Conferencia dictada el 15 de julio de 2001 en la Fundación Start de Buenos Aires.
Hay que construir un complot contra el complot
Quisiera plantear algunas hipótesis sobre las formas del complot, sobre las intrigas y los grupos que se constituyen para planificar acciones paralelas y sociedades alternativas.
En principio, el complot supone una conjura y es ilegal porque es secreto; su amenaza implícita no debe atribuirse a la simple peligrosidad de sus métodos sino al carácter clandestino de su organización. Como política, postula la secta, la infiltración, la invisibilidad.
A menudo, el relato mismo de un complot forma parte del complot y tenemos así una relación concreta entre narración y amenaza. De hecho, podemos ver el complot como una ficción potencial, una intriga que se trama y circula y cuya realidad está siempre en duda.
El exceso de información produce un efecto paradojal, lo que no se sabe pasa a ser la clave de la noticia. Lo que no se sabe en un mundo donde todo se sabe obliga a buscar la clave escondida que permita descifrar la realidad. Si la crisis de la experiencia situada por [Walter] Benjamín en la Primera Guerra Mundial ha sido desplazada (aunque no resuelta), es quizás por la presencia creciente de la idea de complot en las relaciones entre información y experiencia. La paranoia, antes de volverse clínica, es una salida a la crisis del sentido.
Con frecuencia, para entender la lógica destructiva de lo social, el sujeto privado debe inferir la existencia de un complot. Como recordaba Leo Strauss en su clásico ensayo Persecution and the Art of Writing, leer entre líneas –como si siempre hubiera algo cifrado– es de por sí un acto político. El censor lee de ese modo, y también el conspirador, dos grandes modelos del lector moderno.
Por otro lado, el complot implica la idea de revolución. El partido leninista está fundado sobre la noción de complot, y conecta complot y clase, complot y poder. Gramsci hizo ver que el concepto de organización en Marx estaba ligado a la primitiva organización de los clubes jacobinos y a las conspiraciones secretas de pequeños grupos. Guevara, desde luego, exaspera esa línea con su noción del grupo guerrillero, aislado en territorio enemigo, como una base móvil de la sociedad futura.
Por fin, la noción de complot permite pensar la política del Estado, porque hay una política clandestina, ligada a lo que llamamos la inteligencia del Estado, los servicios secretos, las formas de control y de captura, cuyo objeto central es registrar los movimientos de la población y disimular y supervisar el efecto destructivo de los grandes desplazamientos económicos y los flujos de dinero. A la vez, el Estado anuncia desde su origen el fantasma de un enemigo poderoso e invisible. Siempre hay un complot y el complot es la amenaza frente a la cual se legitima el uso indiscriminado del poder. Estado y complot vienen juntos. Los mecanismos del poder y del contrapoder se anudan.
El complot sería entonces un punto de articulación entre prácticas de construcción de realidad alternativas y una manera de descifrar cierto funcionamiento de la política.
En ese marco voy a tratar tres cuestiones. Primero, la relación entre novela y complot, de qué modo la literatura percibe estos nudos sociales, y cómo novela tematiza –y hace visible– esas tramas; en segundo lugar, la relación entre vanguardia y complot, entre práctica artística y consenso social; y, por fin, las relaciones entre economía y complot, entre el lenguaje técnico y el flujo secreto del dinero, la alegoría materialista de las cuentas suizas con sus claves y números bloqueados (única interioridad garantizada).
Los siete locos: el complot como nudo de la política
En relación con la primera cuestión, podríamos decir que hay un punto alrededor del cual se anuda cierta tradición de la novela en la Argentina y podríamos considerar que algunas de las escrituras de ficción –Amalia, la primera– se han constituido alrededor de narrar un complot. Si pensamos en algunos escritores centrales en el imaginario de la narrativa argentina, como Arlt, Marechal, Borges y Macedonio Fernández, habría que decir que es alrededor del complot que establecen su noción de ficción. Sus textos narran la construcción de un complot y, al decirnos cómo se maquina un complot, nos cuentan cómo se construye una ficción.
El ejemplo paradigmático es Los siete locos. Aunque ha sido leída básicamente como la novela de Erdosain, creo que la que tiene un lugar central es la novela del Astrólogo, la construcción de un
gran complot con los siete locos como conspiradores. Y es alrededor de la noción de maquinación que la novela compone su eficacia. Ahí Arlt captó algo. Ese es uno de los elementos que explican, creo, la actualidad que tiene. Arlt siempre está escribiendo la historia del presente porque capta la noción de complot como un nudo de la política argentina, y si uno lo relee siempre vuelve a encontrar esa tensión. Lo importante es que la política no aparece tematizada como tal. Ustedes no van a encontrarse con elementos de la realidad política ni con hechos relevantes de esos años, como sucede en otras novelas argentinas de la época que tienen una noción más esquemática de lo que se entiende por compromiso o por relación entre literatura y política. En Arlt, la relación con la política está desmaterializada, hay una sola referencia a Di Giovanni, ligada a la falsificación de dinero, y luego una nota al pie en la que el autor aclara que lo que ha escrito no tiene que ver con el golpe del 30, porque la novela es de 1929. Arlt capta la existencia del complot como lógica del funcionamiento de lo social más que de la sociedad propiamente dicha; la noción de complot está trabajada como nudo de construcción de la complejidad de la política y, básicamente, como el modo que tiene el sujeto aislado de pensar lo político.
En la novela como género, el complot ha sustituido la noción trágica de destino: ciertas fuerzas ocultas definen el mundo social y el sujeto es un instrumento de esas fuerzas que no comprende. La novela ha hecho entrar la política en la ficción bajo la forma del complot. La diferencia entre tragedia y novela parece estar ligada a un cambio de lugar de la noción de fatalidad: el destino es vivido bajo la forma de un complot. Ya no son los dioses los que deciden la suerte, son fuerzas oscuras las que construyen maquinaciones que definen el funcionamiento secreto de lo real. Los oráculos han cambiado de lugar, es la trama múltiple de la información, las versiones y contraversiones de la vida pública, el lugar visible y denso donde el sujeto lee cotidianamente la cifra de un destino que no alcanza a comprender.
La percepción básica que Arlt trasmite es que hay que construir un complot contra el complot. El sujeto siente que socialmente está manipulado por unas fuerzas a las que atribuye las características de una conspiración destinada a controlarlo y debe complotar para resistir el complot. Siempre digo en broma que los llamados científicos sociales o analistas de la política aprenderían más sobre la política argentina leyendo estas novelas que trabajando sobre el discurso explícito de los políticos. La sociedad capitalista no es lo que ella dice que es. Cuando denuncia lo que se supone que funciona mal (la corrupción, el fraude, el delito político), está reforzando la idea de que se trata sólo de anomalías en una lógica que tiene la garantía de su propia autorregulación y de su visibilidad.
El Estado como tahúr
Borges también trabajó el complot como un elemento básico en la constitución de la ficción. Alcanzaría con pensar en tres o cuatro textos suyos que en este sentido me parecen claves. En primer lugar, «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», un texto fundador en la medida en que no hace otra cosa que contar una conspiración la cual acaba por sustituir la realidad misma. Una sociedad secreta se constituye para crear un universo alternativo que termina por invadir el mundo y construir otra realidad que el final del relato no hace sino avizorar. Un texto como este, que trabaja el complot como base, permite percibir la presencia de la ficción en lo real, la ficción en la política, la manipulación de la creencia, las historias que se vuelven reales. Lo mismo se puede decir del «Tema del traidor y del héroe». Cuando un grupo de conspiradores irlandeses descubre un traidor infiltrado en la organización y comprueba que el traidor es el jefe del grupo, se construye una vasta conjura para escribir una versión de la historia: el traidor es ejecutado, pero en esa ejecución muere como un héroe. La relación entre complot y escritura de la historia está en el centro de la trama. (Habría mucho que decir sobre esto en la historia argentina, y no sólo en la historia argentina). Y hay, por fin, un texto extraordinario, que me parece el más político de Borges, «La lotería en Babilonia», donde es el Estado el que organiza una vasta maquinación para determinar la experiencia de vida de los sujetos a través de sorteos periódicos. Las personas están capturadas por un Estado que funciona bajo la forma de una lotería que incluye a toda la población, y produce premios que empiezan siendo económicos y luego se convierten en formas de vida. Un sujeto vivirá como un sirviente o como un jefe, según lo que dicte la suerte. «Como todos los hombres de Babilonia he sido procónsul, como todos esclavo», así comienza el relato. Las vidas posibles, las experiencias privadas son manipuladas
por una vasta conspiración invisible manejada por el Estado. El destino es deliberado, el azar anula cualquier decisión personal.
Me parece que el punto de partida que encuentra Borges para escribir este relato sobre conspiración y políticas del Estado está en un fragmento del libro V de La República de Platón, un fragmento fantástico que les quisiera leer, y que se relaciona con el problema de distribución de los goces del que hablaba Germán García la otra semana, con la cuestión de cómo se puede establecer una política de la pasiones y los afectos.
Obviamente, La República es un texto básico en la constitución de lo que podríamos llamar la utopía estatal, el modelo del Estado perfecto. Y, a la vez, es un texto fundador de lo que entendemos como la construcción de la realidad desde el Estado. En el libro V, en una suerte de digresión dentro del texto, se reflexiona sobre el tipo de relaciones sentimentales, que se darían en una sociedad perfecta, partiendo de la hipótesis de que los mejores hombres y mujeres deben relacionarse entre sí y excluir de ese intercambio a los considerados inferiores. El texto plantea que se deben crear lo que podríamos llamar centros de crianza, de fertilización dirigida, colectividades sexuales entre seres superiores, y que es el Estado el que debe regir esas relaciones pasionales entre los individuos a los que se considera superiores dentro de esa estructura social.
Es necesario [escribe Platón] que las mujeres y los hombres mejores tengan relaciones asiduas y que por el contrario estas relaciones sean poco frecuentes entre los individuos inferiores de uno y otro sexo. Para resolver esta cuestión se tendrán que hacer pues ingeniosos sorteos de modo que el individuo de clase inferior eche la culpa a la mala suerte en cada aparejamiento, pero no a los gobernantes.
Como ven, es una concepción conspirativa total: el complot es el mundo social mismo. A través de sorteos se va a decidir cómo se establecen las relaciones sexuales entre los sujetos, y la desigualdad estará atribuida a la suerte. Pero lo extraordinario es que Platón señala que el Estado va a hacer trampa. Primero decide cómo quiere que sean esas relaciones desiguales, y luego manipula las reglas de modo que todos los sujetos atribuyan la desigualdad a la suerte.
Me parece que hay una relación implícita entre este fragmento del texto de Platón y «La lotería en Babilonia». Borges lleva al extremo la idea de que el Estado manipula el azar y tiende a convertir en determinación aquello que puede ser considerado arbitrario. En este caso, la lotería y el azar funcionan como la representación misma de ese tipo de organización. En el ejemplo límite del control estatal, el Estado es el gran conspirador que manipula y ordena las relaciones sociales.
El otro caso es Macedonio Fernández. En Museo de la novela de la Eterna, narra la construcción de un complot cuya intención es conquistar la ciudad de Buenos Aires para modificar su sistema de nominación y su pasado. El nudo ficcional es la construcción de un complot y, a la vez, ese complot se superpone con la escritura de una novela. Las múltiples estrategias de lo novelístico que circulan por el texto tienden a funcionar como una conjura destinada a producir efectos en la realidad y a construir un conjunto específico de lectores que actuarán como conjurados ellos mismos. Así, la novela construye a sus lectores como cómplices de una conjura secreta. Por otro lado, como sabemos, Macedonio mismo inventó un complot para intervenir en la vida social. Un complot irónico que a la vez delataba la lógica del sistema político. Una suerte de crítica cómica de la lógica liberal de la representación política. Ya sabemos que Macedonio se propuso como candidato a presidente de la República y que un grupo de conjurados que formaba parte de sus relaciones empezó a manejar esta hipótesis y a difundirla.
Y con esto entraríamos en el segundo punto, la relación entre vanguardia artística y complot. La idea de llevar a la sociedad un modelo conceptual de acción política. Una intervención paródica y práctica en la estructura del sistema político. Cualquiera puede, teóricamente, ser presidente de la República, también el más antipolítico e invisible de los ciudadanos argentinos: Macedonio Fernández. Y la estadística como expresión matemática del consenso es el procedimiento que garantiza la lógica conspirativa. Es más fácil, decía Macedonio, ser presidente que farmacéutico, porque son más las personas que quieren ser farmacéuticos que las que quieren ser presidente de la República, por tanto, razonaba Macedonio, estadísticamente resulta más fácil en la Argentina ser presidente que farmacéutico. Ese era el punto de partida de una campaña con todas las características de una práctica conspirativa destinada a producir en la realidad efectos mínimos, pero muy metafóricos, que de hecho son una crítica práctica del funcionamiento de la política.
La vanguardia contra el consenso
Para ampliar esta relación entre vanguardia y complot, me gustaría partir de una idea muy interesante del libro de Carl Schorske Viena fin de siglo. Aunque el libro no es nada extraordinario, tiene una idea que me parece muy original y productiva: al analizar la serie de elementos que están creando las condiciones de posibilidad de lo que sería el espíritu de vanguardia a finales del siglo XIX y principios del XX, Schorske dice que la vanguardia es un efecto de la crisis del liberalismo. No he visto antes establecer esa relación: el liberalismo, como contexto unificador que se astilla, produce una serie de reacciones y de polos que definirán las políticas del siglo XX, entre ellas la vanguardia. En la Argentina, esa crisis del liberalismo tiene lógicamente formas específicas, es un efecto de la crisis producida por la inmigración y de los debates que se generan en las clases dominantes sobre la necesidad de modificar el programa que Sarmiento y la generación del 37 habían establecido como modelo. La crisis se desata hacia fin de siglo como efecto de la aparición de las masas, del enjambre de inmigrantes que, con sus lenguajes y sus modos de vida, alteran el modelo armónico imaginado por Alberdi y Sarmiento y producen una crisis política, una crisis de gobernabilidad y de representatividad, como diríamos ahora, que culmina y se concentra en la fractura y el enfrentamiento entre Roca y Pellegrini, y que va a terminar en una resolución desganada, digamos, con la Ley Sáenz Peña de 1912 del voto secreto y obligatorio. Toda esta crisis ha sido de hecho estudiada como condición de la aparición del nacionalismo, que es visto como alternativa frente a la crisis de la tradición liberal. La inversión de la oposición entre civilización y barbarie podría ser la metáfora de esa situación, ya clásica en el análisis de la cultura argentina. Un ejemplo de este viraje es la lectura que hace Lugones del Martín Fierro. Pero lo que habría que agregar aquí es la relación entre esa crisis del liberalismo y la aparición de una política de vanguardia en la cultura argentina. Habría que decir entonces que, en la Argentina, esa crisis del liberalismo es el contexto de Manuel Gálvez, de Ricardo Rojas, de Leopoldo Lugones, del llamado primer nacionalismo argentino, pero también de Macedonio Fernández y de sus estrategias políticas y culturales, conspirativas y vanguardistas.
De este modo podemos ver la vanguardia como una respuesta política, propia, específica, al liberalismo y a los procedimientos de construcción del poder político y cultural implícitos en él, una respuesta a las ideas de consenso y pacto como garantías del funcionamiento social, de visibilidad del espacio público, de la noción de representación y de mayoría como forma de legitimidad. La vanguardia vendría a cuestionar estas nociones con su política de intervención localizada, con su percepción conspirativa de la lógica cultural y de la producción del poder como una guerra de posiciones. El modelo de la sociedad es la batalla, no el pacto, es el estado de excepción y no la ley. La vanguardia se propone asaltar los centros de control cultural y alterar las jerarquías y los modos de significación. Contra la falsa ilusión del acuerdo y el consenso, utiliza las maniobras de fraternidad y terror de los grupos en fusión de los que hablaba Sartre; contrapone la provocación al orden, opone secta a mayoría, tiene una política decidida, a la vez escandalosa y hermética, frente al falso equilibro natural del mercado y a la circulación de los bienes culturales.
La vanguardia artística se descifra claramente como una práctica antiliberal, como una versión conspirativa de la política y del arte, como un complot que experimenta con nuevas formas de sociabilidad, que se infiltra en las instituciones existentes y tiende a destruirlas y a crear redes y formas alternativas. Antes que nada, establece un corte entre mundo cultural y democracia, a los que presenta como antagónicos. La democracia es una superstición de la estadística, decía Borges parafraseando las acciones políticas paralelas de Macedonio Fernández. Obviamente, toda la política de la vanguardia tiende a oponerse al gusto de la mayoría y al saber sometido al consenso. La vanguardia plantea siempre la necesidad de construir un complot para quebrar el canon, negar la tradición establecida e imponer otra jerarquía y otros valores. El arte se ha desligado del consenso liberal y, quizás, como lo vio bien Benjamín, Baudelaire fue el que mejor captó ese corte y definió al artista como un agente doble, un espía en territorio enemigo.
Construir la mirada artística antes que la obra
El arte es un campo de experimentación de los lenguajes sociales. La vanguardia se propone, antes que nada, alterar la circulación normalizada del sentido. En lo que podríamos llamar el campo específico, la vanguardia niega la especificidad. Se ocupa antes de la organización material de la
cultura que de la cultura misma. Se ocupa de lo que Brecht llamaba los modos de producción de la gloria, modos sociales de producción que definen una economía del valor. Ataca los regímenes de propiedad y de apropiación que no dependen del consenso o de una regulación natural, sino que son el resultado de relaciones de fuerza y de una lucha que impone ciertos criterios y anula otros. No hay vanguardia sin tradición, y la tradición, dice la vanguardia, se transforma en sentido común, en el sentido común menos común en apariencia, el gusto estético, el pleonasmo de los entendidos que, como dice Brecht, entienden lo que entienden y saben lo que todos saben que hay que saber. Por supuesto, Brecht ataca esa posición, ataca la convención y el acuerdo implícito. Todo el debate artístico ya no pasa entonces por la especificidad del texto, sino por sus usos y manipulaciones. Se trata de actuar sobre las condiciones que van a generar la expectativa y a definir el valor de la obra. Se termina con la noción de que el valor literario reside en la obra misma y se empieza a insistir sobre la idea de que ese valor es una intriga social. Lo que sabemos del texto antes de leer es tan importante como el texto mismo. Esta disposición es un elemento básico sobre el que Borges ha insistido: clásico, decía, es aquel texto que leemos como si fuera un clásico. Sabemos que es un clásico y entonces nos disponemos a leerlo de una manera tal que hasta sus defectos nos parecen deliberados. Podemos decir que la vanguardia ha intentado modificar ese sentido común, ese lugar estabilizado, y la forma que ha encontrado es la práctica de intervenir en el espacio de consenso para crear otro tipo de saber previo. En definitiva, el complot vanguardista parte de la hipótesis de que el valor no es un elemento interno, inmanente, sino que hay una serie de tramas sociales previas sobre las cuales el artista también debe intervenir. Y que esas tramas definen lo artístico, son lo artístico. Por eso, a menudo, la práctica de la vanguardia consiste en construir la mirada artística antes que la obra artística. Es lo que, obviamente, han hecho Duchamp o Macedonio.
Esto supone otra noción de lo que es la crítica artística, porque la construcción de esa mirada y su imposición entrañan un plan, una estrategia, una posición de combate, un sistema de alianzas. Como crítica, abandona el aspecto puramente negativo y practica, no ya la negación de una obra o de una producción artística, sino la postulación de una red y de una intriga y la construcción de otra realidad; abandona la obra que critica como si fuera un objeto en desuso y se dedica a crear una alternativa. En definitiva, la vanguardia sustituye la crítica por el complot.
El fracaso de Nietzsche
Ahora bien, para volver al principio, ¿qué es un complot? O mejor, ¿cómo podríamos pensar las formas antisociales, antiestatales y antiartísticas de conspiración? Digamos que el complot intenta modificar relaciones de fuerza que le son adversas y tiene al secreto como fundamento y a la huida como condición. El complot es siempre invisible porque implica una política basada en la debilidad extrema, en la amenaza continua de ser descubierto, en la inminencia de una derrota y en la construcción de redes de fuga y repliegue. Por eso, el conspirador borra sus huellas, se opone a la lógica social de la visibilidad como marca del éxito. La aparición debe ser instantánea y explosiva. El conspirador, entonces, está siempre dispuesto a abandonarlo todo, antes que nada, su nombre; busca hacerse anónimo, convertirse en nadie. Klossowski ha visto ahí la figura del filósofo y ha llamado «efecto Nietzsche» a esa combinación de secreto y amenaza, de conjura y soledad, y ha planteado de manera notable estas cuestiones en Nietzsche y el círculo vicioso, publicado en 1969.
Klossowski señala que el pensamiento de Nietzsche, a medida que se desarrolla, abandona la esfera propiamente especulativa para adoptar la forma de un complot. Son los preliminares de un complot que están escritos en las cartas últimas, en los escritos póstumos, en el anuncio de la inminencia de una catástrofe y en el advenimiento del nihilismo. Y ese anuncio que Klossowski lee en la enfermedad y en el aislamiento extremo de Nietzsche en Turín es un efecto del triunfo del cálculo económico por encima de cualquier poder, la maquinación económica como práctica que se realiza en otra dimensión e invierte las predicciones de Nietszche.
Ahí está lo extraordinario de la lectura de Klossowski y de la serie de pensadores que han imaginado una teoría económica a partir de la noción nietzscheana de confabulación. Por un lado, la economía es concebida bajo la forma de una maquinación que mueve masas y territorios y, por otro lado, está lo que podríamos llamar la respuesta conspirativa a la conspiración, el intento de integrar pequeños círculos que buscan construir una economía cerrada, una economía utópica, una economía
regulada por el goce y por los intercambios improductivos, la definición de una teoría económica potencial que define una línea significativa del pensamiento contemporáneo.
Esa teoría está presente en Bataille, en Caillois, en el Klossowski de La moneda viviente y, por supuesto, también en Deleuze, con sus hipótesis sobre los flujos libidinales, la oposición entre deseo e interés y los trueques imposibles que regulan la lógica del sentido. Una sintomatología de la vida económica que define un nuevo régimen de conceptos. Ya Benjamín, en las notas para el libro sobre los pasajes de París, había establecido una relación muy sagaz entre la idea del eterno retorno y la circulación del dinero.
La clave de la lectura de Klossowski, una de las claves de ese libro extraordinario, es la idea de la economía entendida como una práctica de experimentación sobre los sujetos. En este sentido, la economía es una manipulación invisible y múltiple que anuda y ata los individuos, los grupos y los conjuntos a los movimientos del dinero. Las poblaciones están tramadas en esos desplazamientos demenciales del capital. Ha surgido a la vista de todos una nueva forma de significación que sustituye, como Nietzsche leía en un pasaje del Fausto de Goethe, el signo de la cruz por otro signo siniestro inscrito en la doble cara de la moneda. ¿Quién firma el dinero, qué poder autentifica su valor, qué esfinge representa a ese equivalente general que regula el intercambio de masas y la repetición periódica de las crisis? Esa es la pregunta de Nietzsche y su respuesta es ver la economía bajo la forma de una conjura mundial. Frente a esa maquinación secreta intenta una defensa trágica. El complot de Nietzsche es un intento heroico de oponerse a la economía, vista bajo la forma de una maquinación anónima que disuelve a los sujetos en sus flujos abstractos. Cualquiera puede imaginar en ese punto el sentido de la intervención de su hermana, Elizabeth Förster-Nietzsche, que se ocupó de la edición tendenciosa de los textos inéditos, que son justamente los que trabaja Klossowski. Mientras la manipulación exaltada de los escritos inéditos realizada por el matrimonio Förster anuncia una victoria, Klossowski lee ahí el fracaso de Nietzsche; de ese modo desplaza por completo la discusión y abre una nueva etapa en la lectura de los textos.
Esa es la derrota de Nietzsche, dice Klossowski, y en la derrota reside su lucidez de visionario sobre las eras que se avecinan y el anuncio de las crisis que nunca se han visto. Escribe Klossowski:
La idea del complot como práctica de experimentación sobre los sujetos, la idea del aislamiento de un grupo humano como método para crear una serie de plantas raras y singulares, una raza que tuviera su propia esfera de vida libre de todo imperativo de virtud, ese carácter experimental del proyecto constituía el propósito mismo de un complot para Nietzsche. ¿Qué planificación podía prever un invernadero de este tipo? En los hechos se inscribe y es conducido por el proceso de economía. En efecto, ¿qué régimen económico bajo cualquier aspecto no tiene actualmente ese carácter experimental? Los métodos que se ponen en práctica tienden a formar una categoría de experimentadores quienes con conocimientos de causa, si bien son incapaces de producir, constituyen una fracción con su propia esfera de vida, que al menos se atribuye el mérito con todos los privilegios que resultan de ella, de extirpar como si fuera cizaña los menores gérmenes de plantas raras y singulares, prevención sin duda no menos costosa que la de cultivarlas.
Habría una tensión entre la práctica sobre los sujetos que el propio Nietzsche imagina y la experimentación sobre los sujetos que realiza la lógica económica. Se extirpa de la sociedad a los individuos y a los grupos que para Nietzsche son justamente los sujetos sobre los cuales se constituiría la nueva sociedad, plantas raras y exóticas como los llama, portadores de nuevos valores. Este proceso es el germen de lo que Foucault llama la biopolítica. El carácter improductivo es el que aparece como excluido del funcionamiento social, y es justamente el carácter improductivo el que para Nietzsche estaría en el centro de la constitución de una nueva clase de sujeto.
Lo que viene a decir Klossowski es que mientras Nietzsche tiende a imaginar la práctica, la experimentación y la constitución de cierto tipo de sujetos, la economía se ocupa de hacer eso de un modo invertido, esto es, de extirpar a esos mismos sujetos y de anularlos.
Aquí podemos decir que el complot nietzscheano tiene como modelo básicamente a la creación artística, en el sentido de que es el artista el sujeto improductivo que sería el fundamento del complot para oponerse a la productividad generalizada de la economía y de la sociedad. Frente al filósofo y al sabio, frente al político y al economista, Nietszche pone al artista como sujeto de la verdad. El artista es aquí el antiartista, por supuesto, y debe ser entendido en el sentido de Gombrowicz y de Macedonio: no el artista que se autodesigna, sino el que se niega como tal, el sujeto de la pura
percepción artística, el que mira a la distancia, el que se oculta, el que se opone al gusto y a la estetización generalizada, el artista como comediante que se ríe del arte. En este sentido, el complot de Nietzsche no puede triunfar, sólo puede anunciar el porvenir y actuar en las sombras y en la soledad. Por eso Klossowski entiende ese complot, no ya como voluntad de poder, sino como voluntad trágica, esto es, dionísiaca, fundada en una economía del gasto, de la destrucción y del goce.
Ese es el marco de la crítica actual a la vanguardia, que deriva, sin duda, del triunfo del liberalismo. Si hay un renacimiento del liberalismo, hay crisis de la vanguardia y todos retrocedecen hacia el mercado y hacia las instituciones establecidas. En este sentido, la afirmación posmoderna se conecta con el triunfo del liberalismo y del neoliberalismo y con la construcción de un nuevo contexto unificador. Conviene recordar aquí que el libro que funda la noción de posmodernidad, Las contradicciones culturales del capitalismo, de Daniel Bell, está escrito a comienzos de los 70 y su hipótesis central (que es el anuncio de un programa de acción) afirma que no puede haber una sociedad que funcione con una cultura opuesta a su sistema de legitimidad. Hay una contradicción, dice Bell, entre el funcionamiento de una sociedad basada en el consenso y en los valores tradicionales, y un arte y una cultura que exaltan la ruptura, los valores antisociales y la negación. Y, lógicamente, el primer texto al que se refiere Bell en su crítica a los críticos de la sociedad es El origen de la tragedia, de Nietzsche. La sociedad, dice Bell, no puede respaldar y auspiciar una cultura que se opone a la moral que esa sociedad necesita para funcionar, no puede considerarse legítima una cultura que se opone a la norma social, a la ética del trabajo, a los valores de la familia, y que exalta la destrucción de las normas, la liberación sexual, el arte ilegible. La sociedad necesita una cultura que refuerce su funcionamiento legítimo, no una cultura que se oponga a sus fundamentos. Bell, que es un crítico cultural muy refinado, un hombre que está al día en el pensamiento contemporáneo, lector de Benjamín y de Adorno, una figura clave en la reacción conservadora de la academia norteamericana, es el primero que define el concepto de posmodernidad y el primero que define el sentido básico de esa reacción contra la tradición de las vanguardias del siglo XX. Podríamos decir que, de un modo muy sofisticado –de hecho yo no conozco ninguna definición mejor de posmodernidad que la del libro de Bell–, hace un uso cínico de la hipótesis marxista de que las ideas dominantes deben ser las ideas de las clases dominantes, que no puede haber escisión y que, si la hay, algo está fallando en esa cultura. Bell se convierte no sólo en el que define y difunde el término posmoderno como un nuevo conjunto cultural, sino también en el que acompaña y se anticipa a lo que la economía neoliberal está realizando por sí misma, y propone una respuesta cultural acorde con la lógica de esa nueva situación. Hay que construir una cultura que legitime esa nueva situación, dice, y llama posmoderna a esa nueva cultura que anuncia a principios de los 70 y que define como la única legítima.
Me parece que el triunfo del liberalismo y del neoliberalismo y el retroceso de la vanguardia vendrían a darle la razón a la hipótesis de Schorske de que hay una oposición entre liberalismo y vanguardia. Si triunfa el liberalismo, no habría entonces espacio para la vanguardia.
Una sociedad secreta con una economía del deseo
Para terminar, me gustaría recordar una clase dictada por Bataille en Le Collège de Sociologie, en 1938 sobre la noción de sociedad secreta. A esas reuniones, como sabemos, asistía Benjamín, que estaba en París escribiendo el capítulo sobre los conspiradores y Fourier –que llamaba el comité invisible– para el libro de los pasajes. En esa conferencia, Bataille plantea la existencia de la sociedad secreta como una suerte de contrasociedad que permite crear una energía para modificar el funcionamiento social. Frente a la estabilización de la sociedad industrial, la solución de Bataille es la constitución del microgrupo de conjurados que postula y aspira a una contraeconomía, una economía pulsional, una economía de gasto y de goce. Y ahí surge una nueva teoría económica. También Gombrowicz avanza en esa línea, con la noción de vicio como nudo de la lógica económica. «A la humanidad», dice Gombrowicz, «le han sido dados ciertos vicios y sobre esos vicios se ha creado un mercado». Por su lado, William Burroughs ha pensado en la adicción como la condensación de la economía capitalista, y en la droga como la mercancía por excelencia. La droga, dice Burroughs, es el producto ideal, la realización más perfecta de la economía capitalista porque produce el consumidor que no puede vivir sin consumir.
La economía es vista entonces como productora de síntomas y de desvíos. Ahí se define esa tensión entre la ilusión de una conjura que se opone a la sociedad sin ser un complot político en el sentido explícito, y el funcionamiento de una sociedad que, naturalmente, genera un tipo de racionalidad económica que tiende a poner el beneficio, la circulación del dinero, la ganancia, como formas visibles de su funcionamiento, pero que en realidad esconde una red hecha de adicciones y de ideas fijas y fetiches, de bienes sagrados y de carencias absolutas. Y esa tensión entre dos economías cruza todo el debate sobre el arte y el valor. El arte visto a la manera de Gombrowicz o de Arlt es una actividad que tiende a generar una economía propia, con su propio sistema de valor y de intercambio, y eso es lo que está debajo de la práctica de estos artistas, la idea de crear una economía que podríamos llamar privada, donde cada cosa vale lo que uno dice que vale.
En esa línea, y para terminar, quisiera leerles una suerte de parábola de un gran economista, Keynes. Está citada en La parte maldita, un libro en el que Bataille, siguiendo la línea de Klossowski y obviamente de Nietzsche, intenta teorizar esta contraeconomía, una economía dionisíaca, una economía del derroche y del deseo, y hace una exaltación de la noción de crisis como punto de ruptura del funcionamiento normal del sistema y, por tanto, como un momento en el que se ve funcionar aquello que no es tan racional, como a primera vista el sistema parece querer decir. Sólo en tiempos de crisis el sistema dice de sí mismo lo que es realmente. Y en un momento de su análisis Bataille incorpora este breve relato, esta fábula, que llama El misterio de la botella de Keynes. Ya sabemos que Keynes, el amigo de Wittgenstein, postula que la economía progresa cuando abunda el dinero, cuando se está cerca del boom, cerca del crack y no del equilibro. Es una manera de pensar el exceso en el campo económico, la especulación como fenómeno de masas. Deleuze analiza esa economía de riesgo que se realiza porque se aleja de la estabilidad hacia el desorden y el azar. Bataille, en fin, cita esa parábola de Keynes como una suerte de alternativa subterránea a la superficie árida de la economía.
Si el tesoro público metiera dinero en botellas, las enterrara a cierta profundidad en minas de carbón abandonadas, las cubriera de escombros y luego encomendara a la iniciativa privada, de acuerdo con los bien conocidos principios del laissez faire, la tarea de desenterrar el dinero, claro está que siempre que se obtuviera el permiso para hacerlo por medio de las concesiones de explotación del suelo donde están enterradas las botellas, desaparecería el desempleo, y gracias a sus efectos, la renta real de la sociedad, e incluso su patrimonio aumentarían por encima de los niveles actuales.
Enterrar plata en una botella en medio de la noche, otro complot más en la serie de conjuras irónicas y políticas que circulan desde siempre y que yo quise discutir esta tarde aquí con ustedes.
* Transcripción de la conferencia dictada el 15 de julio de 2001 en la Fundación Start de Buenos Aires.