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Conversaciones en Princeton

DÍAZ QUIÑONES, Arcadio, FIRBAS, Paul, LUNA, Noel, RODRÍGUEZ-GARRIDO, José A., Program in Latin American Studies, Princeton University, 29 de abril de 1998.

Published onApr 29, 1998
Conversaciones en Princeton

Arcadio Díaz-Quiñones: En nuestro seminario nos preguntamos cómo estudiar a un autor contemporáneo. En ese marco, hemos leído sus textos. Nos gustaría saber más, sin embargo, de las formas de su inserción en la vida intelectual y cultural, y concretamente de su trabajo docente. Durante los años de la dictadura argentina usted dictó seminarios privados a estudiantes universitarios en Buenos Aires. Después, ha tenido una larga experiencia en la Universidad de Buenos Aires y en sucesivos “exilios” en instituciones como Princeton y Harvard. Obviamente se trata de condiciones y contextos muy distintos. ¿Podría hablarnos de esa práctica docente y de la significación que ha tenido para usted como crítico y escritor?

Ricardo Piglia [RP]: Bueno, tiene una importancia que he ido descubriendo con el paso del tiempo. Como sabrás, uno va entendiendo lo que hace a medida que avanza. No es algo que se planifique. Nadie planifica claramente el tipo de vida que va a tener. Ahora, si pienso en lo que he hecho hasta ahora, diría que básicamente uno enseña lo que hace. No se puede pensar que la enseñanza es algo autónomo, como si hubiera, digamos, “una carrera docente” que estuviera por encima de la experiencia que el profesor elabora a partir de lo que hace. En este caso, para mí se trata de enseñar un modo de leer.

Si sobre algo se han construido, digamos así, mis debates y mis intervenciones en distintos registros de la enseñanza, han tenido que ver con la discusión sobre modos de leer y con la presunción de que los escritores tienen una forma de leer que todavía no ha sido lo suficientemente analizada en el marco de lo que podríamos llamar la historia de la crítica o la historia de las lecturas. Quizá hay una particularidad ahí que tiene que ver con algo que es un efecto del hecho de que uno cuando escribe lee de otra manera y esa lectura quizá se puede transmitir.

En este sentido, yo no diría que soy un crítico, en todo caso soy un escritor y un profesor, y en el cruce de esa doble práctica se produce una forma específica de crítica literaria, un tipo particular de relación con la literatura que escriben los otros. Por eso en toda mi experiencia como profesor, siempre he tendido a pensar en esta actividad como tal, no como algo subsidiario, sino como una suerte de laboratorio de prueba de hipótesis y de modos de leer y de investigaciones específicas, como un género diría, en el sentido de que he preferido siempre dar cursos sobre el siglo XIX, por ejemplo, sobre los orígenes de la novela, sobre historia de las formas, es decir sobre temas a la vez ligados y extraños a mi práctica personal; he preferido siempre, quiero decir, dar cursos académicos, con estructuración académica, y en el interior de ese espacio desarrollar un tipo específico de lectura y de posiciones críticas. No he pensado nunca mi trabajo como lo que habitualmente en la Argentina se llama talleres, o en Estados Unidos se llama workshop. He trabajado con escritores, con jóvenes escritores, con jóvenes críticos; he hecho algunos workshops, pero en todos esos casos he trabajado campos de investigación, con un criterio que no estaba ligado a lo que habitualmente se hace cuando un grupo se reúne y produce textos y discute con el escritor esos textos.

Al mismo tiempo, esa práctica mía ha tenido una historia que está acompañada por la historia de mi país, en el sentido de que yo soy de una generación que cuando empieza su carrera se encuentra con la universidad ocupada por los militares. Yo empiezo a enseñar en la universidad a fines del año 63, empiezo a tener mis primeras experiencias en el año 64-65 en la cátedra de historia argentina con Enrique Barba, y en el 66 viene el golpe de Onganía e interviene la universidad. Por lo tanto, toda mi generación, no solamente los escritores, sino que mis compañeros de generación de promoción universitaria y mis compañeros de generación que se dedican a la crítica han estado fuera de la universidad, porque la universidad cerró el acceso hasta avanzados los años 80. De modo que los veinte años en los cuales uno hace su experiencia básica fueron años en los cuales la universidad estuvo clausurada. En Buenos Aires se inventó un sistema que tiene una tradición bastante peculiar, que consistió en que empezaron a proliferar cursos privados, una universidad alternativa diríamos ahora, porque en los países del Este sucedía algo parecido, por lo que yo sé, en Checoslovaquia, en Polonia. En fin, que los profesores que tendrían que estar en la universidad formábamos a la gente fuera de la universidad, y la gente que venía a los grupos nuestros son ahora los que están en la universidad. Y ese modo de enseñar, en mi caso, definió el campo de trabajo y la perspectiva crítica.

Ese sistema tenía características bastante extraordinarias, en cierto sentido un poco medievales, diría yo, porque los estudiantes venían, ponían ellos el dinero para sostener a los profesores. Entonces había ahí un interés que no era el interés curricular, era la pura pasión que llevaba a los estudiantes a acercarse a estos profesores para formar con ellos grupos de investigación. En mi caso, esos grupos estuvieron siempre configurados por jóvenes escritores, investigadores, críticos, historiadores. Fueron grupos mezclados, y eso le daba una característica interesantísima al debate, porque había algunos que querían ser novelistas, y otros críticos o investigadores. Mi experiencia en la Universidad de Buenos Aires es relativamente reciente,

porque recién cuando las cosas comienzan a mejorar en la universidad, muchísimos de nosotros somos convocados y volvemos a enseñar. En la Universidad de Buenos Aires tengo un seminario que llamo “Poéticas de la narración”, que es un intento de crear ese espacio de lectura de un escritor como alternativa a otro tipo de enseñanzas que se están haciendo simultáneamente en la universidad. Más de cuarenta por ciento de los estudiantes que se anotan en la carrera de letras quieren ser escritores, y la Facultad no les da ninguna respuesta. A mi juicio, la respuesta no tiene que ser un taller, tiene que ser un tipo particular de formación que complemente la formación clásica. No se trata de aislar a esos estudiantes, sino de integrarlos y de inducir cierta formación específica.

La cuestión es cómo se forma un escritor, que es un debate muy interesante y uno puede releer desde ahí toda la historia de la literatura. En principio se forma leyendo . . . ¿pero qué tipo de lectura es ésta? Yo creo que ése es el punto fundamental. Un modo de leer, un modo de usar los textos, una posición frente a las tradiciones. Pero bueno, esos cursos que yo doy en la Universidad de Buenos Aires tienen ese objetivo y a la vez tienen las características de los cursos académicos. Son cursos que tienen esta mirada, pero están estructurados con las mismas características de los cursos que paralelamente se dictan. Se trata de trabajar en el interior de un género, digamos, y establecer ahí la diferencia. Básicamente hay que trabajar en la tradición. Por ejemplo, he dado seminarios de un año sobre las lecturas de Lugones, sobre Borges como crítico, sobre las teorías de la forma breve. En ese marco se discuten cuestiones múltiples, cuestiones actuales.

Por fin, las preguntas son un poco largas, voy a tratar de ir rápido, porque esto es como mi vida sintetizada, ¿no? Después, mi experiencia en los Estados Unidos, que es una experiencia que empieza hace muchos años. Vine por primera vez a los Estados Unidos a enseñar en el 77, en la Universidad de California en San Diego, un poco para salirme del Buenos Aires de la dictadura porque había algunos problemas, por supuesto que muchísimos, pero en mi caso empieza a haber algunos problemas o algunos signos medio inquietantes y entonces me voy. Allí están Jean Franco y Joe Sommers y otro grupo de gente muy interesante en ese momento ahí, y entonces ellos me invitan, y voy de visiting. Descubro lo que son las universidades norteamericanas, descubro las bibliotecas norteamericanas, el tipo de trabajo que se hace en las universidades norteamericanas, y encuentro ahí una cosa que para mí tiene que ver con mi experiencia en Princeton. Encuentro lo que yo en broma llamo el espacio contra-público, porque uno habla del espacio público y del espacio privado.

No se trata de un espacio privado ni de un espacio público, porque no es el espacio público que yo conozco en Buenos Aires. Es un espacio contra-público en el sentido de que encuentro en las universidades norteamericanas paradójicamente el mismo tipo de autonomía con respecto a las demandas y a los debates públicos que encontraba en las culturas alternativas en las que me formé en los años 60, donde nosotros discutíamos una serie de cuestiones antagónicas a la discusión de los medios y estábamos totalmente ajenos a lo que podríamos llamar la institución y el establishment literario y al orden del día de la discusión pública. Discutíamos otras cosas y desde otro lugar. Todo eso, al menos en la Argentina, se ha clausurado, todo el mundo discute los mismos problemas, desde posiciones y estilos distintos quizá, pero el orden del día del debate público lo deciden los medios y el estado. Parece imposible cambiar de conversación, todo gira sobre los mismos temas. Ahora que lamentablemente el establishment literario parece ser el único lugar disponible, el que marca los temas y define el espacio de debate, ahora que todos los escritores, tarde o temprano, terminan en el establishment literario, ¿no?, hasta los suicidas . . . es cada vez más difícil escapar de ahí, muy difícil encontrar un espacio contra-público. En los países nuestros, cruzados por los procesos de internacionalización y de concentración de la industria cultural y de ciertas tendencias muy agudas a la endogamia y al provincianismo (son siempre los mismos los que hablan de lo mismo) parece muy difícil conseguir un lugar para construir una reflexión ajena a las modas y a las demandas externas y elaborar con un tiempo propio las variantes y las transformaciones de una poética propia. He encontrado ese espacio, paradójicamente, en las universidades norteamericanas, aparte de las condiciones de trabajo, las bibliotecas, los estudiantes, he encontrado una suerte de lugar neutro en el que es posible trabajar y seguir la consigna de Joyce, de Dedalus: “silencio, exilio y astucia”. Entonces es un exilio – porque la pregunta lo plantea como un exilio – es un exilio en el sentido que un escritor es siempre un exiliado, siempre busca un espacio extra-local para pensar su tradición. Lo difícil a veces es hacerse invisible, porque vivimos en una sociedad de vigilancia y transparencia, que en la cultura quiere decir una sociedad de la exhibición pública y de la opinión estereotipada. A veces es imposible ser exiliado en el propio país y el riesgo es terminar enganchado en los debates de la cultura dominante, aunque sea como contrafigura (“el malhumorado de izquierda”, “el escritor secreto”, “el provocador profesional”, “la novelista ignorada”, “el poeta maldito”); parece que ya no hay lugar para escapar de la escena pública. Borges me parece un buen ejemplo, ¿no?, que terminó como una especie de bonzo, como una especie de mártir de los medios, terminó entregándose pasivamente a la exaltación general diciendo cualquier cosa en cualquier lugar . . . Como dice Saer, terminó diciendo chistes en los diarios. Terminó siendo un viejo que decía chistes en los diarios. Entonces hay que tener mucho cuidado, no de convertirse en un viejo, ni de decir chistes, pero en lo posible no solamente decir chistes en los diarios.

En principio yo diría que el balance que puedo hacer en relación con esta pregunta tiene que ver con eso. Por otro lado, es otro tema, a mí me interesa mucho la experiencia digamos pedagógica de la literatura, hay como un oxímoron en la idea de una pedagogía de la literatura, es como decir una didáctica del alma, parece una broma, pero ahí está creo lo interesante y por eso me parece muy atractiva la imagen del escritor como profesor. El costado pedagógico de los escritores me interesa mucho. Brecht. Me interesan mucho los escritores que tienen una posición didáctica, digamos: Brecht, Borges, Pound, que están siempre bajando línea, de poética, pero de poética, no de otra cosa. Cómo leer, cómo se debe leer, cuáles son los textos buenos, cuáles son los textos que no sirven, contra qué hay que leer.

Noel Luna: En este fin de siglo se hacen cada vez más visibles dos relatos de la crisis que desde el auge de las vanguardias han transformado el mundo académico y el literario. Me refiero a los debates sobre “la muerte de la literatura” y el supuesto agotamiento de la especificidad de la crítica y los estudios literarios. ¿Dónde sitúa hoy Ricardo Piglia a la literatura y a la crítica?

RP: En relación a la muerte de la literatura . . . yo diría que la muerte de la literatura tiene dos entradas. Hay un camino hacia la muerte de la literatura que ciertas poéticas postulan, la vanguardia básicamente. La muerte de la literatura es ir a la vida. Es una fantasía clásica, digamos, que recorre toda la polémica actual sobre los lugares de la literatura y que empieza en Baudelaire y llega hasta la Beat Generation. Está muy cerca de los debates de las poéticas actuales. Esa fantasía extraña de los escritores de dejar de ser escritores o de conseguir una experiencia que sea más intensa que lo que se supone que es la experiencia de la literatura. Entonces la fantasía de la muerte de la literatura es como el acceso a lo real mismo. Por supuesto estoy en contra de esa posición, en el sentido de que para mí es mucho más interesante la literatura que la vida. Primero porque tiene una forma mucho más elegante, y segundo porque es una experiencia mucho más intensa. Para mí la literatura es una de las experiencias más intensas que conozco, sobre todo en esta época, en la que habría que ver qué debe entenderse por “la vida” – habría que matizar la definición de experiencia ¿no? Esa tensión entre literatura y vida ha sido clásicamente, desde Cervantes, desde Flaubert, el tipo de debate que ha desarrollado la novela (la novela es ese debate en realidad). Y por eso se puede encontrar esta cuestión en escritores que uno admira muchísimo, en Kafka, por supuesto, en Faulkner, en Proust, pero también en Hortense Calisher, en Sylvia Plath. Todo este asunto de qué quiere decir ser un escritor, qué quiere decir dedicar la vida a la literatura. ¿Qué es lo que uno se pierde? Entonces la muerte de la literatura es a menudo un sacrificio que ciertos extraordinarios escritores han hecho en beneficio de algo para lo cual la literatura no sería sino el acceso. Rimbaud sería otro ejemplo fantástico de esta posición. Esa es una.

Otra es lo que la sociedad hace con la literatura, que lo que intenta es matarla. Creo que la política de la sociedad en relación con la literatura es sacarla de ahí. Yo siempre digo en broma – y lo he dicho con muchos de ustedes – que esta sociedad no inventaría la literatura si no la hubiera encontrado hecha. No se le hubiera ocurrido a la sociedad capitalista inventar una práctica tan privada, tan improductiva desde el punto de vista social, tan difícil de valorar desde el punto de vista económico. Digo la producción del sujeto que en su casa, con medios que él mismo puede controlar, que es una cosa que a la sociedad no le gusta nada, porque en definitiva lo que hace falta es comprarse un block, papel y un lápiz . . . En la medida en que el sujeto es dueño de esos medios, la sociedad mira eso con desconfianza – digo la lógica misma del funcionamiento de la sociedad, no digo los sujetos aislados – la sociedad – esto ya Marx lo discutió – la sociedad no puede entender ese trabajo improductivo, no puede entender algo hecho sin interés económico. El arte sería contrario a esa lógica de la racionalidad capitalista. Y, por lo tanto, la muerte de la literatura sería algo a lo cual esta sociedad aspira. También aspira a que la literatura salga del centro de la discusión, y creo que ha conseguido en parte lograrlo. Me parece que si nosotros vemos lo que pasaba en los debates que recorren la historia, con Sarmiento o Martí o Rodó, pensamos en las figuras que fueron construyendo ciertos espacios de discusión política en América Latina, y miramos lo que pasa ahí, nos vamos a dar cuenta que la situación ha logrado desplazar los focos de debate o desplazar al menos la función de ciertos usos del lenguaje en los debates sociales. La crisis de los intelectuales como voceros, la figura dominante del especialista y del técnico, del periodista como ideólogo, ha desplazado por completo la tradición del poeta como vocero de la tribu. Podemos discutir o ridiculizar lo que significó esa tradición, la tradición de Lugones, Alfonso Reyes, Martínez Estrada y sus alianzas y sus diferencias con el estado, pero es evidente que la literatura formaba parte del discurso público. No sé si hay que lamentarlo, pero la sociedad ha borrado ese lugar, se ha sacado la literatura del medio, y la ha sustituido por la televisión. Ha desplazado los lugares de enunciación de la tradición intelectual y de sus problemas hacia la cultura de masas. Quizá ahora que la literatura en este sentido ha muerto, se pueda por fin, escribir. La muerte de Octavio Paz podría entenderse como la muerte del último que intentó conservar una función que la sociedad había perdido y la conservó a cambio de perderlo todo, a cambio de excluir la literatura para conservar la figura pública del escritor como ideólogo. Paz era en este sentido una figura anacrónica, obviamente, una especie de Lugones fuera de estación. Todos hacían de cuenta que lo oían porque era un poeta, pero en realidad es obvio que Paz no fue otra cosa que un periodista, sobre todo eso, un gran periodista, un excelente divulgador de teorías y de hipótesis que entendía mal y trasmitía bien. Y fue el primer intelectual de nuevo tipo, digamos, el primero que se dedicó sistemáticamente, no a crear focos de discusión alternativos y contrapúblicos, sino a reproducir, a legitimar y a “modernizar” los temas y las cuestiones que quería imponer el estado y que preocupaban a la cultura dominante.

Ahora, en relación con la crítica, pareciera que la sociedad ha desarrollado de una manera excesiva todas las artes de interpretación de ese objeto que se fuga y que desaparece. Es como si la literatura, lo que justifica que estemos aquí, lo que justifica que existan cátedras de literatura, carreras en literatura, becas para estudiar literatura, congresos de literatura, revistas literarias, profesores, todo eso está sostenido por una práctica que parece que es muy inestable y casi invisible. Pareciera que si fuera posible sacarla y mantener todo ese campo de estudio como un espacio muerto, sin presente, sólo la historia y la tradición, sería seguramente mucho más productivo desde la óptica social, más firme, más acotado. Y muchas tácticas críticas tienden a hacer eso. Tienden, desde posiciones que se suponen progresistas, a sacar a la literatura del juego y a convertirla en un síntoma más de una serie de documentos sociales que circulan con el mismo estatuto que la literatura. La crítica tiende a ver a la literatura como un síntoma, como un síntoma de otra cosa. La literatura no es un síntoma de otra cosa. En todo caso es el síntoma de la sociedad, el lugar donde la sociedad manifiesta algo que no puede resolver, que sería esta tensión entre la producción y la circulación, entre el dinero y el tiempo libre, entre la cantidad de tiempo que hace falta para hacer una obra y cuánto vale eso. Son cuestiones que la sociedad no puede resolver. Entonces la crítica a veces se pone del lado de esa racionalidad.

Yo creo que muchas de las cuestiones que se están discutiendo ahora, ciertas posiciones críticas, tienen mucho que ver con la racionalidad social, aunque todos lo hagan en nombre de una suerte de posición progresista de izquierda, de izquierda académica. Por mi parte, valoro mucho a la crítica literaria y leo con muchísimo interés a los críticos que me interesan. Los leo con interés como escritor y los leo con interés porque aprendo mucho también, de críticos como Auerbach, como Szondi, como Vernant, y sobre todo de Iuri Tinianov, que es un crítico que me interesa desde siempre, porque Tinianov es clave; él funda la línea de la que vienen Benjamin, Bakhtine, Mukarovsky, Uspenski. Lo más interesante de la crítica moderna ligada al marxismo y en polémica con el marxismo y con la vanguardia viene de ahí. Yo digo siempre que el texto de Tinianov sobre la evolución literaria es el Discurso del método de la crítica literaria, en el sentido de que pone los problemas del debate sobre la historia de las formas y sobre la tradición y sobre qué quiere decir la función social de la literatura y su función “específica” y su función histórica. Bueno, también aquí me parece que podríamos seguir conversando, pero en principio sería esto. Tinianov como alguien que intenta, de una manera muy complicada para él también, establecer una conexión entre formas y prácticas – no sólo una conexión diría, sino pensar la literatura desde la forma, pero socializando ese debate, usar las formas y su historia para discutir los contextos no verbales y las formas de vida (el byt, como lo llamaban los vanguardistas rusos). Para mí, él es un punto de referencia central. Lo enseño desde hace treinta años; también a otros, filomarxistas, siempre los mismos en realidad (Benjamin, el primer Lukács, Berger), pero él es un punto de referencia muy importante y siempre que puedo lo leo, lo enseño y lo discuto porque me parece que muchas de las cuestiones que la crítica debate cada temporada – cuando hay un desfile de moda francesa tal, y al año siguiente viene otro modisto – me parece que Tinianov está siempre cerca de esos debates. Estaba cerca del debate del estructuralismo, estaba cerca del debate de la deconstrucción, y ahora está cerca del debate del new historicism y cerca de los debates actuales sobre política y literatura.

Arcadio Díaz-Quiñones: Me interesa su trabajo como editor de colecciones de policiales de la serie “negra” y la forma en que se relaciona con su propio uso y transformación del género en sus cuentos y en sus novelas. ¿Podría hablarnos sobre ese aspecto de su producción? Al mismo tiempo, nos interesaría saber algo sobre el papel de los editores en su propia producción. ¿Cómo ha ido cambiando en estos años su relación con las editoriales, el mercado y los editores?

RP: También es una pregunta que recorre toda mi vida. Por supuesto que mi relación con el género ha sido diferente a lo largo del tiempo. Yo propuse una colección de novelas policiales a la editorial que había publicado mi primer libro, con la que ya estaba trabajando, lo cual da una pauta de cuál era la situación de un escritor joven, digamos, hacia 1965. Es decir, el editor que editaba mis libros me daba trabajo, y yo estaba haciendo con él una colección de clásicos. Habíamos publicado Robinson Crusoe traducido por Cortázar, una traducción de Cortázar que se había perdido. Estábamos en ese proyecto. Entonces yo, que venía leyendo desde mucho tiempo antes literatura norteamericana, y que leyendo literatura norteamericana había encontrado el desvío hacia el género policial, que para mí era como un desvío, era algo que venía de Hemingway, no era nada raro para mí encontrarme con Hammet o con Chandler o con Cain. En principio no los leía como sujetos de un género. Los leía como una manera de transformar el debate sobre qué quiere decir hacer literatura social, que fue lo primero que me interesó en el género, porque me parece que el género policial da la respuesta a un debate muy duro de los años sesenta, de la izquierda, digamos, que era qué tipo de exigencias sociales le eran hechas a un escritor.

Entonces el género policial era una respuesta muy eficaz hecha por escritores, muchos de ellos con mucha conciencia política como en el caso de Hammet, que era un escritor próximo al partido comunista, afiliado de hecho al partido comunista. Es decir, encontrar ahí una tradición de izquierda que no tenía que ver con el realismo socialista, ni con el compromiso ni con la teoría del “reflejo” en el sentido de Lukács, sino con una forma que trabaja lo social como enigma. No era un simple reflejo de la sociedad, sino que traficaba con lo social, lo convertía en intriga y en red anecdótica. De modo que yo encontraba un género muy popular que estaba elaborando cuestiones sociales de una manera muy directa y muy abierta. Ese es un elemento que a mí me marcó muchísimo en mi concepción de la literatura y su función, digamos, y la manera en que un texto puede trabajar problemas sociales y políticos. Cortó totalmente con la teoría del compromiso y con la poética del realismo a la Lukács, que era lo que en verdad definía el espacio de la literatura de izquierda en los años sesenta y que hacía que no se pudiera leer a Borges y que no se pudiera leer a tantos escritores.

Juntamente con eso, el otro elemento que para mí es muy importante en el género – y esto es una herencia de Borges, es la construcción de una trama que Borges lee de una manera y que en mi caso tenía que ver con el modelo del relato como investigación que a mí me interesa mucho. Si yo he hecho algo con el género, ha sido trabajar el modelo de la investigación fuera del esquema del delito: poner la investigación como forma en relación a objetos que no tenían por qué ser criminales en un sentido directo. En el caso del “Homenaje a Roberto Arlt”, ese traslado supuso pensar la literatura ligada al robo y a la propiedad, ciertas cuestiones claves como la apropiación, el plagio, la estafa, la falsificación, la noción de delito, trabajados en el marco de algo que tenía que ver con el género policial y con la crítica literaria. En Respiración artificial, me parece que lo que unifica ese libro es que todos están investigando algo. Yo me di cuenta de eso después que terminé de escribirlo. Pero evidentemente todos los personajes tienen un objeto de investigación que los alucina.

Ahora, por otro lado, había una lectura profesional del género, leía muchísimas novelas para seleccionar un conjunto, una serie que se pudiera traducir y publicar. De hecho no existía una colección de novela negra en lengua española, por lo tanto yo leía a la vez toda la historia del género y también leía las novelas que se estaban publicando en ese momento, a fines de los 60. El trabajo del lector para construir una colección es un tipo de lectura interesante comparada con otras formas de leer, por ejemplo, la forma de leer que podemos tener en un seminario, las lecturas obligatorias que uno tiene que hacer a veces de los textos, para formarse, porque es una lectura obligatoria profesional, rara. Hay un juicio de gusto y también un juicio de género, digamos, cómo funciona este libro, no sólo para mí, sino para un lector del género. Y a la vez es una lectura interminable, me pasaba los días leyendo novelas policiales. Por ejemplo, para tener quince o veinte títulos contratados, uno tiene que leer trescientos libros. De modo que es una lectura antes que nada cuantitativa. Yo me pasé cerca de dos o tres años leyendo casi exclusivamente novelas policiales, tenía la casa llena de libros, me llegaban cajas y cajas, ediciones baratas: los Gold Medal Books de los años cincuenta, los paper de la Ace Books. La producción del género es masiva, mucho más masiva de lo que ustedes pueden imaginar, la cantidad de novelas policiales que se publican, la cantidad de escritores que hay. Para moverse en ese fárrago y encontrar ahí algo que uno considere que puede publicarse, hay que leer muchísimo. Hay una lectura que es una lectura profesional, diría yo, muy específica del editor, a la vez interminable y muy selectiva.

Uno aprende a leer rápido ahí, dos o tres libros por día, con un informe, y llevaba unas fichas para no perderme, porque hay autores muy disparejos que tienen grandes novelas y libros pésimos, narradores como Ed McBain tiene cien, ciento cincuenta libros, escritos con varios pseudónimos. Se aprende enseguida cómo funciona el género. Por ejemplo, una novela policial en general es buena en las primeras veinte páginas, porque el escritor tiene la posibilidad de plantear, sin estar muy atado todavía a la trama, lo que yo llamaría – y es algo que forma parte del género – el “ambiente”, el escenario de la historia. En general las novelas policiales eligen un ambiente bien definido, por ejemplo, el ambiente de la universidad de

Princeton. Entonces el narrador tiene la posibilidad de hacer una pequeña investigación sobre cómo funciona una universidad. Después mete un muerto ahí. Entonces, el comienzo del libro, en general, es la entrada del detective en ese espacio nuevo, que pueden ser los tintoreros japoneses de Buenos Aires o los profesores, vamos a decir, de literatura alemana de Princeton, mejor. La entrada, habitualmente, tiene siempre un atractivo, un interés, porque se da a conocer cierta información sobre un mundo determinado. Después, cuando tiene que trabajar con la anécdota y con la historia, ahí la cosa se pone esquemática y habitualmente los libros que no son buenos se pierden. Es un tipo de lectura muy técnica, la que uno hace, la lectura de un experto digamos, de alguien experimentado en un tipo de relato. Sería interesante compararla con otro tipo de lecturas posibles de la ficción y de los géneros.

Por fin, la relación con los editores obviamente que ha ido cambiando. De aquel editor joven, de aquel editor muy independiente, Jorge Alvarez, que publicó primeras novelas de escritores argentinos, la primera novela de Puig, el primer libro mío, el primer libro de Rodolfo Walsh, el primer libro de Germán García, en fin, y que puso en crisis el estatuto de las editoriales grandes de aquel tiempo, Losada, EMECE y Sudamericana, que eran las grandes editoriales argentinas que venían publicando Borges, Cortázar, Neruda, Asturias . . . Puso, digamos, un tipo de editorial con un perfil más moderno, muy agresivo y que, al mismo tiempo, cobijaba a los jóvenes escritores a su alrededor y les daba trabajo, y todos, en algún sentido, estábamos trabajando con él, porque quería que tuviéramos tiempo libre para escribir las novelas que quería publicarnos. Este editor después se dedicó al rock. En realidad fue el primero que organizó un concierto de rock en español en Buenos Aires; era un tipo realmente fantástico, muy creativo y terminó por abandonar la literatura por el rock, lógicamente, se convirtió en el primer editor de discos de rock en la Argentina. De esa experiencia, que también era la experiencia de una editorial alternativa ligada a un espacio cultural que estaba en polémica con el establecido, yo fui en todos estos años “avanzando”, entre comillas, hacia editoriales más establecidas. Después publiqué en Sudamericana, que es una gran editorial pero que tiene una tradición de ser de una familia de editores. Ellos han sido los editores de La vida breve, de Adan Buenosyares, de Rayuela. Hay que imaginar lo que era recibir una novela como ellos recibieron ese libro y decidieron publicarlo. Hoy sería imposible imaginar que alguien apenas conocido como Cortázar, que había publicado tres libros de cuentos y tenía un prestigio en un círculo muy restringido, pudiera publicar una novela de setecientas páginas, si no fuera porque el editor era alguien que tenía la idea de lo que debe ser un editor.

Hoy vivimos una realidad absolutamente distinta. Por supuesto ningún editor editaría hoy un libro como Ficciones de Borges. Muy difícil, muy intelectual, y encima son cuentos, el autor además es conocido como poeta y como el autor de pequeños ensayos herméticos y extravagantes. Eso diría el informe de un editor hoy, sobre un libro como Ficciones. No es negocio. La situación está muy difícil. Un escritor siempre tiene tensiones con el editor, pero ahora me parece que esa tensión se agudiza, que todos estamos aprendiendo a negociar en una situación nueva. También éste sería un tema para desarrollar: ¿qué pasa hoy con un escritor que trabaja y quiere publicar sus libros en medio de un proceso de concentración, con editoriales multinacionales muy poderosas, y qué posibilidades de negociación existen? La experiencia del Premio Planeta fue obviamente una decisión mía de intervenir, de pelear en ese campo, digamos. Los premios, obviamente, son una manifestación pura de la lógica del mercado. Realizan directamente lo que el mercado insinúa; establecen una jerarquía fija, deciden que un libro es “mejor” que otro, y en ese sentido son la antítesis de la literatura, que es un espacio fluido, sin poder, donde los textos entran y salen de la lectura sin ningún sistema que los legisle. Y eso es lo que sucede habitualmente cuando uno publica un libro, que el texto circula en un ámbito que obedece a otra lógica y el escritor tiene que entrar y salir; por lo menos yo tengo esa posición, la posición de una guerra de posiciones, digamos, moverse en distintos circuitos. Estar en los medios y también hacerse invisible, paso largos periodos sin publicar, largos periodos en los que me sustraigo de la escena pública y vuelvo al under, para decirlo así, me alejo, viajo en subte . . . En definitiva yo no hablo de mercado, hablo de cultura de masas. Me parece que mercado . . . es demasiado hablar de mercado. ¿Existe un mercado literario? No sé, me parece un oxímoron; existe una red de intereses ligados a la cultura de masas que hacen circular los libros. Me parece que lo que hay es una manipulación de la literatura por la cultura de masas, que produce una serie de efectos nuevos, que los editores están haciendo transas con la cultura de masas y que los grandes multimedios, como se dice ahora, también compran editoriales. Entonces creo que, en verdad, estamos enfrentando el mismo problema que enfrentó la vanguardia desde su origen: ¿qué hacemos con la cultura de masas?, pero ahora en otra dimensión, en una dimensión macro. La vanguardia ha sido siempre un pelotón de élite que usa una táctica de guerrilla frente al ejército de la mass media que avanza barriendo con la cultura moderna. Paradójicamente hoy la academia norteamericana es un lugar para escapar de la cultura de masas, es uno de los pocos que quedan. A la pregunta: “¿Por qué no te vas a una isla?”. Yo contesto: Bueno, me voy a la isla de Manhattan, en todo caso. No me iría a una isla desierta, quiero decir no me puedo ir a la misma isla a la que se iban los que se iban a las islas para escapar de la sociedad de masas. Me moriría de tedio en una isla. En una isla desierta no podría ni siquiera leer de lo triste que estaría, no podría ni siquiera escribir un rato. En cambio, ¿cuáles son hoy las islas para resistir a la cultura de masas? Ese es el punto. Porque ¿qué es la cultura de masas? Es la combinación de los canales de televisión y los grandes diarios que, al mismo tiempo, son dueños de editoriales. Esa es la situación, creo.

José A. Rodríguez-Garrido: El concepto de tragedia y su actualidad en el pensamiento moderno han sido centro de reflexión de muchos pensadores y escritores que usted ha frecuentado (Nietzche, Lukács, Benjamin, Brecht, por ejemplo). Por otro lado, la acción narrada en su última novela, Plata quemada, aparece calificada como “una versión argentina de una tragedia griega” en el epílogo, o aludida en términos próximos a ella como “hybris” y “pathos”. ¿Cuál cree usted que es la vigencia de lo trágico en la literatura y en la cultura modernas?

RP: Bueno, esta es una pregunta que me interesa muchísimo, en el sentido de que me interesa muchísimo este problema. Es una cuestión sobre la que siempre estoy en diálogo, podría decir. ¿En qué sentido me interesa esta cuestión? Me interesa porque me parece que hay un diálogo entre tragedia y novela, que uno puede ver el problema de la tragedia primero como el problema de un debate sobre la historia de los géneros. Porque la tragedia, la tragedia griega básicamente, tiene la particularidad de ser un género que nace y muere, que uno ve el momento histórico en que eso pasa y entonces allí hay un debate muy fuerte, que ha sido el debate sobre el cual se ha generado lo que podríamos llamar la prehistoria de la crítica literaria moderna: Nietszche y Kierkegard. El primer libro de Nietzsche y sus últimos ensayos son sobre este asunto. Para Nietzsche, Sócrates es el que destruye el universo trágico porque trae la ironía como visión del mundo; es el héroe no-trágico, es el intelectual en definitiva, y entonces el intelectual sería el que rompe con el mundo trágico; por lo tanto

Nietzche es antisocrático, antiplatónico, en el sentido de ver ahí el momento en el que esta gran tradición comienza a dispersarse. Es sobre Sócrates, por supuesto, que Kierkegard escribe su primer libro El concepto de ironía, que también tiene que ver con esa discusión. Hay una tensión entonces entre tragedia e ironía, entre tragedia y mundo intelectual, incluso entre tragedia y novela, hay una serie de textos fascinantes sobre este asunto, de Lukács, de Benjamin, de Peter Szondi, incluso de Bakhtine que ve en la forma de los diálogos platónicos, y en la figura de Sócrates, los orígenes remotos de la novela. Podríamos hablar mucho sobre eso, de qué pasa con el traslado de ese universo a la novela y cómo se puede discutir este problema. Al mismo tiempo, me interesa mucho el modo en que piensa la forma trágica Jean Pierre Vernant, que es un crítico que yo leo con mucha pasión, que es un gran historiador de la tragedia griega y que tiene muchísimas ideas muy útiles para las discusiones nuestras en torno a problemas de contexto, de qué es un género, cómo funciona un género, la relación género-sociedad. Entonces, habría dos temas alrededor de la tragedia que son muy interesantes: uno es la historia de las formas, y el otro es la relación forma-sociedad, es decir por un lado cómo cambia, si es que cambia, y por otro lado qué hace un género, para qué sirve. Vernant tiene ideas fantásticas. Vernant plantea que un género discute lo mismo que discute la sociedad pero en otro registro. Vernant es el que dice: la tragedia está discutiendo lo mismo que está discutiendo la sociedad griega, pero en la diferencia está todo. Está discutiendo lo mismo, pero no es sólo un problema de temas; debaten la ley y el estado, pero hay una diferencia que define todo, de modo que una forma es un tejido social, un sistema de relaciones pero a la vez es una energía determinada, un corte extraño con el contexto. En definitiva, lo que dice Vernant es que la literatura descontextualiza, básicamente, borra las huellas de la época, deshistoriza, pero a la vez la forma es la historia misma, no existe sin la trama de cuestiones cotidianas y políticas que ese momento histórico específico discute y produce. Esa sería la primera cuestión. Después, habría un elemento más interno a la literatura misma, que sería cómo se puede definir la tragedia, para decirlo de algún modo. Yo defino la tragedia como la llegada de un mensaje enigmático, sobrenatural a veces, que el héroe no alcanza a comprender. La tragedia es un diálogo con una voz que habitualmente aparece ligada a los dioses o a la sombra de los muertos (es la voz del padre de Hamlet o la voz del oráculo), es decir, hay una frase hermética, escrita en una lengua a la vez familiar y sobrenatural, y hay un problema de desciframiento; pero el que tiene que descifrar tiene la vida puesta en juego en ese desciframiento. Entender un texto bajo peligro de muerte, una hermenéutica privada y paranoica. Una lectura en estado de gracia, pero también una lectura en estado de excepción. Nada es neutro es ese desciframiento. Todo se juega ahí, en el acto de entender. Ahí me parece que hay algo muy interesante. Habitualmente el héroe no comprende o comprende mal y por eso termina como termina. La tragedia dramatiza una interpretación y por eso tiene razón Nietzsche cuando dice que Sócrates atrae otro sistema de interpretación que mata la forma. Hay un asunto muy interesante ahí, me parece a mí: en esos juegos con la verdad, en esos discursos que llegan y que son avisos personales, enigmas, mensajes cifrados, que tienen que ver con el destino, con el futuro, y que alguien situado, porque ese discurso le está dirigido, trata de entender. Esa situación, que me parece que es la situación trágica, pone en juego un uso del lenguaje y de la pasión que por supuesto es totalmente premoderno, pero a la vez es muy actual y se renueva continuamente. Por otro lado, la tragedia pone este problema de lectura en términos de decisión, y, por lo tanto, establece una relación extraña entre lenguaje y acción, entre descifrar y estar en peligro. Descifrar es estar en peligro. Estas serían ¿no? una serie de cuestiones muy atractivas para un escritor: la presencia aterradora de una palabra hermética y verdadera, una palabra que cambia la vida, una palabra que tiene el poder de cambiar la vida.

En el caso de Plata quemada, se trataba para mí de sacar la historia del lugar inicial, cambiar el registro. La novela empieza con la crónica de unos maleantes de un barrio de Buenos Aires y avanza hacia una hecatombe trágica, vamos a llamarla así. ¿En qué consistió esa transformación mientras yo trataba de escribir el libro? Bueno, en que hay una serie de señales que ellos van recibiendo y que a menudo las entienden bien y que a menudo no las entienden, pero que a partir de ahí toman decisiones como si estuvieran frente al destino que les marca y les anticipa lo que tienen que hacer y que frente a ese destino van a actuar de acuerdo a una convicción, a una ley propia, que también es un punto de lo que podríamos llamar la escena trágica, es decir, que el héroe está frente a una opción imposible, porque tiene su sistema de valores propios y enfrenta un sistema de valores que se le trata de imponer y que no va a aceptar. Por eso nos atrae tanto, me parece, la escena trágica, porque el héroe es el que dice: “No voy a traicionar mis convicciones”, a veces por motivos equívocos, pero siempre firme en esta tensión entre una ley pública que está ahí y la ley propia. En el caso de Plata quemada, esta ley por supuesto no era la que yo sostengo; no es que yo esté de acuerdo con que haya que matar gente por la calle como hacen estos personajes, pero sí estoy de acuerdo con que ellos son fieles a una ley propia y la llevan hasta el fin.

José A. Rodríguez-Garrido: En alguna oportunidad usted se ha referido al fragmentarismo como una característica de la narrativa contemporánea. Su propia obra, quizás sobre todo La ciudad ausente, asume en gran parte este rasgo. ¿Qué vínculos encuentra usted entre dicha característica y el contexto político e ideológico de la Argentina de este siglo? En otras palabras, ¿de qué manera un elemento que podría verse como “meramente literario” se asocia a procesos histórico- ideológicos?

RP: Por supuesto que es muy difícil contestar eso, sobre todo en relación con mi propio trabajo. En todo caso yo no lo llamo fragmentario, lo llamo relato mínimo, micro-relato, la historia reducida a lo esencial. A la vez intento contar muchas historias en una sola historia. Me interesa mucho la idea de la circulación de historias múltiples en un relato. El problema para mí pasa no tanto por la fragmentación, que es el efecto que produce eso, sino más bien con una intriga, que sería hasta dónde se puede reducir una historia, cómo se pueden mezclar las historias, de qué modo se puede pasar de una historia a otra, de qué modo se puede crear una superficie narrativa en la que sea posible circular entre historias diversas. Por eso me interesa mucho el problema del final y la cuestión de la reducción. La posibilidad de concentrar un argumento es algo que me interesa especialmente: hasta dónde se puede reducir una historia, es decir, hasta dónde se la puede reducir para que siga funcionando. Ese sería un asunto. El otro sería hasta dónde se puede ampliar y desarrollar una historia sin que pase a ser otra. Ese sería el otro tema. Esos serían los dos elementos que, en mi caso, están presentes en cierta poética que se ha ido desarrollando, que se puede considerar un diálogo con la tradición de la forma breve y del cuento, que en la Argentina es muy fuerte, y con cierta tradición novelística argentina también, y no sólo argentina, que trabaja la variación y la multiplicidad de líneas y de tramas. Me parece que es eso lo que me interesa en Faulkner, la multiplicidad de historias que circulan.

Qué relación hay entre esta forma y cierto tipo de situaciones y posiciones sociales es más difícil de definir y de discutir. Lo único que yo podría decir es que, por supuesto, en la sociedad circulan muchas historias y que esas historias que circulan son muy importantes en muchos sentidos, y que hay una cuestión con la interrupción. Yo diría que hay que pensar el concepto de interrupción en el mundo social; por ejemplo, desde cómo se interrumpe el debate en la escena pública, quién corta y cambia y desvía, en la televisión por ejemplo, que es la forma del desvío y de la interrupción por excelencia, qué tipo de juego hay allí cuando se cortan los discursos y qué quiere decir decir en una sociedad que está definida por ese tiempo tan atomizado y a la vez tan costoso (en todo sentido). Por ejemplo, (esto lo he dicho ya en otro lugar), yo veo que las clases populares, no pueden hablar, es decir, no las dejan hablar en el espacio público, cuando alcanzan a llegar ahí, por alguna catástrofe seguramente, en un barrio, en una zona obrera, va la TV y de pronto, como si fuera un marciano, habla un obrero, y trata de explicarse, tiene un tiempo y un modo de usar el lenguaje que es antagónico con la lógica social. Lo interrumpen en seguida, porque les lleva mucho más tiempo hablar que a los profesionales del habla pública, hablan, digamos, normalmente, como si estuvieran en la casa o en un bar, no están “adaptados” al habla pública, a la TV, a la radio, a la escena. Aparece un obrero y lo interrogan en su ambiente por alguna cuestión trágica (una huelga, un choque, un crimen) y muchas veces son mujeres, porque son las que han sobrevivido o las que han soportado la violencia y ella o él empieza a hablar como habla siempre, mira a la cámara y trata de decir, de empezar a contar, piensa entonces, trata de ser preciso y contar lo que pasó y entonces tartamudea un poco e inmediatamente le sacan el micrófono y el periodista da su versión, lo dejan ahí, mudo, porque habla otra lengua, no tiene la precisión que han aprendido a tener los que juegan ese juego en el espacio público. Entonces habría una fragmentación del discurso que quizá hay que estudiar. Yo, por ejemplo, habitualmente no voy a la televisión nunca, voy en condiciones muy negociadas. Y una de las negociaciones es cuánto tiempo puedo hablar, no cuánto tiempo voy a estar en ese programa. Ahí me parece que se estabiliza (digo la televisión como el gran espacio del debate público hoy) una relación entre lenguaje, tiempo e interrupción, que va desde el corte publicitario hasta todos los sistemas de cierre y de final que circulan en el espacio social y uno podría asociar esto con la pregunta, porque la literatura, digamos, los críticos, los escritores, tendríamos algo que decir sobre eso, podríamos decir algo específico sobre las formas de poner fin a un discurso porque sabemos qué quiere decir la escansión: qué quiere decir cortar, dónde se corta, cómo se construye un sentido o cómo se le borra el sentido a un discurso según dónde se corte.

James B. Wolcott: En el estudio de la literatura moderna, se habla mucho de la metaficción. Asimismo, vemos una tendencia fuerte hacia la ficción autocrítica o metacrítica que se presenta como ficción. Algunas de sus obras, particularmente el “Homenaje a Roberto Arlt”, parecen proponer una interpretación crítica de ciertos autores, especialmente de escritores argentinos en el interior de la ficción misma. ¿Por qué le interesa a usted tanto la metaficción y la metacrítica?

RP: Yo discutiría el concepto de metaficción, no el concepto de metacrítica, porque me parece que la ficción es siempre metaficción. Hay que ser muy populista, hay que tener una confianza extrema en la capacidad de decir el sentido directamente para creer que los relatos funcionan sin ningún tipo de construcción reflexiva. Evidentemente la metaficción se convirtió en un momento determinado en una etiqueta que ciertos escritores norteamericanos (como John Barth, como William Gaddis) empezaron a usar y frente a ellos se levantó la tendencia de los minimal que empezaron a decir: “Basta de metaficción, volvamos a los hechos”, que quería decir volvamos a Hemingway, no a los hechos, a cierta manera de narrarlos. A mí ese debate entre metaficción y narración directa no me interesa, ni entro en eso, porque creo que uno puede encontrar metaficción en los narradores que parecen más ingenuos y más en ellos que en otro, diría yo. Me parece que los narradores populares son narradores de metaficción pura, porque dicen: “Ahora te voy a contar una historia” y en el medio paran y ponen una moraleja, cada tanto se detienen para explicar lo que están narrando. En realidad no se puede narrar de otra manera, no creo que se pueda narrar de un modo en el que las palabras solamente cuenten hechos. Pero la metacrítica, o sea, el uso de la crítica en un espacio distinto, que sería el modo en que yo entiendo la cuestión, sí me interesa mucho, porque me parece que hay una tradición muy fuerte en esa línea. Siempre digo que ojalá yo hubiera inventado ese uso de la crítica en la ficción, porque a veces algunos me reprochan que trabaje con ideas, con reflexiones en las novelas y me dicen: “Cómo puede ser que en un diálogo se pongan a hablar de esas cosas”. Yo digo: “Me sentiría muy contento si lo hubiera inventado yo”, pero lamentablemente no fui quien lo inventó, porque eso está, por supuesto, en Cervantes, en el Ulises de Joyce. Uno de los capítulos del Ulises de Joyce que a mí me parece más extraordinario es el capítulo de la biblioteca, donde hay toda una discusión complejísima sobre Hamlet. Obviamente que nosotros lo tenemos a Borges y lo tenemos a Macedonio Fernández, lo tenemos a Marechal. En la Argentina se escribió Rayuela. Esta idea de que se pueden discutir ideas, que hay pasiones que tienen que ver con las ideas y que las discusiones pueden tener la misma pasión y el mismo riesgo es una gran tradición, viene de la payada de Martín Fierro con el Moreno, que es un diálogo filosófico, viene por supuesto de Facundo. Hay una gran tradición de la novela filosófica, de la novela de iniciación, que podríamos llamar metacrítica. Un ejemplo extraordinario es el Marqués de Sade, que interrumpe la pose de los cuerpos – no sé cómo llamarlo de un modo neutro – con discusiones filosóficas y después siguen otro rato y después vuelve a la discusión filosófica. Realmente me parece fantástico, porque me parece que es así como es. Entonces, que en las novelas existan discusiones que tengan que ver con la literatura quiere decir que a los personajes que están en ese libro les interesa la literatura y hablan de eso. Para mí es esta la explicación. Yo admiro muchísimo a Hemingway, al primer Hemingway sobre todo, y Hemingway, por ejemplo, pone pescadores a discutir cuestiones de pesca de altura, qué tipo de anzuelo, qué tipo de tanza y de reel hay que usar, cómo influye el viento y la temperatura del agua, y yo entiendo el veinte por ciento de lo que discuten, pero me doy cuenta que esos personajes hablan de lo que saben, usan sobreentendidos, discuten, tienen teorías, hipótesis y esa es la manera de construir un personaje. Si uno lee los cuentos de Hemingway que giran alrededor del mundo de los toros o del mundo del box, hay diálogos y los personajes tienen un saber sobre un tema y su conversación gira sobre ese saber.

En Respiración artificial, los personajes que están allí son básicamente intelectuales, están interesados en la literatura, en la filosofía, en la historia y discuten de eso. Trabajar así, siguiendo una tradición novelística muy fuerte, ha provocado un efecto inesperado y benéfico, para mí, porque muchas hipótesis que están discutidas en esos relatos de una manera extrema, tajante y a la vez atemperadas por la ficción, alcanzaron un público mucho más amplio que si yo las hubiera escrito en un ensayo de crítica. Es decir que de pronto ciertas hipótesis que se discuten allí sobre literatura argentina fueron discutidas en ámbitos mucho más amplios que si yo las

Michelle Clayton: Usted ha hablado en muchas ocasiones sobre la narrativa del poder del Estado, contra la que se oponen las narrativas distintas de los escritores. ¿Es la escritura necesariamente una estrategia crítica por parte del escritor? La narración de los vencidos, que usted ha mencionado con frecuencia, ¿se podría ver como otra máquina de poder?

RP: En principio yo digo que sí, que la pregunta sintetiza un poco lo que yo pienso, que sería la idea de que el Estado construye ficción y que no puede gobernarse sin construir ficciones. Valéry dice cosas muy interesantes sobre este asunto, y también Gramsci lo ha señalado: que no se puede gobernar con la pura coerción. Es necesario gobernar con la creencia, y una de las funciones básicas del Estado es hacer creer, y que las estrategias del hacer creer tienen mucho que ver con la construcción de ficciones, y que esa construcción puede ser vista por los escritores y los críticos con una mirada diferente a como la miran los historiadores y los políticos, que nosotros tenemos mucho que decir sobre esos mecanismos. Por otro lado, yo diría que la literatura disputa con ese mismo espacio, es decir, que la literatura está construyendo un universo antagónico a ese universo de ficciones estatales. En cierto sentido yo digo que hay una tensión entre la novela y el Estado, que en algunos momentos es muy visible y que, en otros casos, es necesario descifrarla, pero que hay dos polos de esa elaboración, podríamos decir, dos polos de cristalización de cierto tipo de ficciones sociales. Yo no pienso tanto, como algunos, en la relación entre ciertos novelistas y el Estado, que a veces se da, sino en el Estado como narrador. Es decir, voy a buscar eso en el discurso mismo del Estado. Por ejemplo, en una época analicé el discurso del Comandante en Jefe del Ejército el día del Ejército, que es el 29 de mayo. Tomé quince años, o sea, fueron quince discursos de los Comandantes en Jefe en distintos momentos históricos, y analicé lo que decían, el modo en que enunciaban. Lo que decían eran relatos fundacionales, todo el tiempo, sobre el lugar del Ejército en la tradición nacional, sobre las relaciones entre el Ejército y la población civil, a quién tenía que matar el Ejército, a quién tenía que defender, cómo se construía el lugar del enemigo, quién era el héroe en ese relato paranoico y criminal. Esto era lo que el general en jefe trataba que la gente le creyera. Entonces me refiero a ese tipo de cuestiones, a un discurso que no debe ser entendido como externo al Estado. Es el Estado mismo el que habla y los escritores, los novelistas dialogan y disputan, con esa ficción política. Me distancio de lo que suele entenderse hoy por una crítica política de la literatura que tiende a ser, digamos, endogámica, busca en la literatura, en los escritores los signos de una política que viene de afuera y persigue a los escritores todo el tiempo acusándolos de estar construyendo discursos en beneficio de las políticas del Estado. La literatura se ha convertido en un rehén del discurso político, en un rehén, diría yo, de la ineficacia política de los críticos. En la Argentina hay un debate muy fuerte sobre este asunto. Cuando el Estado se cristaliza en el 80, todos los escritores parece que están diciendo lo mismo que dice el Estado. No están diciendo lo mismo. Primero porque no lo dicen del mismo modo. Yo no confundo el discurso de un ministro del Interior con el discurso de un novelista que escribe novelas. A veces, incluso son la misma persona, como es el caso de Wilde, pero no dicen lo mismo cuando están en un lugar o en el otro. Por ahí pasa, entonces, creo, la primera cuestión. En relación a la tradición de los vencidos, yo digo: la historia la escriben los vencedores y la narran los vencidos. Hay un relato que va por abajo, que tiene que ver con la derrota, no con la exclusión ni con las minorías, sino con los sectores que han sido dominados y vencidos por el Estado. La narración ahí tiene un sentido fantástico: el relato de las Madres de Plaza de Mayo en 1977, por ejemplo, contrapuesto a la versión estatal, una forma extrema de usar el lenguaje, que no tiene que ver con la construcción fija, digamos así, de la historia como escritura de los acontecimientos. La locura, ¿no?, es siempre el límite de la narración, el reverso del silencio. La locura es decir de más, es no poder callar, es un exceso en el borde de la ficción. Ellas eran las locas de Plaza de Mayo porque lo decían todo.

James B. Wolcott: Se ha dicho que desde el punto de vista del lector, la parte más importante de un relato es el comienzo de la historia, más específicamente el título, el epígrafe, o la primera frase. ¿Cómo lee usted los comienzos de los

relatos y cómo ha trabajado sus propios comienzos?

RP: ¿Qué quiere decir tomar la palabra? Ese es un momento social siempre delicado y extraño. ¿Qué quiere decir pasar del silencio a la voz, qué quiere decir socialmente, y qué tipo de protocolos son necesarios para que esa función sea posible? Ese sería el punto.

Entonces hay, a veces, maniobras dilatorias, postergaciones, partidas falsas, aprontes: prólogos, dedicatorias, epígrafes, marcos, el comienzo siempre parece remitir a una espera. Habría entonces una estrategia verbal ligada a la acción, al acto mismo de empezar a hablar, de modo que uno podría ver en ese punto del incipit, en el tropo del comienzo, la forma que toma en literatura el momento en que el sujeto va a hablar. Le agregaría a esto que yo veo el problema de los comienzos ligado al problema de los géneros, en el sentido de que los géneros me parece que son, por un lado, el marco, que es una de las fórmulas del comienzo de los textos y, por otro lado, una forma de conjugar la acción con la estabilidad. Los géneros dicen en qué tiempo verbal se desarrolla el relato. Steiner ha dicho cosas muy interesantes sobre la tragedia y los orígenes de la lengua. Ciertas situaciones dramáticas cristalizan estados iniciales del lenguaje, cierto lugar de pasaje entre el acto y la palabra. Benjamin ha pensado también en esto, ha insistido sobre la importancia del silencio en la tragedia. Un marco sería, entonces, también un modo de referirse a la situación no-verbal: “estamos aquí alrededor de esta mesa, en una sala del piso B, en la Biblioteca de Princeton y vamos a conversar sobre literatura”. Establecemos el registro de discurso que vamos a usar y definimos la situación de enunciación y entonces podemos, quizá, empezar. El marco, en cierto sentido, estabiliza la cuestión; tiene mucho que ver con el género que sería también una fórmula, un pacto, un modo de decir: “bueno, vamos ahora a contar una historia de crímenes, vamos a contar una historia de terror”. Hay un saber previo – a esto me refiero – antes de leer que siempre es un punto muy delicado en la discusión literaria. ¿Quién manipula el saber previo? Me parece que ése es un punto de discusión muy intenso en las poéticas y entre los escritores, por eso la guerra de los escritores contra los críticos, en el sentido de qué se va a saber de mi libro antes de que lo empiecen a leer y qué quiero yo que se sepa de ese libro antes de que lo empiecen a leer. Entonces las condiciones previas, la primera frase, el encuadre, lo que se sabe del que va a hablar, el sobreentendido, lo que está implícito, todo eso constituye un debate muy intenso y me parece que por ahí pasan, a menudo, las confrontaciones críticas. No es tanto sobre el texto mismo, sino sobre el protocolo de lectura de ese texto, el uso que se les va a dar. El comienzo toca todo este tipo de cuestiones, en qué dirección va a ir la lectura. Son sistemas de señales de tránsito ¿no?, como las indicaciones de entrada y de salida de un freeway. Tiene que ver con el mapa, con la hoja de ruta. Me parece que la cuestión del comienzo tiene que ver con todo esto: ¿qué es lo que uno sabe antes de empezar y qué es lo que el texto puede construir para establecer rápidamente el registro dentro del cual va a funcionar, para no ser leído desviado? Por ejemplo, para mí fue una decisión fuerte la de no poner el epílogo de Plata quemada como prólogo, que fue mi idea inicial. Porque si yo lo pongo como prólogo, por supuesto que estoy enmarcando la lectura. Después está la cuestión de los modos y de los tiempos verbales, el tono y la velocidad de la marcha de un relato, digamos, y eso remite también al comienzo, a los comienzos. Pasar a la acción en el lenguaje, de eso trata el comienzo. En cuanto a la experiencia práctica del comienzo, habitualmente no empiezo los libros por el principio, es lo que me ha sucedido. El único libro que empecé por el principio es Respiración artificial, en el que lo primero que escribí es lo primero que se lee; pero no me pasó eso en los otros libros, donde no necesariamente lo que está leído como comienzo es lo que yo escribí primero. Pero cuando uno dice cómo comienza un libro, para un escritor quiere decir cómo define el tono de la historia y como establece, implícitamente, el marco, es decir, el protocolo de lectura.

Michelle Clayton: En sus escritos juega frecuentemente con materiales “extraños” a la obra de varios autores: cartas, palabras sueltas, biografía; En otro país traza su propia autobiografía. ¿Hasta qué punto informa al lector la biografía de un escritor, o es que la biografía (la de los hechos, la de las palabras) se ofrece a ser leída como una parte más de la ficción?

RP: Es una pregunta muy interesante. A mí me interesan mucho los mitos de escritor, me parece que junto con los textos hay un aura, ciertas imágenes que actúan, en secreto, en los resquicios, entre las palabras, como quien vislumbra un rostro cubierto por un tul. Hay mitos fuertes que vienen de los textos: Kafka, Macedonio Fernández, Hemingway, no sé. Hay una construcción del sujeto que es una combinación rara de palabras, acontecimientos, tragedias, datos, que habitualmente quitan al sujeto de la normalidad, diría yo. El sujeto es sacado de la normalidad y ese corte está secretamente ligado a su escritura. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir: el mejor escritor del siglo veinte, quizá, Kafka, no podía escribir. Ahí hay un mito. Es una cosa interesante. Estaba todo el tiempo diciendo que no podía escribir. Uno de los más grandes escritores argentinos se pasó la vida sin publicar. Hay siempre como un enigma en este tipo de cuestiones. Es una relación paradójica entre el texto y el sujeto, lo que funda el mito. Un gran escritor como Hemingway, un artista de la forma pura, decía que en realidad lo que le interesaba era ir a la guerra o estar en los bares con los vagos y con los borrachos. Y sin embargo, cuando uno lo lee se da cuenta que lo único que le importaba era cómo se podía escribir en inglés después de Joyce. Hay algo enigmático ahí ¿no?; él ¿por qué quería parecer un hombre de acción? ¿Qué escondía? O Kafka que no podía escribir . . . En una noche escribía La condena y al día siguiente decía que no podía escribir, que era imposible. Me parece que hay siempre un enigma y que el escritor a menudo es una figura de transacción entre el lenguaje y la vida, digamos, por eso la vanguardia termina por trabajar casi exclusivamente con el mito, con el escritor sin obra. De modo que la biografía de un escritor a menudo tiene que ver con la construcción misma de la obra y a veces es un efecto de la obra. A mí me interesa mucho este asunto, como estrategia y como construcción ficcional, pero no porque sea puramente ficcional, sino porque tiene un elemento de . . . – ¿cómo decirlo? – de condensación, condensa una vida en algunos elementos y esto es siempre muy atractivo narrativamente. Por ejemplo, leo muchísimo, yo diría más que novelas, leo diarios, biografías, cartas, correspondencias, ese tipo de material es un material que leo siempre por ese doble efecto de concentración que tiene por un lado una vida convertida en destino, una vida leída, y a la vez la tensión entre el lenguaje y la experiencia, el sujeto escindido ahí ¿no?, el modelo de “Borges y yo”.

Desde el punto de vista de una respuesta más ajena, digamos, al asunto, más ligado a la discusión sobre la crítica, yo creo que está bien usar la biografía de los escritores en el análisis de la literatura. Yo lo hago, la uso cuando viene el caso, y me parece que no hay por qué tener una posición extrema a la manera de algunas teorías francesas, que a menudo son una extrapolación de ciertas hipótesis del psicoanálisis. Por supuesto en un sueño el sujeto está disperso, es un vacío, está fuera de ahí, pero no es lo mismo que quien se pone a escribir una novela. La operación es muy parecida, pero no es la misma operación. Hay un sujeto que decide escribir. Entonces, no me parece que la figura de ese sujeto sea algo que deba ser excluido de la discusión de la crítica como un elemento que alteraría la verdad de la lectura.

Kit Cutler: Sabemos que ha ficcionalizado el proceso de escritura con “la máquina de contar” en La ciudad ausente y el rol de las crónicas de Emilio Renzi en Plata quemada. ¿Puede hablarnos un poco sobre el verdadero proceso de escribir y estructurar sus historias? ¿Hay mucha diferencia en este proceso cuando escribe para el cine o la ópera, como ha hecho con Héctor Babenco y Gerardo Gandini?

RP: Sí, quizá la diferencia nos permita decir algo sobre eso. En general, las narraciones que he publicado – las novelas y los relatos – han sido escritas sin tener una trama y una continuidad de los acontecimientos definida. En el caso de Plata quemada, esto tenía ciertos matices porque la historia ya existía, pero habitualmente – y en el caso de esa novela también – lo que tengo es una historia inicial, un punto de partida, y lo que hago es escribir una primera versión para enterarme qué clase de historia es esa. No soy del tipo de escritor, como muchos buenos escritores, que hacen un diagrama previo de capítulo por capítulo y que tienen muy claro el plan de lo que van a hacer; por lo tanto, habitualmente lo que hago es descubrir cómo es la historia a medida que la escribo y suelo escribir varias versiones hasta definir la trama. Voy, digamos así, del estilo a la historia, y no al revés. Pero en el caso del cine y en el caso de la ópera – el libreto de la ópera fue un caso bastante especial porque adapté un libro mío – , sí fue necesario antes de sentarse a escribir tener muy pensada, muy definida y muy estructurada la historia. Entonces, lo que uno habitualmente hace con un argumento que está escribiendo para el cine es conversarlo mucho y pensarlo mucho y definir claramente la situación dramática y los momentos de viraje de la intriga. La gente que está en el cine tiene muy definido este sistema de trabajo; hablan de algo que no se ha podido traducir, la scaletta, la “escalera”, que sería la serie de hechos que van a definir la película; cada escalón, digamos, permite subir un poco más arriba en la trama. Antes de empezar a escribir el guión, hay que definir la scaletta, es decir, los acontecimientos básicos: “el personaje llega a un aeropuerto, después toma un taxi, después busca un hotel y en el hotel le roban la valija”. Es como el esqueleto de la historia y todos los hechos que van a suceder tienen que estar definidos en la continuidad dramática. La trama está antes de la escritura y me parece que ésta es una diferencia interna a la literatura. Hay escritores que trabajan con una trama previa y después la escriben, como Borges, mientras que otros escritores, como Onetti por ejemplo, construyen la trama a partir de un elemento que a menudo es una imagen o una situación que después se desarrolla.

Michelle Clayton: En Crítica y ficción afirma usted que “el lector ideal es aquel producido por la propia obra . . . Los grandes textos son los que hacen cambiar el modo de leer”. ¿Qué tipo de lector producen sus últimos textos, La ciudad ausente y Plata quemada?

RP: Yo por supuesto no puedo contestar esta pregunta. No lo sé, obviamente, ni creo que lo pueda llegar a saber. Porque, ¿qué relación tiene un escritor con el efecto de lo que escribe? Tiene, por un lado, un tipo de lectura que yo llamaría “privada": los amigos le dicen cosas y uno ya sabe con lo que le dicen los amigos, más o menos se va dando cuenta . . . porque los amigos siempre dicen que el libro les gustó, habitualmente, digamos, son amables; pero uno ya, más o menos, por lo que le van diciendo se va dando cuenta qué tipo de efecto produjo el libro. Quiero decir que un escritor aprende a descifrar en la comunicación personal el tipo de interés y de efecto que un libro puede producir. El caso más extraño que me pasó a mí es que cuando publiqué Prisión perpetua me empezó a escribir un preso desde la cárcel. Porque, claro, el libro se llama “Prisión perpetua” y él pensó “este libro debe ser para mí"; entonces, leyó el libro y me empezó a escribir. Mantuvimos una correspondencia mientras él estuvo preso. Pasó siete años preso; a los dos años de estar preso me empezó a escribir. A veces llegan cartas de lectores; yo en general no contesto, pero en el caso de él me parecía que sí, que había que contestar. La correspondencia se convirtió en una conversación sobre literatura con un lector que disponía de todo el tiempo, obviamente, que al mismo tiempo estaba interesado en escribir y fue una experiencia rarísima, interesantísima, porque por supuesto era alguien que no venía de la literatura, y la manera en que él leía los textos era muy personal . . . Un lector extraordinario, muy franco, casi no había leído nada antes de caer preso y entonces, en la cárcel, con todo el tiempo por delante, se convirtió en un lector voraz. Porque yo le empecé a mandar libros que pensé que podían ayudarlo, digamos, a no sentirse demasiado oprimido por la literatura, textos que lo encaminaran a una escritura en la que él se sintiera más próximo, porque si uno le mandaba, no sé, Lezama Lima, se iba a sentir un poco intimidado. Entonces, dije, Rulfo, que es un gran escritor, es alguien que él puede sentir próximo, Roberto Arlt, Fitzgerald. Pero al mismo tiempo él buscaba mis libros, conseguía mis libros sin que yo se los mandara y los leía y, entonces, ahí hubo una experiencia muy interesante. Me hacía preguntas, sacaba conclusiones fantásticas. La literatura lo ayudó a resistir la prisión, empezó a vivir de noche; cuando todos en la cárcel se iban a dormir, él se pasaba la noche leyendo, escribiendo. Primero me escribía cartas a mí y me contaba con mucho detalle qué hacía, cómo era la vida en la prisión y después de a poco empezó a contar la vida de los otros y empezó a escribir relatos. Se llama Roque Beraja. Cuando salió de la cárcel, nos encontramos. En fin, ahora vive en Rosario y está terminando su primer libro. Obviamente no quiero poner esto como ejemplo de nada; es un caso muy común, un lector que escribe; yo no establecí con él ninguna diferencia, lo traté igual que a cualquier de los que a veces me escriben o me envían textos. De a poco, a partir de sacarse de encima la idea de “hacer literatura”, empezó a encontrar una voz propia. Ese sería un ejemplo del tipo de lector que uno puede encontrar, casi el lector perfecto, diría yo. Y después está el otro tipo de lectura que uno recibe, que es la de los críticos, los lectores “profesionales”, digamos así. Obviamente uno lee lo que se escribe sobre lo que uno ha escrito. Y esa también es una lectura rara, habitualmente, más que leer, miro por encima, porque produce un efecto un poco raro. Es como encontrar una carta que no nos está dirigida, en la que alguien habla de nosotros. Siento siempre cierta molestia, como si fuera un ejercicio de voyeurismo. Por otro lado, debo decirles que en verdad lo que uno percibe cuando lee la crítica es la moda. Por ejemplo, con Respiración artificial, que es una novela que yo publiqué en el ochenta, las distintas lecturas a lo largo de estos años me han ido dando la pauta de cómo se estaba leyendo en cada momento, porque el libro ha ido cambiando de acuerdo a cómo se iba leyendo en los momentos en que los críticos lo leían. En lo que podríamos llamar la crítica establecida, lo que uno ve, básicamente, es que los críticos están trabajando sobre debates que son de la crítica misma, que los libros funcionan como elementos de una discusión que tiene más que ver con momentos cristalizados. Por ejemplo, el libro se discutió mucho en términos de historia y ficción; se discutió mucho en términos de la dictadura militar, es decir, qué quería decir hacer literatura en un momento determinado en la Argentina; después se lo leyó como novela histórica porque se puso de moda la novela histórica, se lo leyó como metaficción, después se lo empezó a leer en términos de la posmodernidad; era una novela posmoderna, decían, entonces se empezó a leer como una novela posmoderna y ahí hubo una discusión sobre ese tema. Entonces, quiero decir que la relación que tiene uno con el efecto de lo que escribe es siempre muy arbitraria y no puede ser usada como ejemplo. Yo puedo sí darme cuenta de cómo ciertos textos de escritores que están cerca de mí producen cierto efecto, por ejemplo, Saer. Qué tipo de efecto produce Saer, puedo percibir bien, qué tipo de lectores crea, digamos, o Hebe Uhar. Con escritores contemporáneos míos puedo darme cuenta lo que pasa; con mis libros es muy difícil.

Arcadio Díaz-Quiñones: Su novela Plata quemada evoca algunas películas norteamericanas, concretamente Dog Day Afternoon de los años setenta, una “non-fiction” dirigida por Sidney Lumet en la que también se da un asalto a un banco, hay una pareja homosexual, y en la que los medios, especialmente la televisión, van narrando e interpretando los hechos. En otros aspectos recuerda las tramas del cine negro más reciente como State of Grace de Phil Joanou o la función de la “plata” en Kill Me Again de John Dahl. ¿Podría hablarnos de la relación entre cine y narrativa?

RP: Bueno Dog Day Afternoon es una película que me gusta muchísimo, el guión de Frank Pierson es extraordinario, y para mí fue extraño verla porque yo ya había escrito el libro, la primera versión, y era como una variante de la misma historia. No recuerdo de qué año es la película, debe ser del 71 o del 72, por ahí. Yo había escrito la novela y la había abandonado. Por supuesto encontré muchas semejanzas en los acontecimientos, sobre todo los dos protagonistas del robo que quedan encerrados en ese banco con los rehenes, la situación de encierro y de rodeo, de acoso, el mundo homosexual . . . encontré muchos elementos comunes con la historia de Plata quemada. Aunque quizá no es tan heavy metal como el libro, tiene un tono más “clase media”, cierta “buena conciencia” típica de Lumet ¿no? que es un director “progresista”, digamos, no es Samuel Fuller, no es Robert Aldrich, no es un “duro”, ni tiene ese estilo. Ahora, las otras películas no las he visto, no las recuerdo. De todos modos podría nombrar otros films: las películas de Fuller, Shock Corridor, The Naked Kiss; y las películas de guerra que vi de chico: The Steel Helmet, Fixed Bayonets, extraordinarias, muy violentas, que parecen documentales sobre la locura. Ese cine, esa manera de narrar, la tenía presente, porque pensaba mucho en las batallas del cine, cómo se narra un combate. Porque para mí el problema no sería tanto temático; yo no plantearía el problema en términos temáticos, diciendo: “bueno, hay ciertos temas que están en ciertos films que uno los encuentra en la literatura o al revés”. Lo que sí pensaría es en el tipo de narración que el cine ha impuesto, como una especie de media de lo que debe ser una narración que funciona bien, de lo que es el interés de un relato. El cine ha establecido un código frente al cual la literatura se ha sentido siempre como en una disputa sin solución. Sobre esto se podría también hablar bastante, en el sentido de que en un punto el cine ha venido a sustituir lo que tradicionalmente había sido la novela como género popular en el siglo XIX, y la novela no ha conseguido recuperarse de esa situación. La novela como género, digo, no los novelistas aislados, ha perdido su público popular porque ese público se fue a buscar la narración en el cine. Algunos tenían mucha conciencia de este hecho: Scott Fitzgerald se va para Holywood y dice, explícitamente, en 1930, 1931, cuando aparece el sonoro, “para escribir novelas ahora hay que irse a Holywood”. Es decir, comprende que el relato social ha dejado de ser la novela y que el género de narración dominante es ahora el cine y es el primero que intenta intervenir en ese asunto, va a trabajar a Hollywood y por supuesto como sabemos le va muy mal. De modo que habría una cuestión para discutir sobre esto y me parece que es el modo de plantear el problema del lugar de la novela en el debate actual. La queja de los novelistas habitualmente es que no se leen novelas; quieren decir no se leen novelas como se leían antes, que se leía masivamente la novela como género. Dickens, Balzac eran grandes artistas y grandes narradores populares porque el género tenía un público disponible amplísimo. Esa es una cuestión. La otra cuestión es que el cine tiene una forma muy rápida de narración, una velocidad que es antagónica con el lenguaje, el tiempo del relato no depende de la articulación verbal, el relato está siempre en presente y se articula como una cadena que corre, es una polea . . . por eso yo no veo, por ejemplo, que Plata quemada sea una novela “cinematográfica”, como se dice; yo no la veo cinematográfica en el sentido de que yo veo las novelas cinematográficas como novelas donde el lenguaje no es lo que define el funcionamiento de la historia, tienden al presente y al encadenamiento rápido. Con esta novela se va a hacer una película – ya están escribiendo el guión – y ellos sabrán cómo la van a resolver, pero yo no veo en el funcionamiento del libro un criterio que sí encuentro en otro tipo de novelas contemporáneas que tienden a narrar desde afuera, digamos, un tipo de relato que tiende a mostrar la acción con una perspectiva más externa a lo que en este caso sucede con el funcionamiento del lenguaje de los personajes y de su propio – no sé cómo llamarlo – su propio rumor interno. Entonces, por un lado, yo discutiría este problema en términos más amplios. No novela y cine, aislados, sino el género como tal, la forma social dominante, los modos de narrar, la novela sustituida por el cine como lugar social de la narración, cierta crisis de la novela y cierto efecto que esto produce en el género, efecto que a mi juicio es benéfico, porque cuando el género pierde ese público tan exigente y popular, pueden aparecer Joyce y Proust. Si uno se maneja con ese criterio sobre cómo se manejan los géneros puede decir que eso es lo que sucede. La novela queda suelta y gana una libertad que antes no tenía. Por supuesto que Dickens era un novelista extraordinario, y todos esos novelistas que tenían un público ávido que esperaba sus historias, eran extraordinarios ¿no es verdad?; pero cuando el público se desvía para otro lado parece que los novelistas se encuentran con una posición más libre y se resuelve el debate clásico sobre la novela como arte o la novela como entretenimiento, que es casi contemporáneo al nacimiento del cine: las posiciones de Henry James, el debate de James y Howell sobre si la novela es arte o es simple entretenimiento, ya estamos en el centro de la cultura de masas y de sus exigencias y ese debate es “moderno” y tiene mucho que ver con la aparición del cine. Para tratar de contestar la pregunta, también diría que el cine tiene mucho que ver con los géneros y que en este sentido la relación con el género podría entenderse como un relación ligada a la narración cinematográfica.

Dicho todo esto, diría que el cine ha sido algo muy importante a lo largo de toda mi vida, que paralelamente a leer libros veía películas, eran dos mundos paralelos, dos vidas. Creo que es una experiencia de toda mi generación, hemos estado muy conectados con el cine. Me parece que los escritores de mi generación somos los últimos que no vimos televisión de chicos, que no vimos el televisor como una presencia cotidiana, que está ahí desde que uno nace, como la madre, digamos, un aparato que habla y está en la casa, como algo con lo que uno tiene que establecer un acuerdo o algún tipo de relación, pero que está siempre ahí. Para nosotros fue algo que llegó primero a la casa del vecino. Cuando entró en mi casa, yo – como era de izquierda – ya estaba en contra y no veía casi televisión, y cuando era estudiante no existía para nosotros la televisión mientras que el cine sí es una experiencia que empieza con la infancia y sigue hasta ahora.

Cristina Pérez Labiosa: La sexualidad es uno de los aspectos más interesantes y menos discutidos de su obra. ¿Qué papel juega este tema en sus novelas y relatos? ¿Qué lugar ocupa la homosexualidad y la “desviación” sexual?

RP: Cuando yo estaba escribiendo el primer libro de relatos que se llama La invasión le quería poner de título Entre hombres, porque me parecía que todos los relatos tenían que ver con situaciones entre hombres. Después aparecieron algunas mujeres en las historias y, por lo tanto, preferí cambiarle el título. Pero, la idea de un mundo sólo de hombres . . . digamos el ejército, el mundo del box, el mundo del deporte, las pensiones, ciertos ámbitos donde funcionan redes masculinas han sido siempre para mí muy atractivos por el tipo de pasiones que circulan ahí, la competencia extrema, los desafíos, los sentimientos desplazados, no mostrar lo que se siente. Muchos relatos de ese libro narran ese ambiente, digamos, “La invasión”,

“Mi amigo”, “Tarde de amor”, no son relaciones homosexuales, pero hay un clima de tensión sexual, de violencia, cierta misoginia incluso. En el caso de “El Laucha Benítez”, el relato es un efecto de mi interés por el mundo del box, y es muy común y muy conocido entre la gente que está en el ambiente del box que hay muchos boxeadores homosexuales, que hay muchas parejas de boxeadores; lo mismo en el mundo del fútbol y por supuesto en el ejército y también en el mundo de “la pesada”, como se dice en Buenos Aires. “La pesada” se refiere a las bandas que roban con armas; están metidos en un mundo que tiene que ver con la cárcel, también, como ese lugar que construye la sociedad para aislar a la gente, básicamente para sacarlos de la sexualidad, porque yo pienso que ése es el sentido de la cárcel. Después hay transas allá adentro diversas, pero en un sentido el castigo, el sentido secreto de ese aislamiento, tiene mucho que ver con la sexualidad. La sociedad construye una suerte de isla masculina; la cárcel es también una disposición muy perversa de los cuerpos. Entonces yo hablaría del efecto narrativo de esos ambientes. Hemingway está ligado a esa mitología también: Men Without Women, todos los fantasmas masculinos, la impotencia, la dominación, la pasión entre hombres. No hablaría de “cultura gay” ni de relaciones homosexuales en el sentido en que eso suele ser discutido actualmente. Veo, más bien, circulaciones del deseo, que se dan entre hombres a veces y se dan entre hombres y mujeres o entre mujeres. No veo ahí la cuestión en términos de lo que sería una particularidad sexual que debe ser trabajada aparte. Porque lo que me parece que tienen estos universos es que son lugares de cruce, nada es muy fijo, no tienen las categorías de la clase media, digamos, categorías pequeño burguesas o estabilizadas para establecer las identidades con su carga de queja social, de traducir las fantasías sexuales en términos de lo que es políticamente correcto, o definido como reivindicación de ciertas identidades. Me parece que en el mundo popular, en las clases bajas, este juego de las identidades sexuales, como quiera que sean, son menos fijas. Esto sería, entonces, mi respuesta: he narrado a veces esos universos de pasión entre hombres, he escrito historias que tienen a hombres como protagonistas y cruces de relaciones entre ellos. Por lo que yo sé, la novela ha sido muy discutida y con interés en lo que en Buenos Aires podríamos considerar que es la cultura gay y el mundo de la cultura gay; pero yo no me muevo con ese tipo de conceptos en relación con este problema. Yo pienso más, y así me parece que debería ser discutido el asunto, como un espacio de circulación entre cuerpos sin que nadie se quede fijo a un tipo de conducta establecida que la sociedad considera normal, anormal o desviada.

Noel Luna: Aquellos que hemos tenido la suerte de asistir a sus seminarios en Princeton, particularmente el que dictó el año pasado sobre “la ficción paranoica”, tuvimos la oportunidad de reconsiderar algunos textos fundamentales sobre la noción de “lo secreto”. En el centro de esta discusión leímos a Simmel y a Canetti, y consideramos algunas ideas de Freud, todo ello en relación al género policial. “El secreto” y “lo secreto” parece ocupar un lugar central en la narrativa, la crítica, la teorización del relato y la docencia de Ricardo Piglia. En Critica y ficción usted habla del Estado como “una estructura que dice todo y no dice nada, que hace saber sin decir, que necesita a la vez ocultar y hacer ver”. ¿Cuál es hoy para usted la relación entre la “economía de lo secreto” en la literatura y en la política? ¿Cuál es el sentido de “lo secreto” para un escritor que vivió la dictadura argentina y que hoy se enfrenta a la visibilidad que rige la idea misma de democracia?

RP: Por supuesto la pregunta es muy interesante. Yo la contesto tratando de diferenciar algunas cuestiones. La relación entre secreto y poder, para empezar por ahí, que es la cuestión a la que se refieren Simmel y Canetti, me parece que tiene mucho que ver con la estructura del funcionamiento político. Se podría pensar que más allá de que haya o no mayor o menor visibilidad, como discurso explícito en la escena democrática, y que haya un sentido más conspirativo en los regímenes totalitarios, uno podría decir que la relación entre secreto y poder político es un elemento que cruza la historia del Estado: en verdad en esa relación se constituye el Estado, y podría ser estudiado como un dato de la historia política, ¿no es cierto? Una teoría sobre el secreto, lo que se debe decir, el “trascendido”, en fin. Hay todo un sistema de utilización de lo que es dicho a medias y de lo que se termina por decir como versión que está ligado al hecho de que el que tiene poder sabe algo que los demás no saben y que ese poder está armado alrededor de esa figura, de ese lugar secreto en el cual se gestaría, digamos, el poder político.

Lo que a mí me interesa del secreto es que no depende de la interpretación, no es un enigma que puede ser descifrado y por lo tanto depende de una técnica religiosa o filológica – como quieran ustedes llamarla – que permite descifrar algo que está oculto pero que se da a entender, en el sentido etimológico de “enigma”. El secreto es algo que está escondido. Etimológicamente, también, tiene que ver con un lugar donde hay algo que alguien tiene escondido y hay que entrar ahí, es una acción la que supone “descubrir” un secreto. Entonces ahí otra vez encuentro una relación entre “secreto y lenguaje”, una relación que se puede establecer alrededor de todo este juego con el que sabe algo que no quiere que los demás sepan, que, por supuesto, en el género policial tiene un lugar importantísimo. El género tiene un uso del lenguaje que es muy aleccionador para el funcionamiento social de los lenguajes en el sentido de que siempre el que habla pierde. El género policial tiene una raíz escéptica, ¿no?, una moral estratégica, digamos, una guerra de posiciones donde el que es sincero es castigado. Hay una especie de lógica extraña que gira sobre el valor del silencio: el que calla puede todavía encontrar formas de escapar de la ley, porque la ley hace hablar – el Estado por un lado no dice y por otro lado obliga a decir. Hay un juego alrededor del secreto como cuestión social que me parece muy atractivo para pensar la historia. Lo que se dice, lo que se puede decir y lo que se puede hacer, el modo en que los sujetos se desplazan en relación a lo que puede no ser dicho. El libro de Albert Hirschman, Exit, Voice and Loyalty, es extraordinario para estudiar estas relaciones. Con alguno de ustedes yo hablaba de esto en relación con la economía, uno de los grandes discursos sociales actuales, que también se funda en el secreto como núcleo. El funcionamiento de la bolsa de valores y la fluctuación de los “intereses” y los flujos de dinero y las alzas y la inflación, todo el circuito de circulación monetaria, tiene mucho que ver con la circulación de informaciones y con qué cosas se dan a conocer y con el tipo de lenguaje que se usa, la jerga, y esa circulación de palabras produce inmediatamente movimientos financieros. Las cosas son al revés de lo que parecen, el lenguaje hace funcionar las finanzas, las cuentas secretas, numeradas son el nudo íntimo de la economía capitalista, las cuentas suizas, numeradas, y por otro lado las filtraciones, todo tiene mucho que ver con la confianza, con el crédito. En definitiva, la fuga de capitales es una metáfora perfecta del terror actual.

Yo leía en el diario de hoy que no bien trascendió que el gobierno norteamericano iba a hacer no sé qué movimiento con las tasas de interés, se produjo una baja en todas las bolsas del mundo y el tesoro norteamericano anunció, el vocero del tesoro norteamericano ¿no?, la voz de Dios, salió a desmentir la versión. Entonces, basta que trascienda que algo va a pasar para que inmediatamente muchas personas se queden sin plata. Hay un juego ahí de acción en relación al discurso, al lenguaje, que es siempre, por supuesto, para un escritor, muy atractivo. Eso, por una parte. En relación a la crítica literaria, me parece que la idea de que siempre existe un secreto en un texto permite cuestionar las hipótesis de Paul de Man y sus seguidores, incluido Derrida, que tienden a poner el texto en un lugar de indecibilidad, un vacío que nunca se puede cerrar, porque la lectura no tiene fin y si uno quiere cerrar porque quiere interpretar, entonces está haciendo algo contra el texto. Me parece que si uno dice que el texto tiene un secreto pone la interpretación en un lugar distinto, que no tiene que ver con la idea – que funciona mucho – de que, en cambio, el texto sería un enigma a descifrar. Porque sí, si el texto es un enigma que el crítico puede descifrar, quizá lo que quede es esta idea de que en realidad los textos son siempre indecidibles y que su sentido siempre se puede recomponer. Mientras que si el texto conserva un secreto – un relato de Henry James sería el modelo de la lectura en este sentido – la relación que se establece entre ese texto y lo que lo rodea se hace – me parece a mí – más activa. Digo esto porque, en verdad, creo que leímos a Onetti en esa línea. En Onetti no se trata de enigmas sino de secretos que actúan en los textos, que defienden las relaciones entre los personajes: algo se sustrae de la historia, alguien sustrae, como las dos cartas que definen el relato en Los adioses, que el narrador esconde en un cajón . . . No se trata de un elemento ambiguo que el crítico atribuye al funcionamiento de la literatura, que siempre es polivalente y abierto, sino que el relato está construido sobre un punto ciego a partir del cual es muy difícil estabilizarlo.

César Rosado: En La ciudad ausente, Junior dice que la “verdad es un artefacto microscópico que sirve para medir con precisión milimétrica el orden del mundo”. ¿Piensa usted que la verdad es instrumento, es arma, o es un fin en sí misma? ¿Cuál es el rol que juega la verdad en la sociedad de clases?

RP: Yo creo que sí, que es un instrumento, en el sentido de que es algo que debe ser construido, a lo cual uno debe llegar para poder intervenir en el juego de lo que en principio podríamos considerar la sociedad, pero también la literatura. Cierta convicción es necesaria para poder leer, no me parece que se pueda leer si uno no cree que hay una verdad a partir de la cual lee. En ese sentido soy totalmente contrario a las hipótesis actuales que postulan una especie de pluralismo de consenso que existiría como una especie de imposición “débil”, un dogmatismo de la incertidumbre. Me parece que uno lee porque cree en ciertas cosas, porque tiene ciertas hipótesis, parte de cierto tipo de verdad. Que esa verdad tiene que ser construida y no tiene que ser espontánea, es seguro, pero uno no puede convertirse en un buen crítico si no construye ese lugar desde el cual lee y lo define. Lenin decía algo que siempre me pareció muy bien. Lenin, creo que en las notas sobre Hegel, en los Cuadernos filosóficos, pone entre paréntesis, entre signos de pregunta: “¿la verdad para quién?” Poniendo la verdad en términos de uso, y en términos más Wittgenstein – diríamos – que Hegel, en el sentido de más jugado a ver cómo funciona en el interior de un determinado contexto ese argumento y no como una esencia que funcionaría en el núcleo invisible de lo que es aparente.

Después está esta cuestión que aparece tan a menudo en las discusiones en las que estamos los escritores, los críticos o los historiadores, que tiene que ver con que todo es ficción, que es como una situación que está muy presente en el discurso histórico y en el debate cultural. Me parece que ahí se produce una extrapolación de algo que uno podría localizar más precisamente y decir que es en la cultura de masas donde la distinción entre ficción y verdad se ha perdido. Y que muchos de los filósofos “posmodernos” – entre comillas – trasladan lo que es real en la cultura de masas al conjunto de las prácticas. En la cultura de masas es cierto que se han disuelto las categorías clásicas, entre otras, la distinción entre verdad y ficción, que nos movemos en un mundo donde esas categorías han perdido totalmente relevancia. Pero no me parece que debamos tomar ese elemento que es particular a la cultura de masas como un dato para entender el conjunto del funcionamiento social. Estamos muy amenazados por la expansión de los medios, pero no me parece que un ámbito como la universidad, por ejemplo, deba asimilar y repetir las posiciones discursivas que genera la cultura de masas.

La cuestión de que la cultura de masas no permite establecer con claridad la distinción entre verdad y ficción está en un texto de Lukács de 1913 sobre el cine, que les recomiendo. Está en la antología de ensayos de Lukács que Peter Ludz preparó en 1961; se llama creo, Escritos sobre sociología de la literatura. Ahí está ese ensayo muy interesante de Lukács de 1913, “Reflexiones sobre una estética del cine” donde dice: en el cine la distinción entre ficción y verdad se ha perdido, porque lo que vemos es siempre real. Anticipa ahí una serie de hipótesis sobre el mundo de la imagen, sobre la sociedad del espectáculo, sobre la representación. Me parece que ahí hay un punto de partida para localizar este asunto de la expansión de la ficción, de la ilusión de verdad y el efecto de falsedad de una sociedad de la imagen, esta sociedad que ha expandido lo que estaba presente en los orígenes, de un modo muy limitado, en el cine, que nos lleva, a menudo, hoy, a una concepción de la verdad que no es pertinente porque pertenece a ese ámbito preciso y no a todas las prácticas de la sociedad. Los filósofos “posmodernos” son filósofos de la cultura de masas y ven el mundo bajo la forma de la cultura de masas.

César Rosado: En el “Homenaje a Roberto Arlt”, el crítico es visto como un detective. En Plata quemada el detective Silva utiliza métodos autoritarios y coercitivos para que sus testigos “confiesen” una verdad específica. Si la crítica es una reconstrucción de los hechos, o del texto, y mucho trabajo crítico incluye el uso de métodos autoritarios y hasta coercitivos, ¿cómo puede el crítico asegurar que su interpretación del texto es válida?

RP: Primero yo haría una distinción entre el detective y el policía, en el sentido de que el policía está institucionalizado, es un funcionario del Estado, es el Estado. La policía es el Estado, está ahí porque es el Estado, está para hacerlo visible. El detective es una figura inventada, construida, es un experto en la interpretación; en un sentido el Dupin de Poe es el último intelectual. Entonces yo asociaría al crítico con el detective, no con el policía; lo cual no quiere decir que no haya habido

o que no existan críticos policiales, críticos que quieren cumplir la función de policías, aunque el inconveniente es que la literatura es una sociedad sin Estado, por lo tanto los críticos que quieren trabajar de policías (y en la academia hay muchos, como hay muchos en el periodismo) se autodesignan, porque aunque actúen con violencia no pueden imponer la ley, porque no hay ley que pueda ser impuesta. Es la crítica “vigilante”, digo yo. “Vigilante” es el nombre que se da en Buenos Aires a la policía. Es un “vigilante”, se dice, y así se lo describe, el que vigila. Entonces hay una crítica muy vigilante, que está siempre vigilando que las cosas funcionen a su manera. Es cierto que existe. Pero en el sentido que estamos manejándonos acá, tendríamos más bien que pensar en la figura del detective, como esa figura intermedia entre la ley y la verdad, esa figura de mediación. Y entonces sí, me parece que hay elementos de reconstrucción, elementos de lectura en los márgenes, un poco lo que dice Carlo Ginzburg sobre Sherlock Holmes y Morelli, en el sentido de una lectura que lee lo que no parece visible a primera vista, es decir, lee los márgenes y los textos cambian.

La cuestión más interesante y difícil de contestar es cuándo es válida la crítica. Y yo creo que la crítica es válida cuando puede ser usada para algo ajeno a la literatura. La crítica válida es aquella crítica que dedicada a la literatura genera un concepto que puede ser usado fuera de allí. Esos son los críticos que a mí me interesan, es decir, que uno lee sobre literatura leyéndolos, y sólo sobre literatura; pero lo que dicen sobre literatura construye un concepto que puede ser usado para leer funcionamientos sociales, modos del lenguaje, estructura de las relaciones. Entonces, si uno, por ejemplo, lee el libro de Auerbach, Mimesis, hace una experiencia con los problemas de la representación. Entonces la cuestión no es hasta dónde ese libro es pertinente en todas las lecturas que hace de cada uno de esos textos, desde Homero hasta Virginia Woolf, sino qué tipo de laboratorio es ese libro, qué tipo de experimentos propone en relación al mundo social. Ahí es donde yo establezco la construcción de un concepto por un crítico: el concepto de “alegoría” en Benjamin, digamos. Bueno, es un concepto que él extrae de Baudelaire y extrae de la lectura del drama barroco, pero es un término muy útil para estudiar determinado tipo de experiencias del mundo moderno. O sea que yo funcionaría al revés, algunos dicen: “Hay que venir de una verdad social e ir con ella a la literatura”, y esa sería la validez de la crítica. Yo diría: “La crítica construye a partir del análisis de los textos un concepto que puede ser usado en el mundo social”.

Cristina Pérez Labiosa: En Comunidades imaginadas, Benedict Anderson establece una relación entre el museo moderno y la creación de identidades nacionales. La máquina narrativa en La ciudad ausente cumple algunas de las funciones del museo. Si el museo es una institución que controla las identidades, ¿qué implicaciones tiene para una ciudad como Buenos Aires y un país como Argentina?

RP: Es muy buena la idea de que en realidad el libro es un debate sobre identidades, que la novela está también metida en ese asunto. Yo quisiera agregar a eso, que me parece está muy bien leído y sobre lo que yo no puedo decir mucho, en el sentido de que yo no puedo decir mucho sobre las interpretaciones de la novela y si la novela puede ser leída en ese registro me parece pertinente . . . No puedo agregar mucho, pero sí puedo decir que el museo puede entenderse en la dinámica de la discusión sobre la vanguardia. Se ha visto mucho la tensión museo/mercado. Siguiendo en esto algunas hipótesis de Benjamin, el crítico italiano Eduardo Sanguinetti ha escrito algunas ideas muy interesantes: para escapar del mercado la vanguardia va a parar al museo y que la dialéctica entre mercado y museo es una dialéctica que forma parte de la tradición de la vanguardia y que en realidad eso es la vanguardia. Y, por supuesto, que esto en las artes plásticas es bastante visible, esta tensión, esta ida y vuelta entre museo y mercado y las hipótesis más bien se han ido haciendo cada vez más claras. En el caso de la literatura, debemos entender museo en un sentido más metafórico, debemos entender museo quizá como canon o lugar donde se guardan las obras. Para mí, la imagen de museo que tengo son las universidades norteamericanas. Me parece que el museo contemporáneo en el mundo de la literatura, para empezar por ahí, está muy ligado al modo en que las universidades norteamericanas crean un espacio dentro del cual está conservada la cultura europea, y no sólo la cultura europea, sino cada vez más las culturas de distintos lugares y cada vez más el debate es cómo conservar en este museo al mismo tiempo todas las culturas, un debate muy intenso sobre la necesidad de que no vaya a quedar afuera ninguna cultura minoritaria de este museo. Entonces, hay como un debate sobre eso: cuidado con excluir del museo – en el sentido de qué es lo que se exhibe y se estudia en el espacio contemporáneo de la consagración y de la conservación – determinado tipo de culturas que han quedado marginadas. Entonces, por ese lado yo trabajaría la cuestión, respondería de una manera más espontánea al punto este, más que en relación a la novela, donde la categoría de museo viene de Macedonio, porque, por supuesto, ustedes saben, la novela de Macedonio se llama Museo de la novela de la Eterna, lo cual tiene que hacernos pensar sobre el uso de ese concepto en Macedonio. Y James [Irby] ha escrito ya sobre la cuestión de por qué se llama “museo” esa novela y sobre sus relaciones con la utopía y con los sistemas de clasificación, porque por supuesto el museo, como la sociedad utópica, es un sistema de clasificación, de exclusiones e inclusiones. En el caso de la novela, cuando yo la escribí pensé que la máquina tenía que estar en un museo. La forma vino por ahí: un objeto mítico, fuera de circulación y por lo tanto un museo, un sistema de corredores y de vitrinas, donde la máquina está conservada.

Ahora, en el caso de la Argentina, que la pregunta apunta ahí, la situación con la historia y con la tradición y con el museo es una situación extraña. Cuando uno estudia el Caribe o viaja a México y hace la experiencia de ver lo que son esos museos y esas tradiciones densas y piensa en la Argentina, en el Río de la Plata, se da cuenta que los museos son figuras de construcción de la identidad un poco forzadas. En la Argentina hay un museo histórico, el Museo de Luján: no hay nada en ese museo, no hay nada, digamos, porque es una historia construida sobre el vacío. Es muy difícil encontrar una densidad en la construcción de la identidad en el museo en un país como la Argentina, donde todo es nuevo o al menos donde todo está marcado, desde el principio, con la noción de novedad y de abandono del pasado. Pero, en definitiva, lo que yo diría es que la categoría de museo es muy interesante pensarla en términos de esta tensión con el mercado y con la tradición.

Arcadio Díaz-Quiñones: Su primer libro de relatos, La invasión, obtuvo una mención en el Concurso de Casa de las Américas en Cuba en 1967. Como muchos otros escritores durante esos años, su vida intelectual fue marcada por la delimitación de la “vanguardia” política y cultural representada por la Revolución Cubana y sus muchos alrededores. Hoy el colapso de aquella utopía ha generado muchos textos melancólicos y críticos. En La ciudad ausente se recogen relatos de “arrepentidos”. ¿Qué significó para Ud., para su política y para su poética, para su comprensión del lugar de la ficción, la utopía y el debate en torno a la Revolución?

RP: Fue un elemento fundamental. Habría que poder reconstruir el clima que acompañó el triunfo de la Revolución Cubana en enero de 1959 para los jóvenes estudiantes de toda América Latina, y por supuesto también de la Argentina. Uno de los líderes era argentino, el Che Guevara, una figura muy próxima a todos nosotros por su experiencia, por su trayectoria. Habría que recordar el efecto que produjo ese acontecimiento en el interior del movimiento estudiantil muy marcado por las experiencias latinoamericanas anteriores: la intervención norteamericana en Guatemala, Arbenz, la caída del peronismo, y toda una serie de acontecimientos que son el contexto dentro del cual se recorta la Revolución Cubana. Fue una marca muy fuerte. Si yo tengo que decir francamente qué efecto tenía en mí y en muchos de mis amigos, diría que hizo posible pensar la experiencia del socialismo fuera del modelo de la Unión Soviética. Eso fue un elemento importantísimo para la gente de mi generación: una alternativa a la Unión Soviética. Mucho de lo que sucede entre los intelectuales y en la historia cultural de América Latina entre 1959 y el momento en que Fidel Castro y la dirección cubana apoyan la invasión de Checoslovaquia, en 1968, está marcado por la posibilidad de una alternativa al marxismo soviético. Pero esa ilusión se corta. La idea de que era posible construir una alternativa que no fuera la vía soviética, la burocratización, Stalin, el Gulag, el realismo socialista, liquidar cualquier forma alternativa de cultura . . .

Al mismo tiempo, para muchos de nosotros, por medio de Brecht, seguía viva la experiencia de la vanguardia soviética de los años veinte. El formalismo ruso, la crítica de Tinianov, el cine de Eisenstein, la literatura fakta de Tretiakov, las primeras experiencias con la narrativa de no-ficción digamos, las experiencias de El Lissitsky, la poesía de Maiakovski, de Ana Ajmatova. Se veía la posibilidad de una relación entre cultura de izquierda y producción artística que no respondiera al esquema del realismo y al esquema mortal de lo que era la poética explícita de los partidos comunistas y de la Unión Soviética en relación con el debate sobre el arte, la crítica literaria, los intelectuales. Contra eso peleábamos. ¿Cómo se transformaban esos debates en el interior de las tradiciones nuestras? Luchábamos por cambiar la lectura de Borges, de Arlt, que, vistos desde esa posición monolítica, no formaban parte del canon de lo que debía leer un escritor “progresista”. Borges por motivos que ustedes se imaginan, y Arlt porque era demasiado perverso y caótico. Aunque esto parezca cómico, era el modo en que se leían esos textos. Ahora la cultura de izquierda era el ámbito de la discusión y tenía un peso muy fuerte porque era antagónica a la cultura oficial, a la cultura tradicional. Nos desarrollamos en un espacio de construcción de la figura del escritor que era antagónica y paralela a la estructura de la cultura establecida. Había una serie de figuras que servían para ese debate: Brecht, Sartre, el formalismo ruso, y sus distintas derivaciones, cierta tradición italiana, figuras como Pavese que habían estado cerca del Partido Comunista en Italia y después habían hecho otra cosa. Nos parecía que podían ser alternativas a ese tipo de literatura de izquierda que se estaba promoviendo.

Yo diría que tiene que ver con mi formación, con la formación de toda una generación. En mi caso, tomé distancia rápidamente de la Revolución Cubana, en el momento en se alió con los soviéticos porque yo era maoísta, lo cual puede parecer exótico visto hoy, pero no era tan exótico en esos años. El maoísmo en aquel momento representaba posiciones básicamente anti-soviéticas pero también anti-cubanas, contrarias a la línea que estaba tomando la Revolución Cubana, el foquismo pro-soviético, y el latinoamericanismo a la García Márquez. El maoísmo era una salida extravagante, pero no había muchas opciones. En aquel tiempo la discusión giraba sobre las experiencias políticas concretas y entonces la experiencia china, la experiencia vietnamita, aparecían como tradiciones populistas que nosotros leíamos desde la vanguardia, a la luz de Brecht, del Me-Ti, el libro chino de Brecht sobre la historia del marxismo. Muchos de nosotros nos mantuvimos ajenos a la cubanización general. Los cubanos me invitaron en enero del ‘68, publicaron mi libro en 1967 y me invitaron, pero cuando vieron lo que yo pensaba todo se enfrío y ya no volví. Yo había dejado de pertenecer al círculo cubano porque era maoísta. Básicamente éramos críticos de los soviéticos y considerábamos que eran imperialistas. Considerábamos que la Unión Soviética no solamente era un falso país socialista sino que encima era un país imperialista. Ese debate en el mundo intelectual por un lado nos preservó del riesgo militarista; nos preservó de la experiencia de la guerrilla guevarista, porque nuestra posición era totalmente antagónica con esa idea foquista de que había un grupo de iluminados que llevaban la historia detrás suyo. Y nos preservó del latinoamericanismo profesional de los pro-cubanos; de esa especie de versión de América Latina que en los años 70 los cubanos promovían desde la revista Casa de las Américas.

Hay algo que dice el poeta Auden: “A veces los poetas adscriben a posiciones ideológicas extremas, se hacen católicos, espiritistas, se hacen marxistas o fascistas, para cambiar su poética”. Auden señala que los poetas se adscriben a un sistema de creencias tan complejo que les permite por fin modificar lo que están escribiendo. Yo no sería tan extremo como Auden, pero diría que las posiciones políticas estaban muy ligadas a los debates de poéticas. No eran para nosotros posiciones políticas puras: eran discusiones en el interior de la literatura que tomaban también características de debates sobre posiciones políticas.

Paul Firbas: Ahora que el debate sobre la posmodernidad ha cambiado de tono en los Estados Unidos y se habla más bien de la “globalización”, ¿cree usted que también la literatura se está “globalizando” y que estamos viviendo el final de la construcción romántica de las literaturas nacionales? ¿Cuál es el lugar de la literatura latinoamericana en el contexto de la globalización? Y, si me permite agregar otra pregunta en ese sentido, ¿cuál es la relación del escritor Ricardo Piglia con los instrumentos tecnológicos de la globalización?

RP: Es una pregunta muy complicada y muy vasta, pero yo voy a decirles lo que estoy pensando sobre este asunto. Creo que hay una tensión hoy en el debate, no sé si es real o no, pero existe una discusión. Parece haber una tensión entre cultura mundial y cultura local. Más que “globalización” yo hablaría de una cultura mundial que tiende a imponerse, en definitiva es la cultura norteamericana, en sus rasgos más visibles, impuesta como cultura mundial. Esta visión única y abstracta se contrapone, diría yo, a los espacios locales, zonas definidas, áreas y tradiciones culturales muy situadas. En un sentido ya no existe la mediación nacional, o se diluye, entre la cultura mundial y la zona, digamos, no hay mediación. En literatura tenemos muchos ejemplos que anticipan esta situación: Rulfo, Guimarães Rosa, pasan de una tradición local, de una lengua oral, campesina, muy situada, a formas y técnicas narrativas muy sofisticadas y cosmopolitas, digamos, ligadas a Joyce y a Faulkner, quienes a su vez negocian con la tradición literaria y con la cultura contemporánea, desde el Dublin católico, desde el Sur de los EE.UU. Los mejores escritores resisten desde una posición que tiene que ver con un espacio que no es un espacio nacional. Uno podría ver a Borges en esa tensión: por un lado, el cosmopolitismo y la circulación de las tradiciones, y a la vez un barrio en el sur de la ciudad. O Saer, que es un escritor muy atento a la circulación de los debates filosóficos y literarios, pero él está siempre en Santa Fe, ni siquiera en Santa Fe, en Rincón que es un pueblo de la provincia. O Pavese, que se movía en una zona del Piamonte y que al mismo tiempo era traductor de Melville y reelaboraba continuamente la tradición de la literatura norteamericana y los grandes mitos clásicos. ¿Qué dice la literatura? Querría decirnos que hay experiencias previas o paralelas a los momentos de construcción de la nación como instancia de identidad que plantean una relación entre las tradiciones locales y la cultura mundial sin la mediación del estado nacional, sin que la literatura nacional funcione como mediación. El lugar del cual el escritor es: desde ahí ha mirado lo universal sin que lo nacional sea la mediación. Porque estos escritores siempre tienen conflicto con la metrópoli. Por ejemplo, Saer dijo: “Yo me fui a París sin pasar por Buenos Aires”. Esto sería como el gesto de poética más elegante. “No voy a ir a Buenos Aires en donde está manejado el poder nacional de la literatura”. Metafóricamente, digamos, evita la metrópoli que unifica, el centro que controla la circulación nacional de los bienes culturales. Ahí me parece que pasa algo y tendríamos que pensarlo.

La literatura “latinoamericana” es un término que para mí está cada vez más puesto en cuestión, no porque nosotros no tengamos que trabajar con ese contexto y no porque no tengamos que enseñar esa tradición y esa cultura, que tiene obviamente mucha importancia histórica y política. La aspiración a la unidad latinoamericana es una consigna que viene desde la guerras de Independencia y es muy legítima. Pero me parece que la literatura está un paso adelante de esa discusión, hoy en día, sobre lo latinoamericano y todas sus cristalizaciones. Cada vez más, creo que debemos apuntar a trabajar con áreas culturales y tradiciones localizadas. Quizás también debemos comenzar a distinguir el área del Caribe, el Río de la Plata o la región andina, etc., y no trabajar con un criterio tan amplio en el que todas las tradiciones se van a entreverar de una manera relativamente homogénea. Yo creo que deberíamos mantener la categoría de lo “latinoamericano”, obviamente porque somos latinoamericanos y pensamos que esa tradición y ese campo de estudio es el nuestro, pero que a la vez tenemos que estar atentos a la red de tradiciones que encuentran su propio espacio.

En cuanto a los instrumentos tecnológicos, tengo una relación como todo el mundo de mi generación: una relación interesada y conflictiva. Tiendo a desmaterializarme, que es la base de la cultura actual, es decir, he pasado de la máquina a la computadora, de la correspondencia al e-mail, de los encuentros personales a las largas conversaciones telefónicas, de la sala de cine al video, de leer manuscrito a leer en la pantalla. Incorporé la computadora tardíamente, en 1990. Todos los libros anteriores a La ciudad ausente están escritos con una máquina portátil, con una Lettera 22 de Olivetti, que mi padre me había regalado en 1959 y en esa máquina escribí todo durante treinta años.

Miro mucha televisión. Descubrí la televisión en los Estados Unidos. Una de las temporadas que pasé en Princeton en el 1987, creo que fue, me pasé como tres meses viendo televisión porque descubrí los canales de cable. Venía de Buenos Aires donde había sólo tres o cuatro canales y me encontré aquí con un horizonte de setenta canales y en un sentido cuando empecé a entrar y salir de esos programas tuve una visión de lo que era una ciudad y esa experiencia está, me parece, muy ligada a La ciudad ausente, la ciudad es como una red de canales en los que uno puede entrar y salir, una red de historias superpuestas y paralelas, que funcionan todo el tiempo aunque uno no esté ahí.

Kit Cutler: ¿Existe la gran novela latinoamericana?

RP: Lo mejor sería que yo dijera no, y ahí terminaríamos la conversación. Sería una buena respuesta, pero demasiado rápida porque por supuesto se han escrito muy buenas novelas a partir del estado de la lengua y de las tradiciones narrativas en distintas regiones de América Latina. Quizás no son las que se consideran “las grandes novelas latinoamericanas” o quizás las mejores novelas que se han escrito no tienen nada que ver con lo que se entiende vulgarmente por novela latinoamericana. Obviamente yo creo que El museo de la novela de la Eterna, de Macedonio Fernández, es una gran novela latinoamericana; Morirás lejos de José Emilio Pacheco; Las hortensias de Felisberto Hernández, Para una tumba sin nombre de Onetti, Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos, Río de las congojas de Libertad Demitropulos, Sombras suele vestir de Bianco. Hay libros que me parecen realmente muy importantes y que no se pueden definir en términos de la “gran novela latinoamericana”. Cuando decimos “la gran novela latinoamericana” nos referimos más bien a lo que ha sido la retórica del “boom” y de todo el circuito que generaba esa noción. Me parece que los narradores que escribimos hoy en América Latina estamos en otra tradición, estamos menos preocupados por la diferencia latinoamericana y más conectados y en diálogo con lo que pasa en las literaturas en otras lenguas. Obviamente me siento mucho más cerca de John Berger o de Calvino que de García Márquez.

Michelle Clayton: Usted ha notado en varios escritos que “lo más importante nunca se cuenta”. En su opinión – o en su experiencia – ¿el género de la entrevista también se trama a base de dos historias: una articulada y otra secreta, por reconstruir?

RP: Se supone que es así. Digamos que uno cuando contesta las preguntas parece que contesta desde un lugar del saber pleno: ése es el inconveniente que tienen las entrevistas. Son un diálogo pero, a diferencia del diálogo de las novelas que se basa en el sobreentendido y en la media palabra, es una conversación que trabaja la ilusión de agotar el sentido de lo que se dice. Y por supuesto la ficción estaría ahí, la ficción de un sujeto que habla desde un lugar del saber pleno, sería una construcción imaginaria, porque en verdad se trata de hipótesis siempre en camino que esconden otras hipótesis contradictorias, otra historia que serían las vacilaciones, las dudas y los caminos equivocados y los desvíos que uno remite como cuestiones abiertas. Lo que tiene de bueno la entrevista es que en algún sentido tiene una forma platónica, como si hubiera un saber que está más allá de los que hablan, algo que se debe recordar o reconstruir. Por eso en un punto tiene siempre algo de interrogatorio más que de conversación. Es una conversación, pero también al mismo tiempo hay siempre algo que se trata hacer decir. Quizás en una conversación con los amigos uno habla de lo mismo pero sin la transcripción, todo se pierde en la memoria, mientras que en la entrevista hay siempre una situación estratégica, la ilusión de fijar un momento. Es como una fotografía, y en una fotografía uno tiende siempre a componer una expresión.

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