Revista de la Liberación, año 1, nº 2, segundo trimestre de 1963, págs. 46-47.
Reseña de Cabecita negra de Germán Rozenmacher
Un gato dorado que vuela; un hombre que lleva al hombro su ataúd; "los pájaros de panzas húmedas y escamas de lagarto y colas como víboras y grandes alas de águila y caras de pumas feroces y ojos de sangre y dientes y garras heladas y nocturnas del calor de la luna" revoloteando sobre la niña rubia; el señor respetable, rota su normalidad: "dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio" y después comenzaban a "golpearlo", a patearlo en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado"; son los habitantes de un universo cotidiano y a la vez (y sobre todo) inédito en el que la realidad está puesta en el que el más acá termina. Al borde de los símbolos.
También dos solitarios, dos tristes solitarios de Buenos Aires conversan, caminan, toman café, van al cine y hacen el amor. Y varios seres humanos (Luis que sabe que si se va todos lo "llevan por delante, por payuca, y en cambio aquí" en Tartagal, es alguien, pero no puede quedarse. Manuel que "tocaba Bach para las gallinas" y que alguna vez había intentado irse "a estudiar piano en serio, y pintura con maestros, para componer música, y había pasado años afuera pero había vuelto" y Raúl "que estuvo por irse como veinte veces de aquí". Y los que nunca se irán, todos) que viven en el Norte, en Salta, monótono, repetido, que no intentan otra cosa que irse. Irse, pero no pueden, y ya no lo intentan. Y en esa imposibilidad, en esas vueltas repetidas, a la plaza, todas las tardes a las siete, están las "Raíces". Las raíces que los fijan en el desarraigo, en una dialéctica del intento frustrado, entre el irse y quedarse. Una especie de rebelión inútil, cansadora.
Los judíos tristes, extranjeros; los "cabecitas negra" que quitan la tranquilidad al Sr. Lanari, que miran ladinamente, que piden cincuenta pesos más porque "Perón no quiere que cobre menos". Desarraigados en un país en el que todos somos un poco extranjeros. Los judíos, los cabecita negra, el Sr. Lanari con "la fuerza pública y el ejército" para tranquilizarlo. Sin "raíces".
Una atmósfera que envuelve lo cotidiano, un clima narrativo que documenta lo real (salvo en "Raíces") a partir de una cierta irrealidad (irrealidad de lo real, si se permite la paradoja). Todo esto hace, de Cabecita Negra, un libro revelador. Con él, Rozenmacher se inscribe a toda una corriente narrativa argentina que a partir de Payró y Arlt —superado el naturalismo de Boedo— trata de hacer, desde la izquierda, no una "literatura de izquierda", sino una literatura (una narrativa) que documente el país, que intente (como definía Lukacs) una "aprehensión consciente de tendencias reales en la profundidad de la esencia de la realidad". Que comprenda el país, narrándolo. Una narrativa que se enriquece con los aportes de las corrientes contemporáneas (los norteamericanos del 30, los italianos de la post-guerra, Kafka) que actualiza por fin el realismo en un país en el que siempre (salvo algunos libros) se ha confundido realismo con panfleto, con costumbrismo, con obrerismo y mediocridad. Rozenmacher (y no está solo en eso) demuestra que una literatura argentina empezará a partir de una integración con todo lo que la literatura universal puede aportar técnicamente. Con una comprensión clara de lo que significa el compromiso, aceptado, sí, pero redefinido a partir de las obras y no antes. Como tendencia y no como "a priori". Desde el lector y, no en el escritor. Un compromiso que parta de aquello dicho por Engels: "el novelista cumplirá honestamente su tarea cuando mediante una fiel descripción de las relaciones sociales auténticas, destruye las ideas convencionales sobre la naturaleza de esas relaciones, debilita el optimismo del mundo burgués y obliga al lector a dudar de la perennidad del orden existente aunque no indique claramente una conclusión o ni siquiera tome perceptiblemente partido". Porque después (como el Cabecita Negra) se sabrá si el hombre (y su libro) están comprometidos con el país (con alguna parte de él). Antes, sólo se inventarán cánones.
"Tristezas de la pieza de hotel", "El gato dorado" y especialmente el universo que recrea "Raíces" (en su primera mitad) nos parecen un ejemplo de lo que Rozenmacher puede concretar no bien integre su capacidad de crear "clima", de construir verdadera poesía narrativa con su estilo seco y directo. No bien supere cierto afán de tesis (sobre todo en el final de "Cabecita Negra"), cierta irrealidad simbólica a la que parece predispuesto (especialmente en "Pájaros Salvajes"), y algún exceso de conflictos laterales, exteriores (todo lo que sigue a la aparición de Juana en "Raíces").
Con Rozenmacher encontramos otro de esos narradores que, desde la izquierda, empiezan a probar que escribir bien es requisito imprescindible para cualquier literatura que quiera ser una manera de ubicar el país en su literatura y desde su literatura.
R. P.