CAMPOS, Marco Antonio. “Una palabra que no termina de decirse. Entrevista con Ricardo Piglia”, Casa del Tiempo, Vol. III época V número 38, Ciudad de México, marzo 2017
La primera publicación de la obra de Ricardo Piglia en México fue la antología Cuentos con dos rostros (UNAN, 1992), preparada por el poeta Marco Antonio Campos. Recuperamos un fragmento de la extensa conversación incluida en ese volumen cuya cuar-ta de forros —también de la pluma de Campos— sentenciaba: “Las ficciones de Piglia se emparientan, por su imaginación y lucidez, con el orbe borgeano, y por su experimentación múltiple con el `meccano’ que creó Cortázar. [ ...] En sus cuentos, debajo de la historia, suele haber una historia oculta con un enigma terrible. [ ...] Piglia sabe unir en sus ficciones la construcción intelectual y el diario drama de la vida”.
Lo que más me llamó la atención en sus libros, cosa que no he visto en otros narradores, o al menos no en tal cantidad, es el viento de historias que hay en ellos: argumentos, peque-ñas historias, microhistorias, cuentos, que van enlazándose, superponiéndose. ¿Por qué? ¿Cuál es la intención o el sentido?
Las intenciones son resultados más que posiciones previas, se descubren a medida que uno escribe. La poética, digamos, se descubre a medida que se avanza de libro en libro. Me importa en la narración la circulación de las historias. A partir de, creo, el 1975, empiezo a encontrar una voz propia, a encontrar cierto espacio, algo que podríamos llamar un enigma, una intriga, en el sentido fuerte de la pa-labra. La intriga que empieza a llevarme de un relato a otro y que crea ese sistema, o mejor, esa posibilidad de circular entre las historias. En el último libro (La ciudad ausente), donde esta idea —de un narrador que circule entre las historias— se convierte en anécdota. En los libros anteriores esta idea era la que hacía que el libro se escribiera.
¿Ese personaje, ese narrador que circula entre las historias, sería Emilio Renzi, que aparece en sus dos novelas y en algunos relatos de Prisión perpetua?
Renzi es un personaje que acompaña a todos los libros que he escrito. Él sería el eje que organiza el conjunto de los libros. Pero también, por una parte, me interesa esa velocidad de la narración, en el sentido de que toda historia tiene una suerte de enigma o secreto, que para descifrarlos se necesita pasar a otra; por otro lado, casi podría decir que ese es el modo en que el escritor se relaciona con el mundo o la sociedad. Cada vez veo más a la sociedad como una tela donde las historias se tejen. Cada vez creo más que un día en la vida de un hombre está cruzado por varias y variadas historias: lo que uno sueña, lo que le cuentan los amigos, lo que uno cuenta a las mujeres y lo que las mujeres le cuentan a uno, las historias que alguien dice que escuchó.
¿Y cómo recobra eso?
La novela, en principio, permite preservar algunas de esas historias que circulan y que, de otro modo, se perderían. Los novelistas estamos muy conectados con ese mundo de narraciones, pero el interés se sustenta fundamentalmente en la forma. A la gente le interesa sobre todo el tema; a nosotros, la manera “como se hace”.
¿Y simbólicamente, como síntesis extrema, ¿sería la máquina de Macedonio Fernández la representación de toda historia?¿El Museo, de su última novela, que reúne y resume, todas las historias contables, es una suerte de Aleph?
Sería una metáfora que “condensa”. El Museo es el sitio donde se realiza. Uno tiende a construir como real aquello a lo que aspira. En este Museo están todas las historias. Meterse en él es entrar y salir por historias diversas e innumerables. Algo que yo apenas insinúo en la novela (La ciudad ausente) es que, cuando uno apenas entra en el Museo, son sus propias historias las que empiezan a activarse. Los escritores solemos fascinarnos con los museos de los pintores. ¿Cómo sería el museo ideal al que aspiramos los escritores? Una anécdota: yo fui a Cuernavaca a pararme al lado de la casa de Malcolm Lowry. Es ridículo, lo sé, porque uno sólo halla la emoción de saber que esa persona anduvo por ahí. Era repetir lo que hizo Lowry cuando relataba la vez que fue a la tumba de Poe. Hay siempre un sistema de rituales. El Museo es uno de los ejes de este libro.
¿Relacionó entonces usted la imagen del Museo con los museos de pintores?
Museo es un concepto polémico. Uno puede pensarlo como un lugar muerto o como un espacio reservado para la mirada estética. El museo histórico me interesa mucho: en él están los restos de una cultura. Todos esos elementos crean un espacio imaginario. Por demás recordemos el museo imaginario de Malraux: aquel libro, o quizás, aquella idea, de cómo haríamos el museo perfecto. El mismo Macedonio Fernández hizo de él un elemento central en su reflexión sobre la novela.
Pero, precisando más: ¿cómo se hilvanan las historias a través de los libros? Hay un personaje (Renzi), hay un pes-punte de claves que el lector va revelando en el texto y al final de las narraciones. Y yéndonos a un extremo: en su primera novela, en Respiración artificial, encontramos en la segunda parte —por demás compleja e interesante— algo que un narrador normal de historias habría escrito más o menos así: “Llegaron Renzi y Tardewski al hotel, se encontraron que Maggi, quien los había citado, no estaba. Ambos sabían, pero no querían decirlo abiertamente, que era un detenido-desaparecido”.
Es verdad, pero también es cierto que uno quiere narrar lo que no se puede narrar. A veces una novela está construida en los intersticios de una frase en la que esa novela se resume. Por ejemplo: la expresión “Soy un bicho”. Después de una noche de dura borrachera, uno se levanta, se ve en el espejo y se dice: “Me siento un bicho”. Si se ve bien, es el argumento de La metamorfosis. El narrador entonces escribe ese relato con lo que hay entre esas palabras. Cierto: uno puede imaginar las ciento y pico de páginas de la segunda parte de Respiración artificial como lo que puede tejerse en medio de un relato en que se dice: “Llegaron a un pueblo a buscar a un señor y fueron al hotel y no estaba y se supone que ese hombre no volvería más”. El argumento es simple: se trata de dos o tres personas que se pasan toda una noche hablando y esperando a un hombre que, lo saben todos, ha sido detenido por la policía.
Pero hablan de todo lo demás para no referir el hecho terrible. Me parece que esto tiene mucho que ver con lo que significa narrar: narrar significa dar vueltas sobre una palabra que no termina de decirse, porque al decirse se cerró el relato. Si no fuera esto demasiado rápido o altivo, añadiría que por ahí se podría encontrar la diferencia con la poesía. Los poetas dicen esa palabra, en tanto nosotros, los narradores, damos numerosas vueltas, como es el caso de las ciento y pico de páginas de que hablábamos.
En poesía, pienso, lo que importa es la emoción que crea esa palabra, no su exacto significado.
Y por ahí narrar significaría que lo que puede decirse sencillamente sea necesario construirlo a veces con múltiples digresiones.
Es una forma de narrar. La digresión creo, es una base de su narrativa.
Es la base.
Hay una serie de personajes de la vida real, en este caso escritores, que se vuelven obsesivamente en sus libros personajes de ficción, hace usted de ellos una invención literaria (Arlt, Macedonio, Borges). ¿De donde nace la fascinación?
Los escritores argentinos escribimos siempre en una cierta relación con Borges, aunque esa relación sean el olvido o el rechazo. Con él uno debe alejarse o huir. Su estilo es muy contagioso y ha producido estragos en los imitadores. Él lo dice sobre Lugones, pero en Argentina escribir bien es escribir como Borges. Y se debe tener un enorme cuidado.
Y sin embargo, en sus páginas hallamos de él giros, frases, palabras...
Es casi imposible prescindir de él. Pero espero haberlo hecho lo menos posible.
Por muchos años creí que la obra de Borges resumía la literatura.
A menudo recuerdo lo que decía Pound cuando murió Henry James: “Ha muerto el último hombre que sabía lo que era la literatura”. Nosotros teníamos la impresión en Buenos Aires que había un señor, que vivía en un departamento de la calle Maipú, quien sabía todo lo que debía saberse. Si estaba uno desesperado, podía hablarle por teléfono y hacerle una pregunta. Él tuvo un punto de partida que fue muy útil para nosotros. Por lo demás, Borges actuaba como si a la gente no le interesara otra cosa que la literatura.
¿Y en el caso de Roberto Arlt?
Él esta más ligado a lo que sería la novela familiar argentina. Es mas difícil hablar de Arlt con alguien que no esté inmerso en la familia rioplatense. Lo que me encanta de él es la construcción del complot. Es el gran novelista del complot, que es el gran tema novelístico argentino: la sociedad de conspiradores, esos que se hallan al borde de la psicosis y construyen sectas y grupos. En el interior de eso, entre eso, Arlt muestra que pueden ponerse materiales de índole muy diversa: filósofos, científicos, políticos, de ciencias ocultas... Y lo hace muy bien utilizando como personajes a inventores, a locos o a sabios.
El otro elemento muy importante en mi relación con Arlt es la oralidad. No de una forma lexical, sino más ligada con los ritmos, los tonos y la sintaxis. Al mismo tiempo, al lado de esto, hace una operación interesantísima: toma lo literario de traducciones españolas. Eso es lo que él creía que era la literatura. Por eso su lectura nos resulta extraña: de un lado, la zona de las voces de Buenos Aires; del otro, la alta literatura, que en él, se halla en la lectura de las malas traducciones que hacían los españoles.
En el caso de Macedonio Fernández, tengo la impresión de que es más el vívido personaje que su literatura. Macedonio, que fue inventado por Borges, que creó de nuevo admirablemente Ricardo Piglia.
En eso hay polémica. Uno puede imaginar que Borges inventó a Macedonio o Borges es un resultado de Macedonio. Borges, que podía ser muy malvado, anuló a Macedonio con un hábil mecanismo: el elogio mortal. Según eso, el personaje era maravilloso, poso el escritor menor. Sin duda Macedonio tiene esa cualidad, que es la de los grandes escritores que han construido mitos que acompañan a su obra. Recordemos a Kafka o a Musil. Macedonia, en ese sentido, es un escritor cuya poética y trama ficcional se enlazan con su vida. Macedonio se encerraba a vivir en pequeñas pensiones y escribió durante toda su vida una novela que nunca publicó. Es una atractiva imagen de un escritor del siglo XX. La pregunta que se hace uno es hasta qué punto el escritor está a la altura de ese mito. Yo creo que él es un gran escritor, tiene la particularidad, como Lezama Lima, de ser hermético; escritores que escriben casi en una lengua privada. El hermetismo es la barrera que les impide ser aceptados por los muchos. En ese sentido Borges es un Macedonio legible.
A mí me atrae cómo se hace en su obra ese personaje de ficción llamado en la vida real Macedonio Fernández, desde luego más en La ciudad ausente, donde Macedonio pierde para siempre su lugar en la tierra cuando su mujer, Elena Obieta, Elena Bellamuerte, Elena la Eterna.
Traté de evitar el personaje fuerte y quise, ante todo, escribir una bella historia de amor. La pérdida de la mujer fue mi punto de partida. La pérdida de la mujer es para mí un tema mayor. Macedonio crea la máquina porque anhela que su mujer siga viviendo con él.
¿Y esto no es de algún modo un reflejo de un libro que usted no menciona en la novela La invención de Morel?
Es un libro que admiro mucho, pero las relaciones que tenga con el mío no sabría precisarlas. Hay en él también un museo y hay también un hombre que busca eternizar a la mujer en una serie de escenas. Yo tenía presente otra suerte de textos. Por ejemplo, La Eva futura, de Villiers de L'Isle-Adam, que es la idea de la mujer perfecta construida como un robot.
Los escritores argentinos suelen fundamentar sus libros con la literatura europea y la suya propia, pero asoman poco a la latinoamericana, a excepción, cierto, de quienes vivieron el exilio en México o Venezuela, por ejemplo. Usted no es excepción. ¿Puede hablarnos un poco de esto?
No quiero ser conciliador. La literatura argentina tiene una cualidad y un defecto. Está construida sobre la llanura y el vacío, y eso le ha dado tal vez la ilusión de ser autosuficiente, que basta eso para legitimarse como escritor (Marechal, Macedonio); no han necesitado de una suerte de reconocimiento latinoamericano. Yo creo que eso ha tenido que ver con que el mercado argentino ha permitido tradicionalmente a los escritores encontrar un público, que no han sentido los autores que el suyo era un sitio claustrofóbico. Eso no sucede quizá con escritores colombianos o peruanos que necesitan espacios más amplios y pertenecer a una cultura más vasta.
Hay otro elemento: pienso que cada vez avanzamos más a la noción de que la literatura latinoamericana es un concepto demasiado amplio y de que tal vez en el futuro se analice con más autoridad y hondura la existencia de tradiciones regionales: la literatura rioplatense o andina o caribeña, por ejemplo. Habrá que tomar en cuenta áreas más restringidas.
Lo último que yo diría es que la relación de la literatura argentina con la europea (en especial la francesa, la inglesa o la italiana), la vemos menos extranjera que con la latinoamericana.
Parece que prestigia más citar a un europeo que a un latinoamericano, aten cuando. en conjunto, ningún país europeo ha dado en este siglo la clase y la 'entidad de nuestros autores.
Desde luego, y podríamos ahora hacer una lista amplia.
Y también algo que no sucede, o al menos no en esa vastedad, en la demás literatura latinoamericana: la obsesión de los escritores argentinos por contar la historia de su país. La historia se confunde con la literatura o la literatura depende de la historia.
Una interpretación común es que este país supuestamente no tiene identidad por ser, igual que Estados Unidos, un país de inmigración. Es una interpretación histórica pero también ontológica: interrogarse por el ser. ¿Quiénes somos? Esto ha circulado en autores importantes como Mallea, Estrada, Borges o Sabato. También deben tenerse presentes retóricas y géneros, que veces se constituyen como tradiciones o consiguen cierta legitimidad. Como el que escribe una novela policial o fantástica y busca un modelo y una secuencia. En mi caso personal yo me formé como historiador. Mi relación con la historia ha sido fluida y desde que terminé la universidad mantuve siempre una relación apasionada.
Es apasionante, por demás, la historia argentina.
Atroz., muy atroz ...
En México, en rasgos generales, importa más que se cuente una historia. Me da la impresión que en Argentina, como en varios países europeos, sobre todo de Europa central, la narración va acompañada también de una construcción intelectual. Basta recordar del centro europeo —escritores muy buenos, por demás— a Kundera, a Bernhardt, Handke, a Christa Wolf... Especies de la psicológicos con pasajes literarios. ¿Por qué gusta tanto aquí esa suerte de literatura, en especial en las universidades?
En esa distinción el conflicto no ha resuelto. No es que sólo exista aquí la tradición de narradores, que juntamente con la narración de la historia, incorpore elementos que vienen de otros registros, y por otro lado narradores natos, que trabajan con perspectivas no intelectuales, que desde sus personajes hasta su propia imagen de escritor, tienden a asociarse con el hombre común. Quizá no hay que tener una imagen distorsionada respecto al peso que pueda tener una u otra elección. Son poéticas encontradas, pero creo que no es dable pensar que una ha borrado a la otra o que una puede ser o es la tradición dominante.
De cualquier forma creo que de Argentina ha dominado en el exterior la primera perspectiva. Y el nombre que viene primero es Borges.
Es la tradición de Borges, del Bioy Casares del primer periodo (La invención de Morel, Plan de evasión, El perjurio de la nieve, El sueño de los héroes), de Julio Cortázar (Rayuela es el monumento de esa tradición), de Marechal, de Macedonia de Sabato. Quizá lo vea mejor alguien que viene de fuera; uno está más inmerso. Para mí el ideal es una novela como Moby Dick, que en un principio es un libro de caza de pesca, pero donde está dentro todo.
¿Y usted dónde se ubicaría?
He querido, he intentado, poner ambos campos en relación. Contar una historia y crear un mundo intelectual. Una historia sencilla y profunda, donde no se vea todo el trabajo que hay detrás.
En ese orbe intelectual de que hemos hablado en sus novelas, creo percibir, hay la intención asimismo de una teorización y aun de una revisión crítica literaria. En especial se observa en Respiración artificial.
Lo sintetizo de este modo: a mí me interesa hondamente la reflexión que tiene un escritor sobre la literatura. Me interesan más las reflexiones de Cortázar y de Calvino, de Valéry y de Gombrowicz, que los textos o libros de los críticos. Si los escritores no escriben muchos libros de crítica, por estar más ocupados en hacer una novela, yo diría que en sus opiniones que pueden espigarse en entrevistas o escritos de ocasión se halla un espacio reflexivo que no es fácil de encontrar en las universidades o en los textos de teoría crítica. Suelen ser opiniones o juicios más útiles y certeros. Y escritores como Gombrowicz, Brecht o Borges hacen esto y lo hacen muy bien.
También debe tenerse en cuenta que dada la realidad nuestra latinoamericana yo me he ganado la vida de dos maneras: o dirigiendo colecciones literarias (policiales ante todo) o dando clases. Ha sido un poco la propia exigencia profesional lo que me ha obligado a sistematizar algunas cuestiones, que quizá, si no hubiera tenido la presión, no lo hubiera realizado. En Estados Unidos habitualmente he dado seminarios de literatura argentina, y por eso, o de eso, he construido un conjunto de hipótesis en torno a ella, que no son necesariamente verdaderas, a lo más, atractivas. Son ésas, en mi opinión, maneras desviadas de explicar mi poética.
¿Y hasta qué punto son suyos los lapidarios juicios sobre Groussac, Lugones y Ortega y Gasset que se leen en Respiración artificial?
En rasgos generales son míos. A través de la novela encontré la posibilidad de decir algunas cosas que funcionaban para un más amplio público. No atenerse al breve espacio de las páginas críticas. De haberlo hecho así, habría circulado sólo en el mundo universitario. Y eso me interesa poco, o más bien, no me interesa, por-que puedo decírselos a ellos personalmente. El hacerlo en la novela me permitió ser más tajante y eliminar todo el andamiaje que debe armarse en un ensayo. Algunas opiniones están llevadas a su extremo, pero sí, puedo decirle que esencialmente son mías. Por demás me es muy difícil, de hecho imposible, interpretar un libro mío; puedo decirle cómo está hecho.
¿Y cómo está hecho Respiración artificial (1980)?
Lo primero que quise hacer fue una novela que tuviera la forma de un archivo. Me gustan mucho los archivos históricos por su diversidad de registros. Necesitaba un tema. Y en este caso el tema resultó un personaje del siglo xIx, que en la ficción se llama Enrique Osorio. Y empecé a escribir sobre él y empezaron a sucederle cosas que a mí me interesaban como, por ejemplo, que se había ido a California a buscar oro. Que-ría también que se diera el juego político que existía en torno a Juan Manuel de Rosas. Bueno, si había un ar-chivo era necesario que hubiese un historiador, y nació así Marcelo Maggi, eje del libro, quien surgió casi como un efecto de que alguien debía poseer ese archivo. De allí deriva otra situación: ese hombre quiere preservar el archivo del riesgo político y decide entregárselo a su sobrino Emilio Renzi. La novela, entonces, debía darse como el encuentro del historiador y del sobrino. Y ese fue el punto a partir del cual se desarrolló. Y en ese sentido lo que hace Maggi es iniciar a Renzi: lo manda a ver a una serie de amigos para que, al tener en sus manos el archivo, esté preparado para comprender la historia.
Escribí todo el libro y me di cuenta que el archivo era exactamente lo que no debía estar en el libro. Empecé con él y terminé desapareciéndolo. La novela ya era eso.
Parecen casi claramente dos novelas. O más.
No, no fue tan deliberado. Lo primero que escribí fue el archivo. Luego el primer capítulo, es decir, una carta que Maggi envía a su sobrino, el historiador. Después escribí el artículo de un censor que lee cartas que circulan en la ciudad, porque se supone que él vigila en una sociedad autoritaria. Después creo que escribí el segundo capítulo y llegué al momento en que Renzi debía de ir a Concordia. Entonces me dije: “Vamos a ver qué pasa cuando Renzi llegue a Concordia”. Y me surgió entonces el personaje de Tardewski, un filósofo polaco exiliado, que empezó a crecer entre las páginas.
¿Y a qué lógica obedeció la novela?
Que todo lo que surgía en la escritura lo dejaba. No consideraba que existiese algo que no fuese narrativo. Parece asombroso o paradójico pero esto lo aprendí de Hemingway. ¿Por qué? Porque Hemingway hace hablar a los personajes de las cosas que los personajes saben. Y si cuenta de pescadores los va a hacer hablar muy técnicamente sobre cómo van a pescar el baca-lao en tal o cual sitio, o qué motor es necesario para que la lancha funcione de tal modo, o cuáles son las escopetas para cazar a los patos cuando vuelan o están quietos. Si Hemingway, que es un admirable tejedor de diálogos, hacía hablar así a los personajes, me dije: “Si estos son intelectuales de provincia, vamos a hablar como esa gente habla”. No iba a hablar de lo que el lector espera que sea un diálogo literario, ese fue el otro punto. Y el diálogo empezó a crecer, y se incorporaron temas muy variados. Hubiera sido mucho más fácil cortar en la segunda parte toda la conversación sobre Borges y poner la conversación sobre una mujer. Pero eso no hubiera tenido el efecto deseado y ahí me arriesgué a dejar un material que a mí me parecía que estaba bien para la tensión narrativa y no ir por el camino más lógico.
¿Y ese castillo de historias que es La ciudad ausente (1992)?
Busqué escribir una historia de una máquina de contar historias. Lo que más trabajo me da es que las historias tomen el tiempo necesario para desarrollarse. A veces debo armar una historia, revisarla, darle tiempo, recortarla, en fin, que siga viva. En el caso de La ciudad ausente me aboqué a construir en una novela el tema de al menos cuatro novelas. ¿Cómo lograr que cuatro o más novelas convivan en un libro y encuentren una resonancia armónica? Lo fundamental fue convertir los capítulos en etapas de investigación, en la búsqueda de un secreto. Que el investigador de esta historia avanzara en los libros como un investigador policial avanza con las pistas para esclarecer un caso. Que se encadenaran las historias porque cada una contenía una pista. Deseché un buen número de historias que ya había escrito porque no entraban bien en el libro.
¿Y los cuentos de Prisión perpetua?
A mí me gusta mucho el género. Con los cuentos es preciso, a diferencia de lo que la gente cree, tener an-tes dos anécdotas y no una sola. Cuanto más breve es la forma se necesita más de una historia. ¿Por qué? Por-que en tanto se entretiene al lector con una historia se prepara la que verdaderamente interesa contar. Me di cuenta de eso, por ejemplo, en “El precio del amor”: ese chico que va a ver a la mujer que lo mantiene, mientras, por debajo, está la relación terrible entre ellos, cuyo fin de él es el robo. Es decir, se guarda uno una historia que va contándola de a poco.
Si no, el cuento se va de las manos, se vuelve obvio.
Directo y sin misterio. Otro caso: en “El Laucha Benítez cantaba boleros”, hay una historia de homosexualidad de dos boxeadores. Eso que después se vuelve nítido, era un elemento que jugaba debajo.
Uno, que es escalera o cuerda que lleva a sus novelas, es ese cuento que es un hilvanado múltiple de historias: “En otro país”. Es volver al sistema de microhistorias que tanto me interesa y continuaré escribiendo.
En ese cuento, “Las actas del juicio’, me parece ver la huella de Borges narrando hechos históricos del siglo lux con color y lenguaje locales. Menos que Borges me influyó Rulfo. Más preciso: la dicción de Rulfo. Tenía muy en cuenta el tipo de relato campesino suyo con la resolución estilística del habla, elaboradamente resuelta, de alguien en una situación de peligro. Es la historia del asesino de Urquiza.
Casi todos sus personajes son dramáticamente fracasados. Dejan ese amargo sabor. Y está bien. Es mucho más rica y compleja la vida de un gran fracasado que la de un gran triunfador. Los triunfadores (no los héroes, desde luego) son irritantes en la vida y en la literatura.
El riesgo más grande de un escritor es creer que lo tiene todo claro. Voy a poner como ejemplo algo que sucede conmigo. Cuando escribo, ¿qué busco? En el caso del fracaso creo que los escritores, aun los mayores, tienen una experiencia continua de él. Mucha gente deja de escribir (Rulfo es un caso) porque no soporta la in-capacidad que acompaña la escritura durante meses. Momentos de vacío y de impotencia. Por eso el fracaso es un tema que de pronto se vuelve anécdota. Uno cuenta historias de gente que fracasa porque conoce esa experiencia, aunque socialmente se tenga la imagen del éxito. Esto no significa que uno necesariamente sea un fracasado como persona o como escritor para profundizar y escribir sobre la cuestión. El otro punto sería que quien fracasa tiene una cuenta pendiente con la sociedad.
Las mujeres están siempre en el centro de sus narraciones.
Son las que saben la literatura. Ellas son las que construyen mejor el mundo verbal. Uno aprende de las mujeres, de su entorno: la madre, las amigas, las mujeres que uno ama.
Pero en sus ficciones lo que aparece es le pérdida de la mujer. Le perdió para siempre Tardewski en Respiración artificial, la perdió para siempre, aunque quiera eternizarla en una máquina, Macedonio en La ciudad ausente. La perdieron Steve Ratliff en "En otro país" y el muchacho de "El precio del amor".
No podría darle una respuesta directa. Lo que podría decir es que la nostalgia o la construcción del pasado por el recuerdo tienen más peso que el presente y lo real. Es el inverso del celoso, otra gran construcción de ficciones. El celoso en ocasiones es realista, pero a mentido construye literatura fantástica pura. La mujer mueve el dedo involuntariamente y él halla que es una seña para el vecino de al lado o que, cuando él va a salir a trabajar, ella va a sacar al amante por la ventana. Vive lleno de historias y de tribulaciones. El que ha perdido a una mujer, por su parte, puede tener esos mundos posibles, esas mujeres virtuales, esas historias que pudieron haber sido de otra manera. Es difícil su pasó a lo real. Para comprenderlo no se necesita haber perdido muchas mujeres.
Algunos de los autores que tocaron rezó,¿ hondo el alma femenina y escribieron gran_ (les historias de amor (Stendhal, Chéjov) no fueron ni de lejos Don Juanes.
Pavese, que fue un conocedor de las mujeres, fue también un gran desdichado.
¿Y hasta qué punto se unen en sus libros vida y literatura?
Están mezclados. Tiendo a pensar que la diferencia fundamental, dicho con un poco de ironía, es que en la vida no hay borradores. Uno vive y hace cosas que no hubiera querido hacer y no hay forma de rectificación. Uno vive con la ilusión de que la experiencia enseña, basta que, una y otra vez, comete los mismos errores, o con una mujer, o en el trato con personas, o con el dinero. La literatura, en cambio, es como si uno mirara elementos que después, en la vida real, acaso le sirvan. Por eso la gente lee novelas y puede ser tema de novelas. Emma Bovary leía novelas sentimentales porque quería saber cómo sentir y encarnar en la vida lo que le emocionó en la lectura. Si hay una relación entre la vida y la literatura, me parece que la relación pasaría por el lado de que la literatura sería como un experimento con la vida. Una ma de experimentar situaciones con la il 'neta que, llegado el momento, uno puede e preparado y no ser tomado de sorpresa. Sería ése el punto de cruce.
Emilio Renzi, ese personaje del que hemos hablado y que cruza todos sus libros entre historias que se cruzan ¿hasta qué grado se le parece? ¿U otros? ¿Hasta qué grado es autobiográfica su obra?
Yo diría que en mi caso descubro posteriormente los elementos autobiográficos muy transformados. En el caso de Respiración artificial me di cuenta después que el más autobiográfico era el senador. La idea de alguien muy encerrado, que habla solo, que vive incomunicado, tenía mucho que ver con la impresión que me daba yo de lo que me pasaba en los años oscuros de los militares (1976-1983). Era una metáfora muy transformada de mi situación personal. Pero sólo me di cuenta después. Lo autobiográfico en mí aparece de pronto muy cifrado. A veces no es ni siquiera una experiencia anecdótica.
Muchos personajes tienen fragmentos de mi experiencia. Renzi es el que está mas deliberadamente construido como un todo. Renzi (en ocasiones me lo digo a mí mismo) es el tipo de gente que si yo me descuido un mil. so mi vida sería como la de él. A Renzi sólo le interesa la literatura. Si no fuera porque tengo obligaciones matrimoniales e inquietudes políticas y profesionales, viviría inmerso en el mundo literario. El mayor ejemplo en Argentina ha sido Borges.
Renzi, de cualquier forma, representa. ría mejor que ninguno su parte literaria.
Condenso en él esa especie de afición por decir frases y hacer citas. Como él hay personajes que me interesan mucho. Recuerdo a Stephan Dedalus, el adolescente que quiere ser artista y no sabe cómo lograrlo y se hace el pedante y el duro, pero que en verdad está muerto de miedo. Ese tipo de personajes que enfrentan el mundo y a menudo son golpeados.
MAC: Cambiando un poco. Usted ha escrito crítica...
Marginalmente. He construido, en un mejor término, cierta línea de debate de la literatura argentina. He encontrado en los debates literarios una forma de intervención que no necesariamente ha pasado por la escritura de la crítica. He usado formas como entrevistas, manifiestos, cartas de lectores, prólogos, en fin, he tratado de escapar de los modos clásicos literarios. He escrito mucha crítica, pero no he publicado nunca un libro.
Mi primer ensayo crítico es de 1968 y versa sobre La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig. Después he escrito ensayos sobre Sarmiento, Arlt, Macedonio, Borges, entre otros.
Tratando a menudo de encontrar —de tocar— un aspecto raro del autor...
Eso es lo que ha servido más de motor. De lo que más me ha gustado realizar es una suerte de sección que hice en una muy buena revista de historietas (Fierro), que era una suerte de antología de la literatura argentina. Los muchachos hacían la historieta y yo escribía el texto. Las mías han sido más esas intervenciones laterales a lo que sería el camino central de la crítica académica; al mismo tiempo he tratado de poner en las ficciones cierta mirada crítica. ¿Cómo leer a un escritor?, es para mí el punto esencial de lo que podríamos llamar la construcción de la teoría literaria. Una de las primeras cosas que uno modifica cuando empieza a escribir es el modo en que lee. Uno busca en los autores descubrir cosas que quisiera resolver. Por ejemplo, si uno va al siglo xix es por traer escritores que lo ayuden a entender o a aproximarse a este momento. De ese modo la tradición se renueva al incorporar escritores del pasado que tengan que ver con el debate del presente.
Si Borges inaugura, o sistematiza al menos, el cuento-ensayo, usted lo continúa en ficciones corno la de Macedonio (el diario) o Arlt (como imaginario o real homenaje).
Sí y no. Se toma a un escritor para narrar algunos aspectos que tienen que ver con la literatura, pero al mismo tiempo es una suerte de relato que yo llamaría, no sé si bien, biografía a la Henry James. Como esas bellas nouvelles sobre escritores o lectores que James escribía (Los papeles de Aspern, La humillación de los Northmore). La única distinción o novedad, si las hay, es que yo lo hice con un escritor real. Yo quería escribir un cuento sobre un señor, que en el bar al que yo solía ir, se hacía pagar copas de escritores jóvenes Por hablar de Roberto Arlt. Cuando empecé a redactar la historia, de inmediato se me ocurrió la idea de que este tipo decía que tenía un manuscrito inédito.
¿Cuál o cuáles son las realidades políticas a la que está más ligada su narrativa?
No es una escapatoria, pero no es fácil la respuesta. La literatura tiene un tiempo asincrónico. La gente tiende a esperar una relación casi sincrónica entre acontecimientos y escritura. Por ejemplo, para mí es muy importante el peronismo, y lo es por mi padre. Mi padre fue peronista desde un principio. Y mi imaginario político está muy señalado por el mundo del peronismo y su caída en el 1955. Lo que supuso eso para mi padre y para nosotros. Yo tenía trece o catorce años y quedó en mí impreso: no como conciencia ideológica, sino como recuerdo de una situación. Por otro lado está también la dictadura militar de 1976 a 1983. Es una experiencia que alguien que no haya estado por aquí no le es dable imaginar. El modo en que esa experiencia loa tocado el núcleo de esta sociedad es algo que nosotros no podemos comprender muy bien, pero que tal vez, en el futuro un historiador podrá reconstruir tanto en las relaciones personales como en el lenguaje. Es una experiencia de horror con tal grado de profundidad que es difícil explicarlo.
En un momento determinado —contaré dos experiencias personales— voy a Estados Unidos a fines de 1976 y paso un buen tiempo en California. Decido volver en el 1977 por una serie de razones que tienen que ver con cómo percibía la situación en Argentina. Paseo por la ciudad, y en la calle noto que los militares han cambiado el sistema de señal.. Una fue, que donde citaban los postes de la parada de autobuses, colocaron rótulos (que aún quedan) donde se lee• ZONA DE DETENCIÓN. Si nosotros quisiéramos poner un nombre a esto, se nos escurrirían cosas muy distintas, pero no "zona de detención". Ese tipo de lenguaje era como la explicitación de cosas y hechos que nosotros sabíamos que existían. Hasta tal punto había tocarle la organización de las fuerzas armadas el mismo espacio urbano, que el señor militar o el señor civil al servicio de los militares, OUC tenía que definir una cosa tan trivial como ésta, ponía un nombre donde se veía simbólicamente una verdad: toda la ciudad como gran zona de detención. Hasta ese grado se llegó entre lo que no se sabía y lo que se decía.
La otra cuestión es que la gente empezó a contar historias: todo el mundo contaba antes de la Guerra de las Malvinas, que alguien había visto a alguien, que en una estación de trenes de los suburbios, había visto pasar un tren cargado de féretros. La gente veía, o creía ver, ese tren con los féretros de los soldados que morirían en esa guerra, pero que simultánea. mente eran los cadáveres de la represión con. tres la sociedad y que nadie sabía dónde estaban. ¿Hasta qué punto funcionaba en el imaginario colectivo lo que se sabía y no se sabía, lo que se decía o no se decía, para que terminase por construir la imagen de un tren?
Si se me preguntara más específicamente cuál es la experiencia histórica que más me ha mareado, diría que sin duda es ésa. ¿De qué modo quedó eso en mi literatura? Habría que indagarlo.
Yo siento que la gente que vivió eso, sobre todo la que tiene rads o menos mis años, ,e eran los jóvenes de entonces, quedó tocada y llagada. Cambia, se transforma, se angustia, al recordar los años atroces. La ima_ gen del Subte (Metro) en su última novela sugiere esa realidad terrible: la realidad que está debajo de la realidad.
Son modos de cifrar. Yo no creo en la literatura política temáticamente, pese a existir muy buenas novelas políticas que la tematizan. Me gustan más esos climas que están presentes en la vida cotidiana que sugieren los hechos políticos. El peronismo es un gran imaginario colectivo (ejemplifiquemos en el caso excesivo de Evita Perón), pero si este país ha cambiado, desgraciadamente desde luego, es por los militares. ~