ALÍ, María Alejandra, DURANTE, Erica y ESTRADE, Christian. Revue Recto/Verso N° 2 – Décembre 2007
¿Ricardo Piglia, qué interés tiene para Ud., como crítico, el hecho de acceder y reconstruir la trayectoria creativa de un escritor?
Los borradores pueden ser leídos como literatura potencial, son modos de imaginar lo que puede ser un relato o, en todo caso, lo que todavía no es. Lenguaje en potencia, además, porque no es lo mismo pensar en un relato, que avanzar en un manuscrito que todavía no alcanza su punto fijo. Muchos escritores han trabajado esa potencia, esa capacidad implícita, no terminada (lo que no quiere decir sin forma). El manuscrito encontrado es una forma clásica, el mejor poema de Borges Manuscrito encontrado en un libro de Joseph Conrad podría ser un caso, pero hay muchos otros ejemplos de esa aspiración a encontrar un manuscrito que encierre una historia que no se ha terminado de contar. Me parece que el grupo del OULIPO, con Raymond Queneau, con George Perec o Italo Calvino ha trabajado en esa línea. Uno encuentra ese modo de escribir, esa forma que siempre parece incompleta también en Brecht. El texto está siempre en proceso y expresa la posibilidad de continuar de otro modo. Estamos cerca de Macedonio Fernández, quien no solo dejó borradores múltiples, sino que además escribió durante toda su vida un libro sobre la posibilidad de construir una novela. Se trata de una poética que encuentra en las versiones y variantes un modelo de la potencialidad del lenguaje. En un sentido Kafka o Macedonio serían modelos ejemplares de esa actividad. Incluso podríamos hacer una lista de grandes libros que se han escrito trabajando sobre esa incertidumbre: La tumba sin sosiego de Cyril Connolly o Si una noche de invierno un viajero de Calvino. En la Argentina, la última novela de Luis Chitarroni, Peripecias del no, que es excelente, trabaja en esa línea. Los borradores servirían para definir ciertos usos posibles del lenguaje. Ponen en crisis –al menos aparentan poner en crisis– la noción de discurso inmóvil a la que se refería Platón despectivamente en su crítica a la fijeza de lo escrito. La clave es que son textos que ofrecen la posibilidad de un cambio. La aspiración de un escritor que haga crítica genética podría ser la de escribir lo que falta: el final de El topo de Kafka, o la continuación de Stephen Dedalus de Joyce, que se interrumpe bruscamente en medio de una escena. De ahí viene, me parece, el interés un poco fetichista en el borrador de los escritores. Hace poco fui a ver los manuscritos de Stendhal en la Biblioteca de Grenoble y estuve mirando los Diarios. Me sorprendió la cantidad de dibujos y de diagramas que aparecen en el texto. Stendhal dibujaba las escenas antes de narrarlas: por ejemplo la disposición de la mesa en un restaurante, el lugar de cada uno de sus amigos, las puertas de salida, las ventanas; así fijaba espacialmente la escena antes de escribirla. El punto cero del manuscrito sería el diagrama casi abstracto, sin palabras. Los planos o mapas de Santa María que hacía Onetti, por ejemplo, o ciertos dibujos de Kafka en sus cuadernos. Para los escritores el vínculo con el manuscrito siempre ha estado muy presente; incluso es muy común que los autores tengan manuscritos de otros escritores, por el tipo de intercambio que se instaura entre uno y otro y que hace que a veces uno se quede con la versión previa de un relato o de una novela de un amigo. Eso es, por ejemplo, lo que sucedió entre Macedonio Fernández y Raúl Scalabrini Ortiz: la versión más cercana del Museo de la novela de la Eterna que tenemos es la que Macedonio le dio a leer a Scalabrini Ortiz en una carpeta que fue encontrada muchos años después.
¿Qué es lo que más le interesó al estudiar esos borradores?
He seguido la transformación de una historia desde la primera anotación de un argumento hasta la estructuración final. Los borradores muestran la incertidumbre que siempre define a un relato antes de su versión definitiva. Conozco bien las ediciones de las obras de Faulkner. En el caso de este escritor, aparte de los manuscritos en facsimilar, existen muchas ediciones muy buenas que reproducen y cotejan distintos pasos de un mismo texto. Por ejemplo, para ¡Absalón, Absalón!, Faulkner usó una serie de cuentos que ya había publicado (como «Wash Jones», por ejemplo) y que luego fue incorporando en la novela. Algunas ediciones muestran cómo los cuentos se convirtieron en un capítulo. Incluso uno descubre que la figura de Shreve, el compañero de pieza de Quentin Compson en Harvard, es descubierta tardíamente por Faulkner como uno de los narradores centrales de la novela. En el diálogo con Quentin, que es el foco central de la novela, Shreve cuenta lo que no conoce, especula, e imagina cómo podría haber sido la historia. Al analizar las versiones vemos que la figura de ese narrador tan decisivo aparece cuando la novela ya está muy avanzada. He leído siempre con mucho interés el Cuaderno de notas de Chéjov, fue a partir de una frase de ese cuaderno que desarrollé mi ensayo «Tesis sobre el cuento». Otro caso parecido es el Cuaderno de Bitácora de Rayuela de Cortázar. He trabajado sobre la anotación que hace Cortázar para su relato «Después del almuerzo». Se trata de un apunte breve que el escritor registra cuando se le ocurre la anécdota. En esa anotación ya está todo el relato, pero no está el final. Y es el final el que le da a la historia un sentido totalmente nuevo. En el Cuaderno la historia termina con el chico y su hermano sentados en un banco de Plaza de Mayo, pero luego, al escribir el relato, Cortázar los hace regresar a la casa y en ese regreso está la clave del carácter siniestro del cuento.
¿Qué piensa hacer con sus manuscritos?
Siempre he tenido cuadernos donde he escrito anécdotas o situaciones o escenas. Hace poco encontré un cuaderno de la época de La ciudad ausente, donde hay escenas y desarrollos que yo ni recordaba y que luego no utilicé. En la primera versión de Respiración artificial, la conversación entre Renzi y Tardewski era apenas una escena breve. El personaje de Tardewski apareció tarde, cuando la novela estaba muy avanzada. Y su hipótesis sobre el encuentro de Kafka y Hitler en Praga surge de una anotación que yo había hecho años antes en mi diario luego de leer una historia del nazismo. Ahí descubrí que Hitler había sido en su juventud un desertor del ejército y que –según sus biógrafos– había pasado un año en Praga como un oscuro estudiante de arte. Esa anotación circunstancial reapareció luego en la novela y se transformó en el relato del encuentro en un bar. Como he contado varias veces, en la primera versión de Plata quemada, toda la historia sucedía dentro del departamento cercado. Luego, la trama se desarrolló linealmente a partir de la preparación del robo, el asalto y la fuga con la escena en el departamento como cierre de la novela.
Cuando se pone a escribir, además de una intriga, ¿también procura encontrar un tono?
Sí. El tono, que no es el estilo, es una relación del que narra con la historia; puede ser una relación apasionada, puede ser irónica, elegíaca, distante. Muchas veces mis notas tienen que ver con esa búsqueda del tono. Hay escritores que preparan planes muy cuidadosos, arman todo antes de escribir. Hay otros, y es mi caso, que esbozamos una línea de lo que vamos a contar y luego la historia se va definiendo mientras se escribe. Se pueden escribir muy buenos manuscritos y muy malos textos. Se pueden escribir extraordinarios planes y pésimas novelas. No es un juicio sobre el valor lo que está en juego, es un juicio sobre el modo de trabajar de un escritor. A mí me interesa cualquier crítica que se ocupe de los procesos de construcción. Y me parece que los borradores constituyen un tipo de material que forma parte de la dinámica de la crítica que se interesa en la construcción y en los modos de narrar.
¿Exige una elaboración distinta un cuento, una novela o una nouvelle?
Tengo una postura que es bastante tradicional, digamos. Pienso que un cuento parte de una situación, y una novela parte de los personajes. Entonces un cuento para mí es, por ejemplo: «un joven a la noche recibe un llamado, le avisan que su padre está muy grave y tiene que viajar a otra ciudad», como en mi relato «El fin del viaje»1 . Yo no sabía quiénes eran los personajes, qué les había pasado, pero tenía una idea de esa situación porque me había pasado algo similar y siempre hay un punto autobiográfico en el fondo de una historia. Una tarde me llamaron de Mar del Plata, me avisaron que mi padre había tenido un accidente y que estaba grave; viajé toda la noche y cuando a la madrugada llegué a la clínica, ya estaba repuesto. Ahí tendríamos un ejemplo de lo que es una situación. En cambio, en Respiración artificial, tenía los personajes antes de construir la historia. Y el punto de partida también fue autobiográfico. El personaje central está inspirado en un tío que, según el mito familiar, se había fugado con una prostituta y del que se contaban historias fantásticas. Y ese fue el punto de partida de la novela, el personaje. Respecto del final, en la situación inicial de un cuento, está más o menos implícito, mientras que, en el caso de la novela, el final es incierto. La nouvelle suele centrarse en una historia de la que se dan varias versiones. El corazón de las tinieblas, Pedro Páramo o Los adioses son historias lineales que encierran múltiples versiones. Yo he escrito tres relatos que responden al género de la nouvelle, «Homenaje a Roberto Arlt», «Prisión perpetua» y «Encuentro en Saint Nazaire». En esas tres nouvelles hay un relato («Luba», «El fluir de la vida» y «Diario de un loco», respectivamente) presentado como una suerte de apéndice y que parece autónomo pero no lo es. Por otro lado creo que la nouvelle encierra siempre un secreto, un punto ciego que no se descubre nunca y que, si uno quisiera descifrarlo, tendría que escribir una novela. El secreto hace posible mantener a los personajes unidos e introducir muchas tramas que se fusionan en ese nudo que no se explica. Entonces, en la nouvelle, podríamos decir que en la anécdota previa hay una situación, una serie de personajes y también un secreto.
¿Podría Ud. afirmar que sus diarios son también sus borradores?
Es una buena pregunta, porque se podría pensar que un diario no es algo que uno escribe para que se lea públicamente, sino para que solo lo lea quien lo escribió. Por lo tanto, no sería un borrador, tendría otro estatuto, se publique o no. Para mí un borrador supone otro lector. Ahí reside para mí la diferencia entre un manuscrito y un diario, si uno piensa o no en otro lector. Y cuando uno toma notas no piensa en alguien que va a leer eso; son notas que se hace a sí mismo, casi fuera del lenguaje ordinario, con una serie de convenciones y de implícitos muy extremos que a veces son muy herméticos. Tiende al criptograma. El diario sería una aspiración a usar un lenguaje privado. Wittgenstein construyó una hipótesis contraria a la posibilidad de existencia de un lenguaje privado, pero en los diarios que llevó toda su vida, muchas anotaciones están cifradas y tienden al idiolecto y a la invención de un lenguaje personal.
Sus tres novelas Respiración artificial (1980), La ciudad ausente (1992), Plata quemada (1997) y su colección de nouvelles, Prisión perpetua, llevan títulos formalmente bastante parecidos, por el hecho de anteponer un sustantivo a un adjetivo, un objeto o un lugar concreto que es calificado por un adjetivo un tanto indefinido. ¿Cómo nacen esos títulos?
En general el título aparece al final. Suelo trabajar con un título provisorio que después cambia. De hecho, al principio, Respiración artificial se llamaba La prolijidad de lo real, mientras que Plata quemada se llamaba El aguantadero. En mi primer libro de cuentos el título cambió varias veces y al final, cuando me decidí por La invasión, le puse ese título a uno de los cuentos (que en la primera versión se llamaba «En el calabozo», un tipo de título descriptivo como los que aparecen varias en ese libro, por ejemplo, «En el terraplén», o «En noviembre») y ese fue el título de todo el libro. Me decidí porque me interesaba la idea de una invasión que, a primera vista, parece referirse a una acción bélica, histórica, cuando en realidad se trata de historias privadas. Porque ese es un libro en el que intenté trabajar cuestiones históricas y políticas en relación con las vidas privadas.
¿Cuéntenos acerca de Blanco nocturno?
Es el título del libro en el que estoy trabajando ahora. Está ligado a una impresión que me produjo en la época de la guerra de las Malvinas la descripción del armamento de las tropas inglesas. En esa época yo colaboraba en la revista Punto de Vista y leíamos mucho la prensa extrajera, entre ellas la inglesa. Ahí leí que los soldados ingleses iban a usar unos anteojos infrarrojos que les permitía ver en la oscuridad. Blanco nocturno es la idea de un blanco en la noche, pero al mismo tiempo remite a cierta ambigüedad de la blancura.
¿Cuál es la historia?
Digamos que es una historia familiar, muy ligada a la historia de mi familia. Ese sería el punto de partida autobiográfico. Sucede en la época de la guerra de las Malvinas y el narrador es Renzi.
Ud. ya nos ha citado algunos de los autores como Chéjov, Cortázar, James o Faulkner, que no solo ha leído sino que ha estudiado profundamente. ¿Cuáles otros escritores se encuentran en su biblioteca? Una biblioteca que, recordamos, es algo que Ud. fue construyendo solo a lo largo de los años, sin que la heredase de ninguna tradición familiar.
La biblioteca es para mí un instrumento de trabajo, desde luego algún ejemplar fetiche tengo, como la edición de El oficio de vivir de Cesare Pavese, que es un libro que ha recorrido todas mis mudanzas, y es uno de los pocos libros que han sobrevivido a las distintas etapas de mi vida. Nunca hice de la biblioteca un objeto autónomo, para mí las bibliotecas tienen mucho que ver con lo que uno imagina que va a usar. Allí están los libros que me sirven o me han servido, ya sea por el placer de leer los textos, ya sea porque me sirven para lo que estoy escribiendo o para los cursos. Después tengo muchos libros de historia argentina que vienen de mi época de estudiante, muchísimos libros policiales, de la época en que dirigía colecciones2 , y leía para decidir cuáles se iban a traducir. En definitiva diría que la formación de mi biblioteca está ligada al azar y al trabajo. Cuando empecé a viajar a Estados Unidos, pronto observé que en general nadie tiene bibliotecas personales, por el hecho mismo de que las bibliotecas públicas y universitarias son extraordinarias. La noción de biblioteca, como algo personal, es muy de los márgenes y tiene que ver con una tradición de uso, más que con la propiedad misma de los libros. En general en la Argentina las bibliotecas personales son muy funcionales y flexibles, digamos, libros que sirven para distintas cosas. La relación con los libros y las bibliotecas marca de manera distinta a cada generación. Por ejemplo, en la época de la dictadura yo iba todas las tardes a la Biblioteca Nacional de la calle México, y tomaba notas de libros que se conservaban ahí, mucho material del siglo XIX, me interesaba la presencia de exiliados argentinos en Chile de la época de Rosas, que se fueron a California cuando la fiebre del oro. Uno de los personajes centrales de Respiración artificial hacía ese viaje. Quizás en otra situación política, tal vez, yo no hubiera sido tan sistemático y no hubiera estado tanto tiempo en la biblioteca porque desde luego los militares y los policías no tenían ningún interés en entrar en las bibliotecas y eran lugares relativamente a salvo.
¿Cómo surgió el proyecto de escritura de la ópera La ciudad ausente con Gerardo Gandini? ¿Existen borradores a cuatro manos del proceso creativo?
Con Gandini no nos conocíamos personalmente pero desde luego había una relación implícita entre lo que él hace y lo que yo intento hacer, digamos cierto trabajo con la tradición, ya sea musical o literaria, y cierto interés por las formas relativamente marginales en la cultura (el tango en el caso de Gandini, y el relato policial en mi caso). Él leyó La ciudad ausente y me propuso hacer la ópera. Lo primero que surgió fue la idea de una máquina que fuera la protagonista de la ópera. Eso nos entusiasmó, no conocíamos una ópera donde el personaje central fuera una máquina. Empecé a escribir con un criterio parecido al del cine, o sea, comencé a definir situaciones, y a hacer una adaptación de la novela que convirtiera las historias que la novela incorpora como relatos en micro-óperas. La primera iba a tener la forma de una ópera a la Puccini, y así seguimos hasta la última –«Lucía Joyce»– con reminiscencias de Lulú de Alban Berg. Primero le llevé a Gandini un esquema de las escenas y después empecé a escribirlas. Mientras tanto él componía la música, buscando registros musicales distintos para cada uno de los personajes. Le entregaba las primeras escenas escritas y, a los dos o tres días, Gandini las tocaba en el piano y me cantaba lo que yo había escrito. Después que tuvimos completas las escenas, Gandini comenzó un trabajo que le llevó casi dos años, la musicalización, es decir, la orquestación de la partitura de la ópera. Aparte de esta experiencia, nunca he trabajado a cuatro manos con nadie, pese a que con Juan José Saer teníamos la idea de hacer una novela juntos, una novela policial, como un intercambio de cartas entre dos detectives retirados (uno en París y el otro en Nueva York) que resolvían casos por vía epistolar, siguiendo el modelo de las viejas partidas de ajedrez que se jugaban por correspondencia. El otro trabajo en colaboración que hice fueron los guiones de cine, con Héctor Babenco, con Brent Spiner, y con Luis Príamo un guión para una película de Nicolas Sarquis que nunca se filmó. Me parece muy importante ese tipo de trabajo en común, a través del cual los escritores intentamos escapar del aislamiento y de la soledad de la escritura.
A lo largo del proceso editorial, ¿hay alguna figura específica con la cual le gusta particularmente trabajar?
Los traductores, quizás. La correspondencia con los traductores es algo muy importante y es un campo que habría que investigar. Porque los traductores son grandes lectores, leen con más cuidado que nadie, palabra por palabra y captan los defectos de los libros mejor que ningún otro lector (mucho mejor que los críticos, por supuesto), porque lo están leyendo como si lo estuvieran escribiendo ellos mismos. A veces uno corrige cosas en los libros a partir de los comentarios de los traductores. Debo tener alguna correspondencia anterior a la computadora, que empecé a usar en 1989, porque varios de mis libros se tradujeron antes. En más de una ocasión he ayudado al traductor para resolver dudas lingüísticas o cuestiones relacionadas con el uso de la oralidad en los diálogos, pero, a diferencia de otros escritores, como Puig por ejemplo, yo no intervengo en la traducción. Me parece que es el trabajo específico de un traductor y que no hay que interferir.