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La vida no tiene borrador

DE SANTIS, Pablo. La vida no tiene borrador, Man, Buenos Aires, enero de 1993, pp. 42-45

Published onNov 10, 2020
La vida no tiene borrador

Es uno de los grandes narradores argentinos. en sus relatos y novelas (la ultima de ellas, "La ciudad ausente", convertida en inesperado bestseller) ha dado realidad a historias imaginarias, y ha convertido en ficción a la critica y la historia. investigador brillante de las relaciones entre la literatura y la sociedad, sus ideas, a menudo expuestas en universidades norteamericanas, no escapan a la provocación.

Ricardo Piglia vive en el centro, en un piso alto, no lejos de las facultades; un departamento que habita desde hace muchos años, y que ha alternado con su residencia en universidades norteamericanas. Cuando lo entrevistamos, café de por medio, estaba dando los toques finales al guión de "Foolish Heart", que le encargó Héctor Babenco. El director de "Pixote" se había entusiasmado con aquella perfecta nouvelle de Piglia, "Prisión perpetua", y quería hacer una película que, de algún modo, rescatara, si no la historia, el clima del texto. Un poco asediado por la vida en Buenos Aires y los efectos (entre ellos el éxito) de su novela, Piglia había pensado viajar a Mar del Plata, aislarse, pero finalmente no fue necesario; el guión, al menos en su primera versión, quedó completo en Buenos Aires. Algún entrevistador dijo de Susan Sontag que, cualquier tema que se le planteara, parecía que ya lo había pensado antes; lo mismo puede decirse de Piglia, tal es la precisión, la nitidez y la concentración de ideas cuando habla. Por otro lado toma las entrevistas no como una tarea de enfrentamiento sino como una suerte de trabajo en equipo; una investigación a desarrollar que toma la forma de una conversación.

—En Argentina hay hoy una especie de euforia en el campo cultural y la literatura parece encontrar nuevos lectores. ¿Cómo ve usted este entusiasmo?

—La literatura argentina siempre renace. Hay dos historias: por un lado la persistencia de nuestra literatura, la presencia a veces secreta de una tradición crítica que viene de José Hernandez, de Eugenio Cambaceres, y por otro lado las rachas del mercado, los olvidos o los brillos en los que son envueltos los escritores. En determinados momentos hay una especie de euforia y de mirada exitista y parece que renace el interés por la literatura argentina. Algo de eso está pasando ahora y está muy bien. Pero la literatura argentina va a persistir aunque no tenga clientes, sus lectores le alcanzan para sobrevivir.

—En momentos de entusiasmo vuelve a aparecer la figura del escritor de éxito. Alguna vez, a propósito de Cortazar, usted escribió sobre este tema...

—Hoy el riesgo del escritor es el éxito y el reconocimiento y ya no el aislamiento o la soledad. El modelo de lo que antes era el escritor fracasado es hoy el escritor exitoso. Borges, por ejemplo, que terminó convertido, como bien decía Saer, en un viejo que decía chistes en los diarios. Basta ver lo que era Bioy cuando escribió "La invención de Morel", "Plan de evasión" o "El perjurio de la nieve" y lo que escribe ahora que ha encontrado el reconocimiento y el público que seguro merece. Cortázar es también para mí un ejemplo nítido de esa fractura que se hace cada vez más rápida. Antes por lo menos los escritores tenían diez o quince años para desarrollar su obra en paz, ahora el éxito viene de entrada e incluso el éxito y el reconocimiento llegan antes de haber escrito los libros. La lógica indica que pronto van a ser más útiles los escritores que las obras. Los norteamericanos han vivido este proceso antes y con mayor intensidad que nosotros y a eso se refería por supuesto Scott Fitzgerald cuando decía: "Los escritores norteamericanos no tenemos segundo acto". El éxito liquidó a Salinger como liquidó a Hemingway o a Hammett o a Capote y casi liquida a Mailer. Como esto es inevitable y es externo a la literatura y obedece a una lógica social, todo escritor argentino tarde o temprano es obligado al reconocimiento y es exaltado y se convierte en best-seller, por eso digo que los únicos escritores realmente interesantes son los que no pueden publicar, los que son rechazados por los editores y sobre todo los escritores a quienes los editores les indican cómo deben reescribir sus libros para ser publicados. La única manera de resistir esta marea es hablar de otra cosa. Esa era la lección de Joyce ("Ya que no podemos cambiar la realidad, cambiemos de conversación") y también la lección de Roberto Arlt, que vio en la sociedad literaria un modelo concentrado de la sociedad política, una muestra de laboratorio, un ejemplo en el sentido que le dan a esta palabra los científicos. Pensar en el espacio público y no en el público, en los procedimientos de construcción de figuras sociales y de creencias y en los usos del nombre y de la fama y no en las rencillas literarias por la legitimidad o en los escalafones de escritores o en las listas de best-sellers. Hay que hablar del estilo literario de los políticos, del relato criminal de los dueños del poder, de la destrucción de la lengua argentina por parte de la familia Alsogaray. El estado desaparece como figura económica y crece como forma verbal: define los usos de la verdad y el imaginario social.

—En muchos de sus textos aparecen las relaciones entre el crimen, la sociedad y la literatura. En Argentina ha habido algunos crímenes, como el de María Soledad, que han tenido un peso enorme en el imaginario de la sociedad...

—Toda esta serie de casos tocan lo que la gente ya sabe que es el mundo del poder. Cuando digo "gente" quiero decir: los que están afuera de la construcción de la opinión. El pueblo ya sabe que el poder está organizado de esa manera. Es una especie de saber popular, una forma de resistencia tradicional: la desconfianza al mensaje ambiguo del poder político. Pero hay un momento en el que esas situaciones se vuelven reales y por eso tienen un efecto de expansión, porque no hacen sino cristalizar lo que se sabe: que hay corrupción, que hay crímenes, que se tapan los crímenes, que la ley es despareja, que las jovencitas de las clases populares están destinadas a convertirse en amantes de los poderosos...todo ese imaginario que circula desde siempre en la literatura popular.

—¿Cómo se conectan estos hechos con la literatura policial?

—El género policial enseña a mirar la sociedad desde el crimen, desde una tensión

entre la ley y la verdad. Y dice que esas relaciones no son simétricas. Mientras la sociedad dice que la ley y la verdad están unidas, el género las muestra escindidas. Desde ese punto de vista uno podría mirar la sociedad argentina con bastante agudeza. Uno de los elementos básicos del debate político pasa justamente por esa tensión: qué se sabe, que se dice, cuál es la verdad, cómo se puede probar y qué cosas puede resolver la ley en relación con eso.

—Tenemos una tradición de crímenes, pero no tenemos, al parecer, una tradición en literatura policial...

—Cuando uno se pregunta qué quiere decir escribir policiales en Argentina tendría que plantearse qué quiere decir traducir un género. Ahí aparece un problema interesantísimo en la literatura argentina: ¿qué quiere decir traducir? ¿qué tiene la cultura propia que transforma lo que viene de afuera? En el caso de los géneros populares esta cuestión se ve con más nitidez. Centralmente lo que se ha traducido del policial ha sido el detective, la figura más difícil de traducir. El detective tiene una cualidad muy difícil de reproducir en Argentina: es lo privado, la posibilidad de construir la verdad desde un ángulo que no tiene nada que ver con ningún lugar social. Este es el punto sobre el que el género se construye. El detective es un tipo que está solo y que no tiene relaciones institucionales, hasta el punto de que es célibe, porque elude incluso el lazo social fuerte que supone la familia. Esa figura es difícil de hacer porque por un lado no tiene tradición en lo real y por otro no podría tomar esa característica del héroe: que es una figura moral, que no se corrompe. También habría que ver la diferencia entre el estado de las sociedades modernas, que es un estado de vigilancia, contra un estado represor y criminal como el de aquí.

—Usted ha vivido cuatro años en los Estados Unidos. ¿De qué manera se manifiesta allí ese estado de vigilancia?

—En la sociedad norteamericana aparecen cosas que uno puede encontrar en Argentina años después. Es un viaje al porvenir, a un porvenir no deseado ( o deseado por algunos). El estado vigila de una manera invisible, tiene un tipo de resolución de conflictos instantánea. Cuando ocurre un hecho de violencia aislado se produce una reacción rápida y brutal de tipo militar. Se resuelve la situación y la sociedad vuelve a estar vigilada por una presencia invisible. Cuando aparecen situaciones tan ligadas al funcionamiento de una sociedad, como el caso del amateur que filma una acción violentísima del estado, pareciera que estamos en el núcleo básico de la sociedad moderna, Todo está siendo filmado, los sistemas de control están muy desarrollados hasta un grado de vigilancia intensísimo. El sujeto que no puede ser vigilado porque es invisible es el psicópata, que actúa de manera inesperada. Alguien que actúa sin motivación aparente o que exaspera una motivación hasta un punto límite y destruye la posibilidad del género, porque el policial se construye a partir de cómo podemos prever y reconstruir una motivación. —Parece como si el psicópata, fuera una tradición en Estados Unidos, y hubiera una forma nacional para el crimen.

—Es habitual. Leí hace poco una entrevista a Paul Schrader (guionista de "Taxi Driver", director de "Mishima"): él dice, a propósito de su personaje, ese taxista que vaga solo por la ciudad, en ese auto que parece un ataúd, figura paradigmática y anticipatoria, que un japonés, puesto ante una situación límite, extrema, se suicida. Un norteamericano antes de suicidarse mata a los demás. Tiene que ver con la característica de un estado que tiende a mantener el control de los individuos hasta un punto extremo. La ruptura funciona como el único punto de resistencia posible, un sujeto que actúa asumiendo toda la violencia social implícita.

—A propósito de la vigilancia, ¿de qué manera se relacionan ciertas costumbres televisivas, como la cámara oculta, esa obsesión por mirar sin ser visto, con las cámaras de control?

—La televisión es un espejo psicótico. Un espacio privado: uno mira televisión acá o en Estados Unidos y se da cuenta de que es un mundo onírico. La cámara oculta es una manera de expresar lo que la sociedad va a promover si este modelo funciona. Una sociedad donde las cámaras estás ocultas en bancos, en supermercados, en hoteles, donde. deben estar para que en el espectáculo organizado que son los lugares públicos nadie pueda quebrar la circulación sin ser identificado. Apuntan a decir que todos debemos imaginar que hay siempre una cámara que nos está filmando. Eso es lo que el estado quiere y ése es el estado televisivo: todos podemos ser participantes• de un programa de televisión. La clave no es que todos somos espectadores, sino que todos podemos ser filmados. Que todos estamos siendo filmados.

—Al enseñar literatura argentina en los Estados Unidos, de algún modo ha tenido que construir una imagen de nuestro país a través de obras y autores. ¿Cómo ha sido esa experiencia?

—Es una experiencia interesante trabajar sin sobrentendidos. Uno dice Yrigoyen y tiene que explicar quién es...Incluso Eva Perón, no digamos Marechal...Algo tan interesante como el cambio de lengua y simétrico al cambio de lengua. Pasar una cultura a otra. Uno es casi el informante de una tribu que viene a ver si es posible establecer alguna conexión. Yo conozco bastante bien la literatura norteamericana, por eso a veces busco a partir de algún punto de referencia común. ¿Cómo transmitir tuna tradición? Hay un interés por la cultura latinoamericana y dentro de ese interés es difícil transmitir la cultura argentina. Existe el modelo de literatura latinoamericana a lo García Márquez, por ejemplo, y frente a eso hablar de Arlt, de Borges, de Macedonio Fernandez complica las cosas. El último seminario que di en Harvard se llamaba "La ficción paranoica". Ahí encontré un modo de trabajar con el contexto norteamericano y hacer ver que estamos en tensión con una tradición mayor. La dificultad está en construir un contexto que permita el sobrentendido. Hacer ver la relación de Arlt con Philip Dick o de Macedonio con Walker Percy.

—Su última novela, "La ciudad ausente", se ha convertido en un éxito, apareció durante semanas en las listas de best-sellers, a pesar de que no es un texto fácil, complaciente...

—Me sorprendió la circulación rápida de la novela en un público mucho más amplio del que uno podría esperar. Se ha vendido bien, y con sostenido ritmo de venta. De alguna manera prueba que hay un público dispuesto a leer novela argentina. Creo que si uno no tiene en cuenta al mercado, al escribir, encuentra un público mucho más amplio.

—¿Cómo nació ese libro?

— "La ciudad ausente" tiene una primera versión que escribo entre el año 82 y el 85. Hice una primera versión y decidí no publicarla, porque el libro no tenía todavía lo que yo estaba buscando. En el medio vino el viaje a los Estados Unidos, que duró cuatro años, y decidí no escribir ficción para poder estar más abierto a lo que estaba pasando en Nueva York, a la vida en otro país y en otra lengua. Volví a fines del 90 con la idea de quedarme un tiempo en Buenos Aires y ahí la retomé y reescribí todo el texto.

—Dentro de la novela norteamericana contemporánea, ¿qué autores o qué lineas le interesan más?

—Un escritor clave para mí es William Burroughs, con "El almuerzo desnudo". Abre caminos al cruce de los géneros populares, la novela policial, la ciencia ficción, los relatos fantásticos, mezclados con momentos autobiográficos... También Philip K. Dick, Thomas Disch, William Gibson...Y Thomas Pynchon, a quien admiro muchísimo. Han resuelto el debate actual entre la alta cultura y la cultura de masas. Frente a la tradición minimalista, standard, del New Yorker, Salinger inclusive, Cheever, que a menudo son vistos como "la" literatura norteamericana porque siguen el modelo de Hemingway y Fitzgerald de los años veinte, frente a eso me interesa este tipo de ficción que tiene antecedentes en Melville, en Faulkner, y que se cristaliza en Burroughs. Resuelve este problema sin caer en el estereotipo del relato lineal y sencillo y se hace cargo de la forma de la cultura de masas pero maneja los temas de la alta cultura.

—¿Cómo ve hoy a la literatura frente a los otros medios?

—Yo diría que la literatura es un ejército en retirada que libra batallas de hostigamiento con la cultura de masas. Los géneros populares, el policial, la ciencia ficción, el relato de terror, que han surgido a mediados del siglo XIX con Poe como figura central, han venido a mediar en un conflicto de fondo entre la cultura de masas y la alta cultura. Quedan pequeños destacamentos de vanguardia en la literatura que tratan de mantenerse en acción frente al avance de un ejército casi invencible, el de la narración social: el cine, la televisión, el periodismo... Es un desplazamiento por el cual la literatura empieza a perder ese predominio que tenía en la construcción del imaginario colectivo. La gente leía a Dickens o a Balzac como hoy ve telenovelas, por los mismos motivos: buscar un imaginario donde se resuelvan ciertos conflictos.

—¿Para qué se lee? ¿Para qué sirve la literatura?

—La literatura funciona como una especie de laboratorio de la vida. La gente lee literatura o se conecta con el relato porque en la vida no hay borradores... (es el inconveniente máximo y la máxima atracción que tiene la vida, uno vive las cosas y las vive en el momento). La única ilusión de aprender algo es con una experiencia de las vidas posibles que se pueden encontrar en la narración. A ver si cuando llega el momento de actuar uno puede tener un héroe que le sirva de modelo.

***

Ricardo Piglia nació en Adrogué en 1941. Ha vivido en Mar del Plata, en La Plata, en cuya universidad cursó la carrera de Historia, y en Buenos Aires, donde reside. También en Estados Unidos, donde dictó seminarios sobre literatura argentina en Harvard y otras universidades. Publicó su primer libro, "La invasión" (cuentos, premio Casa de las Américas) en 1967. En su siguiente obra, "Nombre falso" (1975), incluyó uno de sus textos definitivos: la nouvelle "Homenaje a Roberto Arlt" donde experimentó. con el cruce entre crítica y ficción. Llevó ese procedimiento a niveles de enorme complejidad e intensidad en "Respiración artificial" (1980) considerada como una de las novelas fundamentales de la década. En 1988 aparece "Prisión perpetua", volumen en donde junto a la nouvelle que da título al libro recogió cuentos anteriores. También ha publicado en distintos medios ensayos críticos sobre literatura argentina, reuniendo parte de estos trabajos, junto con material de entrevistas, en las dos ediciones de "Crítica y ficción". Ha dirigido la colección Serie negra, que dio a conocer a los grandes autores de la novela criminal norteamericana, y actualmente está a cargo de la colección Sol negro, de Editorial Sudamericana. Su última novela, "La ciudad ausente" (su mundo es una Buenos Aires vagamente futura; su eje una máquina de narrar, inventada por Macedonio Fernández), estaba a punto de agotar, en el momento de la entrevista, su tercera edición.

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