se cuenta siempre lo mismo porque se cree que el otro no entendió bien, o se cuenta siempre lo mismo porque se cree que el otro no recibió con el suficiente entusiasmo esa narración que hiciste, o se cuenta siempre lo mismo porque uno no termina de entender lo que está tratando de comunicar con eso que cuenta. Eso, en la literatura, está siempre presente. Quiero decir, por ejemplo, que en las novelas de Beckett es algo muy común. Situaciones de repetición que, sin embargo, no son siempre lo mismo. Por ejemplo, en Molloy (1951): alguien no quiere que el otro le siga contando una historia, y le pega con la muleta al final –tiene una muleta, son como dos clochards que andan por ahí. Entonces, habría que ver los momentos en los cuales esos relatos monótonos, que persisten y que intentan ver si pueden decir algo, están siendo interrumpidos por el malentendido, por la insistencia…
RN: Pero hay ahí algo de época ¿no? Porque la novela moderna va a parar ahí.
RP: También. Tampoco hay que tomar eso que estamos leyendo como todas opiniones que yo defendería como propias, son cosas que dicen los personajes, situaciones que en el contexto en el que se da el relato están funcionando de esa manera. Desde luego, la noción de “fin de la experiencia”, puesta por Benjamin en circulación, debemos entenderla como el triunfo de la información. Por lo tanto, me parece importante insistir sobre eso, porque lo que está diciendo Benjamin es algo que el mundo moderno no ha hecho más que confirmar. El fin de la experiencia quiere decir el triunfo de la información. Él hace esa relación de modo muy rápido porque, como sabemos, era muy lacónico también él, pero es el centro de su trabajo en El narrador. Allí reconstruye la importancia de la narración moral como transmisión de la experiencia y cómo eso fue cortado por la aparición de la información que despersonaliza los hechos. Eso sería, podríamos decir, el primer acercamiento a la noción de información: despersonaliza los hechos. Estamos ahí como frente a una situación con la cual, sin embargo, nos cuesta mucho comunicarnos e incorporarla. Entonces, el fin de la experiencia supone una sociedad donde todo es información, donde los sujetos ya no tienen otra relación con algo más que la información misma. Estamos muy cerca de eso en un punto. Es ahí donde, me parece, entraría la noción de “fin de la experiencia”, para ponerle el sentido que tiene para Benjamin. Porque, si no, se entiende el fin de la experiencia como que el mundo se ha ido agotando o que ha habido una pérdida de no se sabe bien de qué, y por lo tanto no hay más experiencia. Pero para Benjamin, yo insisto en eso, hay una tensión entre el mundo de la información y el mundo de la experiencia. Por eso, a veces, a todos nos pasa, que no es lo mismo ir a un lugar que ver ese lugar por televisión, para decir algo absolutamente trivial. Esa pequeña diferencia es la diferencia que tendríamos que pensar, porque yo puedo ir a Temperley, donde está el colegio al que fui de chico, colegio de curas, para peor. Y también puedo mirar un programa para ver cómo es Pekín. Y pensar que estoy entrando en un conocimiento mucho más amplio porque seguramente me van a decir bien cómo está Pekín. Pero, sin embrago, tomé el tren y fui a Temperley y caminé un poco por las calles donde caminaba cuando iba al colegio. Eso tiene una densidad que no se puede comparar. Esa diferencia no es una diferencia de importancia cualitativa sobre el conocimiento de la realidad, es sobre el modo en que el sujeto elabora su conocimiento de la realidad. Esa sería un poco la cosa: qué tipo de relación establece uno.
RN: Bueno por mi parte, quizás sea la última pregunta. Con Borges decís que todo final plantea una ambigüedad eficaz como efecto de clausura, que el final implica siempre una inevitable sorpresa. Mastronardi te hace decir que no tenemos un lenguaje para los finales y que quizás un lenguaje para los finales exija la total abolición de otros lenguajes. Se trata, decís, de cortar el circuito infinito de la narración. El final es corte, ausencia y olvido. Son pérdidas que escanden y escinden la experiencia. De las palabras que dicen que algo irrecuperable se ha ido, decís con Borges, que éstas palabras hay que oírlas, no leerlas. El equívoco, o aquella “ambigüedad eficaz”, es para Lacan el principio del chiste, para él una “equivalencia de sonido y sentido”. Lo oral, el valor de la oralidad decís, se juega justamente en los finales: es lo oral como corte, cierre y pérdida. Cuando un final revela su existencia, la situación de enunciación permanece como enigma ¿Cómo desplaza lo oral al oyente que, como decís, “está perdido y fuera de lugar en la fijeza de la escritura, de una identificación”? ¿Cómo participan la ambigüedad, el chiste, la enunciación como enigma, en la desmaterialización de esa fijeza, de esa identificación? Te pregunto: el diario que venís escribiendo desde 1957 y que empezaste a publicar por fragmentos, ¿eterniza o desmaterializa al autor?
RP: A mí, justamente, me gusta el diario como forma, porque siempre se puede empezar de nuevo. Sin la continuidad de la narración. Me parece que lo más atractivo que ha tenido el diario, y me he dado cuenta después, es que siempre hay otro día en que uno dice “bueno, hoy me levanté y algo pasa de nuevo”. El diario registra eso, que hay un día, después otro día, y que eso supone la ilusión de un comienzo de algo que empezó de nuevo. Mientras que la narración tiende a la linealidad, a establecer conexiones y relaciones de causa-efecto. Y si yo, en lugar de escribir un diario escribiera un relato, tomaría una semana de mi vida y haría con eso un relato donde los hechos parecen estar encadenados entre sí, o donde el narrador intentara que se encadenen entre sí para constituir una narración, que desde la Poética de Aristóteles sabemos que es establecer relaciones de causa-efecto. Hay una intervención buenísima de Forster, el novelista inglés, autor de Un pasaje de la India (1924). Forster tiene un libro lindísimo que se llama Aspects of the novel (1927), allí dice: “murió el rey, luego murió la reina, es un hecho”. Murió el rey y luego murió la reina de tristeza, es un relato: porque entró la causalidad ahí. Estableció una relación entre un acontecimiento y el otro. En un diario uno escribe “hoy murió el rey”, y al día siguiente uno escribe “hoy murió la reina”. Quiero decir, esa sería la lógica del diario, una lógica del registro del presente. El diario tiende a estar escrito en presente, siempre, esa sería una primera cuestión. En relación con el final, me parece que ahí podríamos encontrar otra vez un cruce con Lacan. Los escritores siempre consideramos que –otra vez este plural es un plural imaginario– Lacan estaba del lado nuestro cuando había puesto en crisis la noción de que las sesiones psicoanalíticas debían durar cincuenta minutos, porque empezó a pensar que el final es lo que decide el sentido, que reconstruye lo que se ha dicho y que, por lo tanto, dependía de una escena que no podía ser externa y formal. Pasados los cincuenta minutos, entonces, se terminó. No importa lo que se esté contando, para decirlo en términos de un escritor. Entonces, yo hago una distinción entre los finales que están establecidos en la realidad y los que no. Nosotros tenemos un tiempo acá, nos vamos a ir a las once y por ahí podríamos haber seguido hablando toda la noche, o por ahí nos hubiéramos aburrido media hora antes y nos hubiéramos querido ir. Es decir, que el final que nosotros ponemos, que es el final de los horarios y de las estructuras organizadas, suele ser externo al sentido que la propia dinámica de los acontecimientos tiene. Entonces, nosotros vivimos en un sistema muy organizado en el que los finales y los cortes están generalmente establecidos de un modo exterior. Es eso lo que critica Lacan en Freud, en la medida que este último había tomado la decisión de utilizar como final una forma que era externa a lo que estaba pasando ahí y, entonces, me parece que el gran movimiento, extraordinario, de Lacan fue hacerse cargo de la noción de final que está implícita en Freud y en la historia de la literatura, desde luego. Porque en la literatura, si uno quiere saber qué es la forma, si ustedes están preocupados alguna vez por la cuestión de la forma, en una película o en lo que sea, tienen que empezar a pensar primero en el final, en cómo terminó eso, cómo se cerró esa historia. Ahí es donde se puede entrar a discutir la cuestión de qué forma tiene esto, cómo es que se construyó su propio fin, en definitiva, como construyó su propia forma. Entonces, yo digo siempre, también en broma, que los finales en la vida son siempre inadvertidos o tristes, pues uno no se da cuenta que terminó algo…
RN: La sorpresa decías…
RP: Claro, es una sorpresa, uno no se da cuenta que terminó una historia. O es triste porque uno terminó una historia de amor, o la historia con un amigo y tiene que despedirse y entonces siempre los finales tienen algo. También la literatura es un trabajo de aprendizaje sobre qué quiere decir terminar algo. Cuando leemos literatura, o vemos un film, o entramos en el mundo del relato, también hacemos la experiencia de qué quiere decir terminar, que es algo siempre muy atemorizador en un punto, y que también puede ser liberador, en otro. Entonces la cuestión de los finales me parece muy importante y la decisión es muy importante desde el punto de vista de la propia vida, la decisión de Lacan, la de cuestionar el modelo de los cincuenta minutos más allá de la decisión que después tome cada psicoanalista. Pero apunta a esta línea: a exponer la cuestión del final como una cuestión que no debe ser externa al proceso mismo en el que se está produciendo.
RN: Está también la cuestión de la oralidad y la enunciación como enigma en el final…
RP: Es una cuestión que en la literatura está muy presente, en el sentido de que en la literatura, en la escritura, uno construye un lugar. A ver, cómo lo podríamos decir… uno empieza un relato y ese relato parece no estar dirigido a nadie. Puede estar dirigido a otro –muchas narraciones que cuentan cómo alguien le cuenta una historia a otro y todos usamos ese procedimiento pero, en principio, si una historia está escrita en tercera persona y comenzó, uno podría imaginar que no hay registro, que se han borrado todos los registros de la narración en el sentido clásico. Esta escena, digamos: estamos hablando y nos hacemos cargo del otro cuando estamos hablando y, por lo tanto, tenemos presente todos los elementos que pueden funcionar en una historia que estamos contando. Cuando contamos una historia, si el otro se aburre, se distrae, está cansado, cualquiera que haya contado una historia en una reunión de amigos, sabe muy bien que, para volver otra vez a Lacan, aquél a quien le estamos contando influye tanto en el lenguaje que usamos, y en el modo en el que estamos contando la historia, como nuestra propia poética, podría decirse. Uno sintoniza con el otro cuando está escribiendo o contando una historia y ahí podemos poner nosotros un ejemplo. La escritura se ha alejado de esa escena de un modo casi, no diría total porque es imposible. Pero, sin embargo, en el final, si ustedes leen los finales –voy a decir algo un poco arriesgado porque tendríamos que leer todos los finales para sostener una generalización semejante– verán que el final es siempre para alguien. No hay un final que no sea un final para alguien. Entonces es ahí donde yo veo aparecer la idea de que se está contando la historia a alguien real o no. Está en el relato implícito o no, y es para él, para ese que es el interlocutor implícito, para el que el relato termina. El modelo de esto es Sherazade en Las mil y una noches, la muchacha que cuenta siempre todas las noches una historia distinta para sobrevivir. Podría ser el primer ejemplo de esto, pero si uno mira con cuidado los relatos y vuelve a detenerse sobre los finales de las historias, encuentra siempre rastros de la presencia de esto. Yo les voy a contar una historia que todavía me avergüenza, pero la voy a contar porque es muy divertida. La primera vez que vi a Borges tenía 19 años. Había entrado en la Universidad recién, o sea que era el año 1959 o 1960, y nosotros organizamos desde el Centro de Estudiantes un ciclo de conferencias. Así, empezamos a invitar gente para que todas las semanas vinieran a La Plata a dar charlas, y el primero que se nos ocurrió fue Borges, y vine a verlo a Buenos Aires. Borges me recibió muy amablemente y me dijo que sí, que iría a La Plata y empezó a decir que le encantaba la ciudad y comenzó a contar historias de La Plata. Yo le dije que teníamos un dinero, que le íbamos a pagar, imaginen que le hubiera dicho en ese momento mil pesos. Y Borges me dijo: “Ah, es mucho”. Y me quedé cortado. Mire, le dije, no es nuestra la plata, que no era mucho, la universidad nos da el dinero, etc. Entonces, él me dice que no, que es mucho, que nos va a cobrar quinientos. Seguimos conversando, Borges tenía una capacidad increíble para crear cierta intimidad cuando uno estaba con él. Entonces, yo entusiasmado con esa intimidad que se estaba construyendo ahí, le dije que me parecía que el final de “La forma de la espada” no estaba bien. “¡Caramba!” me dice Borges. Yo todavía lo cuento y me sigo avergonzando, pero estaba muy entusiasmado en ese momento y entonces le digo, “mire Borges, Ud. Fíjese”. El relato cuenta la historia de una traición que, con un procedimiento clásico de Borges, está contada de una manera en la que el que cuenta es, en realidad, el traidor, pero uno no lo sabe. El traidor tiene una cicatriz rencorosa que le cruzaba la cara, tiene una cicatriz que tiene la forma de una medialuna y en un momento del relato alguien toma una cimitarra y uno se da cuenta que el que está contando la historia es él mismo. Pero Borges después le agrega un final donde el que está contando la historia dice: “yo soy John Vincent Moon”, así se llama el traidor, “ahora desprécieme”. A mí me parece que sobraba eso, entonces le digo: “mire, Borges, me parece que sobra”. Entonces Borges me contestó una cosa fantástica, me dijo: “ah usted también escribe cuentos”, como diciéndome “Ud. lee ya de una manera que no es inocente” o “Ud. lee cómo está hecho esto”. Eso es lo que me dijo, me pareció muy bien. Pero lo genial y esto viene muy bien para los psicoanalistas, cuando me iba, Borges me dice: “le he conseguido una considerable rebaja ¿no?”. Entonces, yo pensé –es genial el tipo ¿no?– se perdió esa plata, quinientos pesos, para que yo contara esta historia infinitamente. Creo que así conformó el mito, era capaz de perder quinientos pesos con tal de tener a alguien, como le pasó conmigo, que contara esta historia cada vez que pudiera.
RN: ¿Y lo de Mastronardi, esto de que no tenemos lenguaje para los finales?
RP: Sí, bueno, por ejemplo, yo en un momento estuve trabajando con Gandini para hacer una ópera. Hicimos una ópera y entonces ahí me ayudó mucho una observación de Fassbinder, el director alemán, que decía que en la ópera estamos en un nivel tal de emoción que ya no pueden hablar los personajes, entonces, cantan. Me ayudó muchísimo eso porque me di cuenta de que para que fuera posible, en lugar de decirle “hola, cómo le va, cante”, había que trabajar con situaciones narrativas o dramáticas muy extremas que hicieran posible que funcionara el hecho de que alguien ya no habla, sino que está en un nivel donde los sentimientos se expresan de otro modo. Me parece que a eso apunta Mastronardi, ¿no? Que el lenguaje de los finales sería un lenguaje muy trágico, muy extremo. Y, por supuesto, vaya uno a saber de qué final estamos hablando, en definitiva. Yo creo que esa emoción que está presente, por ejemplo, en esa serie de situaciones en las cuales se dice cuál fue la última palabra que dijo alguien. Vieron que hay como un repertorio de momentos en los que alguien en el momento de morir dice algo. Es un intento de aliviar esa situación, como diciendo “¿ven que alguien dice algo en el momento de morir?” No es que no haya lenguaje. Todos dicen cosas rarísimas. Hernández, por ejemplo, casualmente cuando murió dijo “¡Buenos Aires! ¡Buenos Aires!” Me dijeron que David Viñas murió y dijo “Caseros” ¡Qué extraordinario! Yo no lo sabía ¿Será que pensó “bueno, por fin no lo votamos a Rosas”? ¿o habrá pensado que estaba en una batalla? Entonces, hay algo que ya no se le puede preguntar al sujeto, el final sería eso…
RN: No hay duda de que Ricardo sabe contar historias y anécdotas. Le voy a pedir que cuente algo que me contó viniendo para acá. Yo decía que 1975 había sido un año particular para él. Vos, Ricardo, decías que en ese año encontraste tu voz, o una intriga, un enigma, en el sentido más fuerte de la palabra, pero la casualidad quiso que, en ese mismo año hayas ido a Paris…
RP: Bueno, estuve en Paris en ese año y había un amigo que había sido compañero mío de la facultad, se llama Jorge Giacobbe, que está todavía viviendo ahí en Paris. Estábamos parando en la casa de él, y me dice que Lacan va a empezar su seminario y me preguntó si quería ir. “Bueno”, dije yo. Fui el día que empezó el seminario que era sobre Joyce. La experiencia fue increíble, yo creo que era en la facultad de Derecho. Había una multitud variadísima. Era en un lugar muy amplio. Lo que más me impresionó, entre otras cosas, es que había un grupo de personas sentadas en primera fila que escribían, no sé si taquigráficamente, en una maquinita que no hacía ruido. Entonces, entró Lacan y –ustedes lo saben mejor que yo, pero en ese momento me impresionó– con ese cigarro ondulado que tenía que era bastante particular, con el cuello Mao, pero de médico. Yo tenía 34 años. Él llevaba puesto un sobretodo de piel. Era muy impresionante verlo aparecer. Entonces, de inmediato, se hace un silencio y lo divertido, me pareció a mí, es que él empieza a hablar en un tono que no se escuchaba, pero ni estando a un metro se lo podía escuchar. Así que la gente iba haciendo como un movimiento… parecía como el de las olas del fútbol, pero en ningún momento él levantó la voz. Como diciendo “no quiero que me escuchen”, supongo que era eso. Hablaba bajito-bajito y se producía un silencio que era único, porque cuanto más bajo hablaba él, más silencio había. Después, en un momento alzó la voz y dijo que iba a presentar a Jacques Aubert, un crítico especializado en Joyce, que dio una conferencia sobre Joyce muy buena; pero lo divertido fue que mientras este hombre daba esa conferencia, Lacan hacía de monitor, digamos. Por ejemplo, esta persona decía “Dublin”, entonces él escribía “Dublin” en el pizarrón. En definitiva, todo el mundo seguía mirando a Lacan. Fue una experiencia fantástica. Parecía que lo que él estaba haciendo ahí era mostrar algo que no era lo que decía, trasmitiendo algo que no tenía que ver con que lo escucharan o no… Así que fue muy interesante y divertido.
RN: Ahora, tal como se dijo, les toca a ustedes poner su parte. Queda abierta la conversación.
Mario Betteo: Hace algunos años leí una improvisación suya en un foro que tenía que ver con el psicoanálisis y, aquella vez, me produjo una impresión muy poderosa, porque encontré que su exposición había sido mucho más analítica, más inquietante, que todas las otras. Se trataba de una aproximación a la figura de Oscar Masotta, alguien que funcionó como un referente en la institución del psicoanálisis en la Argentina, y usted hizo aquella vez un comentario acerca de Roberto Arlt, recordará. Voy a decir simplemente dos cosas sobre ese texto suyo: lo que a mí me pareció muy interesante y muy inquietante, es que no hace con su lectura un homenaje de Masotta en ningún momento, sino que hace una lectura crítica. Primero, si mal no recuerdo, usted hace mención de que encuentra al autor haciendo una serie de despedidas y de abandonos. Masotta se va despidiendo de la locura, del marxismo, de Sartre. Masotta dice: “yo actualmente estoy leyendo a Freud y a Lacan”. O sea, que uno puede preguntarse si continuó esa despedida, si también se habría despedido de la lectura de Lacan, siendo que también es un hombre que curiosamente se fue de la Argentina. Por un lado, eso, tomar ese texto de esa manera donde hace una referencia no histórica, sino textual ¿De qué está hablando Ud. cuando incluye al padre en la serie de las despedidas? Y al final, justo el final, en el último párrafo, usted dice que tiene la apariencia o el aspecto de que este texto es como si fuera un análisis
RP: ¿Yo dije eso?
MB.: Pero aclara que le “parece” que fue un análisis, pero que, sin embargo, un análisis nunca es por escrito… O sea, se ve que cuando Masotta se metió con Lacan, con el padre, o con Sartre, la figura Sartreana del padre, hubiera sido una manera de poder situar ese abandono del padre de alguna forma. Entonces, esto da la impresión de que fue verdad.
RP: No sé si lo dije tan claro. Por un lado, yo admiro muchísimo ese texto de Masotta. Me pareció que en algún sentido tenía esa forma de réquiem, de “estoy dejando de lado una serie de etapas de mi propia vida”. En relación con la cuestión de la posibilidad de hacer algo parecido a un análisis por escrito, me parece que ahí está la ilusión de Sartre, que puede ser también que en Masotta haya estado presente. Es un texto que yo lo leo muy conectado con las palabras, que también es la despedida de la literatura de parte de Sartre. El sujeto se toma a sí mismo como si fuera otro y habla de sí mismo, de su neurosis y de sus distintos tipos de fijaciones, o de sus ideas fijas, con una distancia que le permite –o él imagina que le permite– referirse a sí mismo a través de una construcción estilística. En definitiva, es una distancia que construye a través de la retórica de la escritura. En ese caso, él se mira a sí mismo en la etapa arltiana, en el momento que tiene una especie de crisis luego de la muerte de su padre, también en ciertas relaciones con la izquierda, y con el marxismo. En ese punto es donde yo veía el texto como una despedida, y también ahí quizás surgió la idea de esa ilusión, un poco Sartreana, de que el sujeto se puede analizar a sí mismo. Sartre muchas veces utilizó ese método con los demás, con Genet, con Flaubert, conociendo bien a Freud como lo conocía Sartre. Los ensayos literarios de Sartre están muy conectados con algo –habría que leerlos de nuevo– que tienen mucho que ver con cómo se puede construir la personalidad de un sujeto, ya sea Genet, Baudelaire, Mallarmé o Flaubert, trabajándolo al sujeto como si todo lo que dice pudiera ser analizado en el sentido en que el psicoanálisis lo entiende. Desde luego que es un proyecto fracasado, porque nadie puede ni probar que esto es así, ni nadie puede asegurar que esa lectura de Sartre sea verdadera. Y después, Sartre se aplicó el método a sí mismo, porque era un hombre de coraje. Yo admiro mucho ese texto de Massotta, me gusta mucho, porque él hace la presentación de su libro y termina hablando de otra cosa.
Claudia Gaspar: Una pregunta sobre el libro Respiración artificial. Ahí, usted, hablando de esto que dice que no tiene resuelto, el leer mal, da muchas orientaciones sobre sobre Hegel, sobre Derrida, sobre Borges. Pero ¿Cuáles son sus fuentes en relación con la orientación que da sobre la historia argentina en cuanto a Rosas? ¿Desde dónde usted está leyendo la historia en esos personajes? Quisiera saber eso, su relación con la Historia. Y también: ¿podría decir algo más sobre “leer mal”?
RP: Es un libro que está muy conectado con la zona de un personaje del siglo XIX y también con la trama del presente, pero que al mismo tiempo tiene su propia voz en la novela. Y es un personaje que estaba muy presente para mí en el momento en el que yo estudiaba historia. Digamos, algunas figuras menores de la tradición del salón literario donde estaban Echeverría, Sarmiento y demás, que se quedaron en Buenos Aires en la época de Rosas y que, por lo tanto, todos tuvieron problemas con esa situación. Hubo varios que se quedaron y que al final terminaron por exiliarse. Yo escribí la novela acá, también tenía que ver con esa cuestión de qué suponía quedarse, porque a mí me parece, en un punto, que es una novela sobre el exilio, sobre la gente que está afuera y trata de conectarse. Entonces, para mí tenía un sentido histórico dado, que era esta experiencia de algunos unitarios que se habían quedado. El ejemplo más patético es Claudio Cuenca, poeta y médico, que lo llevan a la batalla de Caseros justamente porque es médico y porque el médico de Rosas deserta. Entonces, él va como médico del ejército y lo captura una patrulla del ejército de Urquiza y lo fusilan, y en la ropa le encuentran poemas contrarios a Rosas. De modo que hay, por un lado, un interés en la historia argentina y en estos personajes y, al mismo tiempo, me parece que también por ahí pasaba algo conectado con la situación en la que yo estaba cuando escribía la novela. Respecto a la cuestión de leer mal, quizás podemos poner el ejemplo de Borges. Por ejemplo, cuando Borges dice “la filosofía es una rama de la literatura fantástica”, produce un efecto absolutamente nuevo y novedoso. Así, uno empieza a leer y entender claramente lo que está diciendo. Pero al mismo tiempo está leyendo mal. Es decir, está cambiando el contexto deliberadamente, y me parece que ese es el método de lectura más productivo de Borges, que consiste en leer la cosa fuera de su contexto, leer la filosofía en el contexto de la literatura fantástica.
RN: Y ahí aparecen la historia y el contexto como procedimiento….
RP: Lo que se está produciendo ahí es algo que a mí me parece que es muy interesante para pensar. Me refiero a esta idea de que la lectura depende mucho del contexto en el cual uno lee los textos, el modo en que uno encuadra cuando lee. Borges se pasó la vida cambiando de lugar los textos y produciendo efectos múltiples a partir de esa situación. El ejemplo más claro de ese tipo de lectura es Pierre Menard. ¿Qué pasa si uno lee El Quijote como si hubiera sido escrito ahora? Le parecería un texto arcaico ¿Cómo es que se le ocurre escribir en ese español arcaico a esta persona que está escribiendo esta novela y por qué se le ocurre escribir la historia de un caballero andante? Es lo que hace Menard. Uno empieza a encontrar en el texto cosas que no existían antes allí. Si uno lo lee como un texto que está fuera de época, leído como hace Pierre Menard, todo comienza a sonar raro. Ese procedimiento, muy deliberado en Borges, es su gran invento. Para decirles la verdad, lo borgiano es eso. Porque a partir de ahí, todos hicimos eso después. Todos empezamos a ver algunas de las cosas fuera de su lugar, o las sacamos de lugar para ponerlas en otro lado. Si uno agarra todas las interpretaciones de Edipo, desde la primera hasta las distintas versiones que ha ido teniendo el debate sobre el mito de la tragedia, se da cuenta que los textos cambian porque cambian los contextos. En cada presente se lo lee en un circuito distinto con otro tipo de perspectiva. Borges lo hacía deliberadamente. Leía los textos fuera de su lugar y producía grandes textos de ficción con eso. Entonces, el leer mal habría que verlo por ahí. También habría que verlo en términos del equívoco. Yo diría que la literatura, cuando es buena, tiene siempre que obligarnos a leerla de un modo equívoco. Porque tiene más de un sentido, es múltiple y polivalente. Cuanto menos valor literario, más lectura única, diría yo. Participante I: En principio, mi respeto al señor Piglia. La cita con la que usted comienza es “tuvimos la experiencia, pero no tuvimos su sentido”, corríjame si no es así, “y adquirir el sentido restaura la experiencia”. Pero hace un rato usted dijo que lo que intenta la literatura es alcanzar el sentido que, sin embargo, nunca se alcanza. Pero me parece que la primera cita y esto que usted dijo son opuestas, a excepción de que –y esta es la pregunta que quiero hacerle– uno diga como en la frase de Eliot “una restauración de la experiencia es siempre fallida”.
RP: Está bien, está muy bien la observación. Yo creo que la aspiración al sentido es de los personajes de la literatura, más que de los escritores mismos. Me refiero a que uno podría ver en la literatura, en la construcción de los héroes o de los personajes, esa cuestión. Me refiero a lo siguiente, uno podría ver a la novela de muchos modos, pues es un género que siempre se está discutiendo. Yo tiendo a verlo básicamente como la construcción de personajes. Me parece que si uno quiere identificar el género puede decir que éste ha cambiado muchísimo, pero siempre ha tenido una cosa común, los personajes. Desde el origen hasta la actualidad, funcionan como aquello que identifica a la novela. Esos personajes pueden transformarse o convertirse en enanos como en el caso de Günter Grass, o en larvas como en Beckett, pero son siempre pequeños o grandes héroes que intentan encontrar el sentido. Habría que hacer la distinción entre cómo eso está presentado y la posición que tiene el propio escritor sobre su relación con el sentido. No sé si es confuso o claro, es decir, tendería a pensar la aspiración al sentido como aquello que es el motor de la novela como tal. Los personajes buscan eso, y luego habría que ver entre los escritores qué tipo de relación establecen con esto. En relación con la cita de Eliot, estoy de acuerdo en la medida que el sentido de los hechos, que puede ser retrospectivo, le da a la experiencia una significación nueva, la restaura. Participante I: Sí, lo que me parece es que la restaura, pero no de un modo definitivo, sino que produce constantemente un equívoco en esto de aspirar al sentido, pero no alcanzarlo.
RP: Creo que tendríamos que abrir alguna vez una discusión sobre el sentido. El psicoanálisis ayudaría muchísimo. Creo que no se puede vivir sin trascendencia, y que si la trascendencia no existe hay que inventar una. Cuando digo el sentido estoy diciendo trascendencia, estoy diciendo algo que no esté pegado a la propia empiria. Tenemos la experiencia misma de la empiria, de los hechos, y después tenemos algo sobre lo que nos parece que hacemos. Venimos acá porque nos parece que tiene algún sentido venir acá. Podríamos haber ido a una heladería. A mí, por ejemplo, me interesa mucho la conversación… Entonces, cada uno le pone a esto una significación que no está implícita en los hechos. Eso es lo que me parece que la literatura toma como material central, esa sensación de carencia empírica, de la pura empiria como infierno. Algo tiene que trascender esa experiencia inmediata. La otra cuestión que uno podría acusar en relación con esto, y también en relación con el psicoanálisis –y esta relación entre el chiste y sexualidad que decía Ricardo– es que, en verdad, lo que se construye en la literatura como respuesta a este problema es la ironía. Entonces habitualmente el narrador, que a veces cuenta su propia historia, ya sabe que aquel que busca el sentido no lo va a encontrar, y que va a fracasar, y lo mira con cierta ironía porque lo ve como alguien idealista que se entusiasma con esa posibilidad. Quiero decir que en las novelas muchas veces aparece un estilo, no sé cómo llamarlo, una forma, que consiste en que hay un desdoblamiento entre el que narra, el que mira los hechos y ya sabe que esa búsqueda, que puede ser El corazón de las tinieblas (1902), el personaje de Conrad que va por ahí a ver qué pasa. Me parece que ahí hay algo que tiene que ver con el análisis. El narrador ya sabe que la historia termina mal, mientras que el héroe no. Termina mal quiere decir que el acercamiento al sentido está siempre en suspenso, porque lo que importa no es encontrar el sentido, sino buscarlo.
Graciela Graham: El narrador, en ese punto, sería lo mismo que un analista. Lo que tengo no serían preguntas, porque a medida que va hablando me va respondiendo mis interrogantes. Para los analistas construir un “nosotros” no es fácil. Usted hablaba recién de esa clase a la que asistió de Lacan, donde estaba Jacques Aubert, y que sucedía exactamente lo contrario a lo que está sucediendo acá. Aubert, especialista en Joyce, invita a un analista, y acá pasa lo contrario. Un analista lo invita a usted, escritor, a hablar. Porque nosotros siempre pensamos, para mandarnos la parte, que tenemos como una cercanía con la literatura. Queremos tenerla, nos da como cierto dique tener esa cercanía. Ahora, eso también muestra una falta nuestra, que no es un déficit, sino discernir aquello a lo que nosotros nos dedicamos, lo que siempre fue complicado. Yo soy una de las personas que dice que el psicoanálisis no es literatura. Ahora, lo escucho a usted y me pregunto dónde encuentro la diferencia. Porque cuando usted dice que la literatura trata de poder desentrañar el final, creo que el psicoanálisis también ¿Qué es lo que nos diferencia, entonces? ¿Qué nosotros no sabemos escribir, en general...?
RP: No, bueno, no importa eso, porque escribir todos sabemos escribir. Así que no hay mayor problema por ese lado. A ver, ¿cómo vemos nosotros el psicoanálisis? Creo que, a ver si ustedes me confirman esto, el gran invento de Freud fue la transferencia y la escena analítica. Alguien habla con alguien al que no conoce con un preconcepto, con un marco, que consiste en que se supone que esa persona va a decir todo lo que le pasa por la cabeza. Esa es una máquina extraordinaria, una situación de lenguaje que parece ser artificial, y que en un punto lo es y no, dado que uno puede encontrar escenas parecidas, pero es muy difícil encontrar una escena igual, digamos, que esté en lo real…
GG: No, no, es una nueva escena en el mundo.
RP: Claro, entonces eso es tan distinto a la literatura… es absolutamente diferente. Ahora, los efectos que eso produce se pueden asociar con algunas cuestiones que suceden también…. GG: La única diferencia o una de las diferencias, es eso, el amor de transferencia…
RP: O, por lo menos, la escena. Yo digo siempre, un poco en broma y discutiendo con mis amigos, lacanianos muchos de ellos, que todo lo que dice Lacan tiene que ver con esa escena. Que uno no puede trasladar eso a otro lugar. Que, si él dice que lo Real no importa, que el acto sexual es imposible, todas esas frases que a todos nos gustan, las dice en relación con la escena analítica. No es que uno tiene que andar por la calle diciendo que no hay manera de llevar a ninguna chica a un hotel, o que una chica lo lleve a uno a un hotel, para ser actual en esta historia. Quiero decir, me parece que leer eso es un saber de la clínica. En fin, eso me parece.
Alexandra Kohan: Tomé cosas que se dijeron –no sé cuál de los dos Ricardo la dijo exactamente– y quería volver un poco sobre la aspiración al sentido por parte del héroe de la novela. Recién vos aclaraste que el escritor por ahí no va para ese mismo lado. Y también escuché que el olvido en todo caso escande o posibilitaría escribir la experiencia, y me acordé de lo que dice Laura Alcoba en La casa de los conejos, que escribe no tanto para recordar, sino para ver si consigue olvidar un poco. Es un relato de su infancia en la clandestinidad. Quería volver sobre este olvido.
RP: Eso, por ejemplo, lo encontré leyendo a Saer, que es un extraordinario escritor. Es muy común encontrar en Saer la metáfora de borrar como narrar. Él tiene un relato que se llama “Medio borrar”, se los recomiendo, es buenísimo. Allí alguien se está yendo de un lugar, y entonces el lugar se empieza a inundar. Santa Fe es el lugar, es una ciudad que podemos identificar, porque el protagonista se va a Paris y, por lo tanto, el mundo en el cual él está, se está inundando y borrando. Entonces, borrar quiere decir la expresión coloquial: “me borré”, “me fui”. Pero borrar también quiere decir borrar, como si la narración fuera algo, como si hubiera una especie de pared donde hubiera una historia escrita y donde hay que ir borrándola para que después no quede más que la pared. O sea, que estoy de acuerdo, con el ejemplo de Saer para confirmar esto que decías de ese libro. También la narración ayuda a olvidar, aunque quede eso escrito ahí. Me parece, por momentos, que los méritos de la memoria –que tiene un sentido político indiscutible que todos desde luego valoramos– han sido exagerados. Borges, por ejemplo, insiste mucho sobre las circunstancias del olvido. Insiste mucho sobre la memoria como condena. Tanto Funes y el texto de él sobre el insomnio están unidos por la idea de que está todo demasiado presente. Y Funes, el personaje que recuerda todo, es uno que no puede pensar. Borges lo pone muy claramente en el lugar de alguien que está completamente invadido por la memoria y, por lo tanto, parece pertenecer a otro reino, al reino mineral o al reino de los ácaros.
Participante II: Quería preguntarle algo en relación con el diario, si pudiera decir algunas palabras respecto a la autobiografía, a las memorias, al olvido. Para mí también volver a Temperley tiene otra densidad que ver las pirámides de Egipto por la televisión. Así que me gustaría saber qué idea tiene acerca del tema de la autobiografía.
RP: A lo largo del tiempo he vuelto, desde luego, a leerlo muchas veces. Lo leo siempre cuando no estoy bien, cuando estoy un poco distraído. Vuelvo ahí a ver y siempre encuentro lo mismo: situaciones. Pero me doy cuenta, y eso lo he dicho más de una vez, que las situaciones de mi vida que yo recuerdo con mucha nitidez no están escritas en el diario, eso significa que no me di cuenta, en ese momento, de la importancia que tenían. Sólo luego, el recuerdo me hizo ver situaciones que rememoro con mucha intensidad y que, en el momento que las viví, si me tengo que guiar por el diario, no están escritas, o no dejaron mucho rastro. Y, por otro lado, situaciones que en el momento que las escribo parecen importantísimas, ni las recuerdo ni me parecen para mí, vistas hoy, como cuestiones que fueron tan decisivas como me parecían a mí en ese momento. Entonces, un diario también es un control de la memoria, control no es la palabra, pero es un registro donde uno puede percibir la tensión que hay entre lo que recuerda y lo que ha vivido, cómo lo vivió en el momento y cómo lo recuerda luego. Esa es una cuestión. En cuanto a las autobiografías, yo creo que en un momento funcionaron como una especie de género de presentación frente a la sociedad o de reivindicación de algún tipo de hecho. Muchas veces las autobiografías se escriben como defensa frente a algún tipo de calumnia o de disputa que se está dando. Hoy me parece que se ha convertido en un género literario, sobre todo ahora, me parece que hay como una especie de inflación del yo, todo el mundo cree que su historia es fundamental. Yo creo que es por eso que la gente paga un análisis. Me parece que está ligado a esta idea de que todos tienen una historia para contar, creen que es fundamental y se la quieren contar a alguien. Pero, como ya nadie lo escucha, dicen “bueno, voy a pagar”. Por ejemplo, yo pensé que sería bueno trabajar con series, publicar en el diario, supongamos, por ejemplo, todas las veces que fui a tomar un café con un amigo, todas las veces que fui al futbol, y hacer un capítulo con eso, tomar elementos de la experiencia y hacer series largas, y ver qué sucede con eso. Sobre todo, siguiendo la idea de que las cosas se repiten, para ver de qué manera se repiten en el momento, cómo las vive uno cuando se repiten, etc.
Participante II: ¿son ficción en ese momento?
RP: Bueno, hay una distancia, uno puede verla con cierta distancia, pero no hay ironía, en el momento nunca hay ironía. Digamos, es muy difícil incorporar la ironía en un diario, en la medida en que uno está trabajando casi inmediatamente sobre el presente mientras sucede. Pero bueno, la autobiografía es una forma que tiene una tradición fantástica. Freud es un gran escritor autobiográfico Dolores Rojas: Yo quería abordar una cuestión del final, una pregunta que se hizo sobre el final que es ¿si se eterniza o desmaterializa al autor? Porque usted contesta, no hay final que no sea para alguien. Pero ¿Qué pasa con el autor y el final? Quizás por ahí haya otra diferencia con el analista y el final de un análisis.
RP: Bueno, yo creo que hay que pensar sobre eso, no tendría una respuesta. El final es el final para los personajes. Es en relación con los personajes que se piensa en el momento en el que algo se cierra. Pero también uno tendría que tener siempre la distancia, en función del hecho de que el narrador también decide cuándo termina la historia. Entonces, esa distinción entre el final de los hechos y el final del relato sobre los hechos es también un elemento siempre. Por ejemplo, era muy común en el siglo XIX que los novelistas terminaran con un epílogo donde los hechos ya habían terminado de ser narrados, y luego se contaba qué había pasado con los otros personajes.
RN: Quizás la cuestión del autor, de alguna manera, pasa por la cuestión del nombre propio. En ese sentido no deja de ser curioso uno de los primeros cuentos tuyos, que de hecho ya mencionamos, “Nombre falso”. ¿Por qué, hablando de los finales, si los finales tienen algo que ver con los comienzos, arrancar con “Nombre falso”? Eso pone un sentido.
RP: Bueno, la relación que uno tiene, Uds. saben eso, con el nombre propio, es una relación muy extraña, de hecho. Entonces, lo que se llama un autor, sería alguien que tiene que reconocer siempre ese nombre como el propio nombre y uno no siempre tiene esa relación tan directa con eso que sería su propia identidad como tal. A mí me gusta mucho esa idea de las vidas a las que les podemos dar todo el sentido que sea, vidas clandestinas. Me gustan mucho los sujetos que tienen varias vidas, esos sujetos que muchas veces tienen experiencias durísimas, que tienen una vida, por un lado, y paralelamente funcionan en otro circuito. Los jugadores, por ejemplo, son sujetos que hacen una vida más o menos estable en un punto y después cada tanto se escapan al casino o a donde sea y ahí funcionan de otro modo. Siempre me ha parecido interesante esta cuestión de que nunca somos tan unitarios ni nunca somos tan claros ni nunca tenemos una vida tan nítida ni tan transparente, obviamente. Sería bueno que todos tuviéramos un nombre falso.
AK: Sería como una autobiografía no autorizada…
RP: Sí, bueno, sería como una autobiografía del otro.
Participante III: Tengo un recuerdo que se ha borrado. En un artículo que vos escribiste en Formas breves (1999), justamente volviendo sobre esto del final, decía que el analista pensaba que si se dejaba una prima en la ruta alguien iba a pasar a buscarla y se iba a dar un sentido, y que el escritor en esto tomaba cierta distancia. Eso me pareció un punto. El otro punto que destacar, creo que era cierta economía del lenguaje en relación con que el analista decía en voz alta algo que el escritor sabía que había que callar, incluso que el no decir es condición de que el relato avance….
RP: Cualquier relato que ustedes hayan leído siempre se puede continuar. Lo mismo vale para cualquier relato que uno imagine, cualquier relato que se nos ocurra recordar. “Sur” de Borges, termina con Dahlmann que sale. Bueno, pero podríamos seguir el relato. Lo mata y después lo entierra, o no lo matan y viene la policía. O sea, que lo que parece siempre un final tan perfecto, sin embargo, suspende una acción que podría seguir. Es un poco la historia esa que cuenta Flannery O’Connor, que es una historia lindísima, una historia muy fantástica, extraordinaria, de una especie de aventurero que anda por ahí y que llega a un pueblito, se interesa por un auto, entonces seduce a la hija de la dueña del auto para que ella le preste el auto en el viaje de bodas y salen, se casan y, finalmente, salen con el auto, pero él la deja en una estación de servicio y se escapa con el auto. Entonces, Flannery O’Connor siempre decía cómo seguía la historia, qué pasaba con la chica que se había quedado en la estación de servicio, si venía alguien a buscarla o dónde dormía esa noche…. O, si no, la idea de por qué terminó así la historia, y explicaba por qué no nos enteramos qué le pasó a esa muchacha que se quedó sola ahí. Entonces, siempre hay que tener cuidado con eso, en qué momento uno cree que la historia dice todo lo que uno quería decir, esa es una cuestión. Luego, lo otro, yo creo en la cuestión del silencio. También Lacan lo puso en juego y renovó tal idea cuando se tendía siempre a considerar que todo se podía decir. En la literatura sabemos que no se puede. Es imposible contarlo todo, entonces hay que elegir qué es lo que uno va a dejar afuera, sería imposible escribir una historia donde uno quisiera que entrara todo ahí. Hay que tomar una decisión y ver qué es lo que se excluye.
RN: En la Historia crítica de la Literatura Argentina, dirigida por Noé Jitrik, en la primera página queda dicho que no se puede hacer una historia de la literatura argentina sin hablar de la relación de nuestra literatura con el psicoanálisis. Leí algo de Jitrik, alguien que también ha escrito bastante sobre literatura y psicoanálisis, de que el lacanismo está desparramado por Buenos Aires como un discurso y que ha entrado absolutamente en todos lados. La pregunta es la siguiente. En el N° 4 de la revista El río sin orillas hay un largo reportaje que te hacen a vos, y a continuación de ese reportaje hay un pequeño ensayo sobre Respiración artificial. En ese ensayo se dice sobre la novela que a mí me pareció algo desmesurado, se dice que “si bien en la novela Lacan no está nombrado ni una vez, su alusión es permanente. Que está en el aire de la novela desde la primera hasta la última palabra”. Eso está escrito hoy en Buenos Aires, y quizás valga como ejemplo.
RP: No me di cuenta, lo miré por arriba. Tampoco me acordaba de la mención al psicoanálisis dentro de ese primer tomo del que hablabas. Pero, de todas maneras, me parece que aquella es una interpretación de la novela. Tiene todo el derecho a decirlo. Puede encontrar todos los signos de esa presencia, pero no era algo que yo hubiera escrito en ningún sentido deliberado, para nada. Entonces, puede ser que encuentre, que se encuentren en los libros, cuestiones que están implícitas y desde luego que hay un aire de época también, de lugares, podría ser. Pero no me parecía a mí.
RN: Está esto que decía Graciela hace un rato con lo que no estoy tan de acuerdo, dicho así, de que los psicoanalistas querríamos tener algo que ver con la literatura. Pero, dicho así, se lo podría dar vuelta y decir que a veces la literatura pareciera querer tener algo que ver con el psicoanálisis.
RP: Puede ser, porque es un público muy bueno el público de psicoanalistas… Son los únicos que compran novelas… GG: ¿Qué siente el escritor cuando –supongo que debe pasar habitualmente– le vuelve la lectura del lector, que seguramente no tiene que ver, muchas veces, con la intención que usted tiene en su novela? Lo que les vuelve, como ahora, una interpretación que quizás usted ni pensó… ¿Es una sorpresa de lo desconocido de algo que es propio?
RP: Igual, no sólo por lo que se dice, puede ser más o menos próximo a lo que uno imaginó que era lo que quería. El hecho de, por lo menos en mi caso, de leer un ensayo, una crítica o una reseña que esté referida a un libro que yo he escrito, siempre produce un efecto extraño. La metáfora que uso es que tengo la misma sensación que cuando uno lee una carta que no le está dirigida, donde se habla de uno. Porque la crítica no está dirigida al autor, el que escribe el ensayo, el que escribe la reseña, en fin, no le está escribiendo eso al autor del libro, le está escribiendo eso al público que ha leído o no ese libro. Entonces, en mi caso, he tenido siempre la sensación de que yo me metía en una cuestión en la que aparecía como tema del asunto, pero no como destinatario de eso. Siempre me produce una sensación… en general, como criterio, siempre leo las cosas que se han escrito sobre mí mucho tiempo después. Nunca leo las reseñas cuando salen, siempre las leo un año después, cuando ya puedo tomar una distancia respecto a lo que fue ese momento. Me producen un efecto, como digo siempre, muy levemente perturbador. No tiene que ver con nada, no tiene que ver con el hecho de que sean o no, para mí, precisas o exactas respecto a lo que dicen, o que sean elogiosas o no. No pasa por ahí. Pero como yo mismo he hecho crítica, también sé que muchas veces uno encuentra cosas en los textos que quienes los escribían no tenían en ese momento en cuenta, pues los textos tienen una autonomía. ¿Terminamos aquí?
RN: Así es. Muchas gracias a Ricardo y a ustedes.